Lc 13, 10-17
El pecado introdujo el mal en el mundo, pero no por eso hemos de culpar a la mujer del Evangelio de un pecado personal. No sabemos la clase de enfermedad que la afligía ni mucho menos la causa: el hecho es que estaba encorvada. Eso es lo único que el Evangelio nos dice: no podía enderezarse y erguirse en la postura característica del ser humano, que lo diferencia de los animales.
Jesús curó a la mujer en sábado, que es el día en que Dios descansó del trabajo de la creación. Aun cuando el jefe de la sinagoga puso objeciones, el día era el adecuado. Dios había creado buenas las cosas, y Jesús mostró que había venido a curar las heridas que se había infringido a la creación.
Por medio del perdón de nuestros pecados, Jesús nos ha enderezado y nos ha comunicado la capacidad de erguirnos con un valor y dignidad personal. Por eso Él espera con razón que vivamos de acuerdo con esa dignidad. Esto es lo que san Pablo quiso decir, cuando escribió: “Vivan amando como Cristo, que nos amó y entregó por nosotros”.
Vida de pecado contradice a vida de amor. El pecado es no sólo una ofensa contra Dios, sino una cachetada a nuestra propia dignidad. El pecado nos envilece y nos encorva. Y en esa postura, nos convertimos en autistas, incapaces de levantar nuestros ojos hacia el cielo y hacia nuestros hermanos.
La mujer del Evangelio sufría una tremenda enfermedad, pero nosotros podemos quizá ser responsables de una enfermedad todavía peor, el pecado, que es el único mal, sea grande o pequeño.
Oremos en esta misa y en todos los días de nuestra vida para que nos veamos libres del pecado y seamos capaces de mantenernos firmes ante Dios, conscientes de la dignidad que Él nos ha dado.