Jueves de la XIV Semana del Tiempo Ordinario

Mt 10, 7-15

De nuevo Jesús, ahora en otro contexto, advierte del peligro de rechazar el anuncio del Reino. Este es quizás uno de los grandes problemas por los que atraviesa nuestra sociedad: el rechazo del anuncio evangélico.

Ciertamente este rechazo no es expreso, sin embargo esta pereza de ir a misa, de asistir a retiros, de no involucrarse en la parroquia, de no estar abierto a la instrucción de la Iglesia (obispos, sacerdotes, del mismo Papa), expresa con bastante claridad el rechazo que el mundo y nuestra sociedad hace del anuncio del Reino.

Por otro lado si bien es cierto que no hay una negativa concreta de hospedar a un ministro de la palabra (sea sacerdote o laico), en muchos de los cristianos se nota una falta de interés por cooperar abiertamente en la proclamación del evangelio; no se nota este compromiso en donde uno pone a la disposición del Reino, su persona e incluso sus propios bienes, a fin que el mensaje del evangelio se difunda.

Debemos estar atentos, pues la advertencia de Jesús es clara: Yo les aseguro que en el día del juicio Sodoma y de Gomorra, serán tratadas con menor rigor que aquella ciudad. Busquemos siempre la manera de aceptar la invitación de Jesús a una conversión más profunda y de cooperar para que toda nuestra comunidad pueda conocer y vivir al mensaje del Reino.

Miércoles de la XIV Semana del Tiempo Ordinario

Mt 10, 1-7

Generalmente se tiene la idea de que el Reino de los cielos es el cielo en sí mismo y que por lo tanto se vivirá solo después de la muerte. La realidad es que el Reino de los cielos es el cielo vivido en la tierra; es vivir ya una realidad que llegará a la plenitud en la eternidad. 

Esta realidad se identifica sobre todo con un estado interior del hombre que lo lleva a experimentar continuamente la paz, la alegría y a superar cualquier clase de dificultad. Es la vida que el hombre experimenta por estar habitado del Espíritu Santo. 

Con esta condición interior, el hombre es capaz de construir una sociedad diferente pues percibe a los demás como sus hermanos. Por ello san Pablo dice que el Reino de los cielos es: Justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo.

Jesús les decía a sus discípulos que anunciaran que «el Reino estaba cerca». Pues ahora, después de la muerte y resurrección del Cristo y con el envío del Espíritu Santo, el Reino es una realidad para todos los bautizados. 

Hagámonos conscientes de esta realidad y unámonos a los apóstoles para hacer del conocimiento de los demás, que el Reino de los cielos pude ser ya una realidad para todos.

Martes de la XIV semana del Tiempo Ordinario

Mt 9, 32-38

En este mundo individualista en el que muchos de nuestros hermanos viven solo para sí, sin ver a los demás, Jesús nos recuerda que no estamos, ni viajamos solos. Jesús vio a todas estas personas que necesitaban de alguien que los instruyera, que los ayudara a mejorar su vida a descubrir y construir el Reino de los cielos, y dice la Escritura que: «Tuvo compasión de ellos».

Si la evangelización, y la promoción social a la que nos invita el evangelio no avanza, o no avanza como debería, es porque a muchos de los cristianos nos falta «sentir compasión» de aquellos que no conocen la verdad del Evangelio, porque solo pensamos en nosotros mismos; porque es suficiente que yo conozca a Jesús, me reúna con mis hermanos a orar y a dar gloria a Dios sin pensar que también nosotros somos el medio para que ellos lo conozcan y lo amen; porque el Evangelio se separa de la caridad y del servicio y esto hace que se interprete como una filosofía.

Debemos orar al Señor que envíe operarios a la mies… Sí, pero sería más importante, al menos en estos momentos de la historia, que oráramos para que el Señor nos haga reconocer en nosotros mismos a estos operarios, para que el Señor verdaderamente mueva nuestro corazón a la compasión por los demás y al celo por el evangelio.

Lunes de la XIV semana del tiempo ordinario

Mt 9, 18-26

La carta a los Hebreos dice: «Jesucristo es el mismo de ayer, de hoy y por siempre». Sin embargo nuestro mundo tecnificado y lleno de agitación y de autosuficiencia nos ha llevado a crear una imagen reducida del Señor.

El evangelio de hoy, con dos pasajes en los cuales Jesús, por medio de dos grandes milagros nos muestra no solo su poder sino su identidad como Hijo de Dios, como verdadero Dios, debía llevarnos de nuevo a reflexionar en la imagen que tenemos sobre Jesús. Muchas veces pensamos que trabajamos solos, que debemos resolver todos nuestros problemas solos, que debemos recurrir a Jesús solo cuando las cosas han llegado a tal grado que no podemos más (enfermedad, crisis económica, etc.). sin embargo Jesús nos acompaña con su poder y su amor a lo largo de todo nuestro día. Él es capaz de cambiar el rumbo de nuestra actividad y de toda nuestra vida…es Dios, es el Emmanuel, el «Dios con nosotros». El elemento común en estos dos episodios es la fe: tanto el Jefe de la Sinagoga como la mujer con el flujo de sangre, fueron capaces de reconocer en Jesús, al verdadero Dios, al Dios que cambia la historia y la lleva a la plenitud.

Dejemos que Jesús tome el control de nuestra vida cotidiana; nos sorprenderemos de ver el poder de Dios todos los días.

Santo Tomás

Celebrar a un santo apóstol es celebrar el amor salvífico de Dios en Cristo Señor, realizado en la comunidad eclesial.

Hoy celebramos a uno de los doce compañeros de Jesús, a uno de los primeros testigos de su resurrección.  Este fundamental ministerio cristiano: el testimonio de la resurrección, se ve acentuado muy especialmente en la figura de Tomás.

Un Papa llamado San Gregorio Magno en una de sus homilías decía: «Creen que todo esto sucedió por acaso: el que el discípulo estuviera primero ausente, que luego al venir oyese, oyendo dudase, al dudar palpase, y al palpar creyese?  Todo esto sucedió por disposición divina.  Más provechosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los otros discípulos.»

San Gregorio también nos hace reflexionar: «Lo que creyó superaba a lo que vio.  En efecto, el hombre mortal no puede ver la divinidad.  Por esto lo que él vio fue la humanidad de Jesús, pero confesó su divinidad al decir: ‘Señor mío y Dios mío!’  El, pues, creyó a pesar de que vio, ya que, teniendo ante sus ojos a un hombre verdadero lo proclamó Dios, cosa que escapaba a su mirada».

Para nosotros son las palabras de Cristo: «Dichosos los que creen sin haber visto».  Nosotros tenemos que pasar de los signos que vemos a la presencia del Señor, que no vemos.  El Señor presente en su Iglesia, en la liturgia, en la Eucaristía, en el prójimo, sobre todo en el pobre.

Nuestra fe en Cristo tiene que traducirse en obras, en lo práctico y concreto de nuestra vida.  No olvidemos lo que Pablo dice de los malos cristianos: «Dicen que conocen a Dios, pero con sus obras lo niegan» (Tito 1,16), o Santiago: «La fe, si no va acompañada de las obras, está muerta» (2,26).

Digamos en esta Eucaristía con toda nuestra fe, y fe comprometida, la exclamación de Tomás: «Señor mío y Dios mío».

Jueves de la XIII semana del Tiempo Ordinario

Mt 9, 1-8

Hemos escuchado hoy en el Evangelio el extraordinario poder de Jesús y nos quedamos sorprendidos de su manera de actuar.  Jesús es maravilloso y se dirige a lo profundo del corazón.

Nosotros, hoy, también estamos paralíticos y no podemos actuar.  Nos han paralizado el miedo, la comodidad y el egoísmo. La situación cada día es más grave y nuestra manera de responder es cada día más inoperante.  Estamos paralíticos pero buscamos las soluciones solamente en el exterior, como si el cuerpo entero de la sociedad se pudiera sostener por las apariencias y las normas externas.  Queremos la salud de nuestra patria y estamos dispuestos a pequeños sacrificios, pero no estamos dispuestos realmente a cambiar de opciones, de actitud y de valores.

Quisiéramos que Jesús nos sanara con tan solo presentarle una oración y una súplica por este enfermo que yace paralítico.  Y hoy, igual que en aquel tiempo, la palabra de Jesús va dirigida, primero, a lo más importante: “ten confianza hijo, se te perdonan tus pecados”.  Hay que despertar nuevamente la confianza y la esperanza, que no hay peor pecado que el pesimismo y la derrota.

Las palabras del Señor son para alentar nuevas esperanzas y para tener confianza en que Jesús camina a nuestro lado.  Que maravillosas palabras las que dirige Jesús al paralítico de hoy: hijo.  Y después nos hace ver Jesús que está dispuesto a reconstruir desde la raíz al hombre, para ello, hay que quitar el pecado del corazón.  El pecado que paraliza al hombre, el verdadero pecado lo vuelve ambicioso, egoísta, cruel y sanguinario.  El pecado pudre la sociedad y desbarata la fraternidad.  Por eso, antes que nada, tenemos que reconstruir al hombre desde el interior y eso sólo lo puede hacer Jesús.  Pero Jesús siempre nos ama y está dispuesto a iniciar el proceso de reconstrucción. 

Que Jesús mire el corazón de cada uno de nosotros, que limpie nuestros pecados, fortalece nuestra voluntad, ilumina nuestra inteligencia.  Solo entonces podremos ponernos de pie y sostenernos en la lucha, podremos volver a la Casa Paterna y compartir el amor de nuestro Padre con los hermanos. 

Pidamos a Jesús que no nos deje y que sane a este pueblo que se encuentra paralítico y sin esperanza.

Miércoles de la XIII semana del Tiempo ordinario

Mt 8, 28-34

Esta historia del Evangelio nos parecería estar lejana a nuestra realidad, sin embargo la verdad es que se repite frecuentemente hoy en nuestra sociedad dominada por el materialismo. Jesús sana y libera a dos hombres, dos seres humanos que sufrían a causa de unos demonios. Al hacerlo los demonios destruyen toda una piara de cerdos.

Los habitantes en lugar de agradecer el haber liberado y sanado a dos hermanos, a dos seres humanos que sufrían, se preocupan más por la perdida material de una piara de cerdos. Vale más la piara de cerdos que la salud y bienestar de dos seres humanos. Como consecuencia, la comunidad rechaza a Jesús.

Como vemos la historia se repite una y otra vez. Hoy es más importante la cantidad de producción y la eficiencia que la vida familiar, social y económica de los trabajadores; son más importantes nuestras pertenencias, que el bien social de la comunidad; es más importante el trabajo y el bienestar económico, que la vida familiar y la atención a los hijos… Preferimos lo material a lo espiritual. Y cuando Jesús, a través de la Escritura o de la Iglesia nos advierte de esto, o busca ayudarnos a liberarnos de estas esclavitudes… la respuesta es: Que tiene la Iglesia (o el mismo Jesús) que decirme sobre qué es más importante, que tiene que hacer en mis negocios, en mi medio social, en mi vida. No dejemos que nos domine lo material. Dios nos ha regalado todas las cosas materiales las cuales son buenas y son para nuestro bienestar, pero jamás deberán estar por encima de los valores como son: la vida humana, la vida familiar, y la protección del medio ambiente. Nada vale una piara de cerdos comparada con la alegría que produce el ver a un hermano sano y feliz.

Martes de la XIII semana del tiempo ordinario

Mt 8, 23-27

En medio de este mundo en el cual falta para muchos el trabajo, y que sufren por las enfermedades, las guerras y las epidemias que nos agobian, ¿podríamos decir que nuestra fe en Cristo permanece firme?

Muchos hermanos para los cuales la vida en los últimos años se ha hecho pesada podrían estar tristes y apesadumbrados, incluso con miedo ante el incierto porvenir. Jesús nos dice hoy a todos: «no tengan miedo, hombres de poca fe».

Jesús, a pesar de todo lo que nos parece, está a nuestro alrededor, navega con nosotros. El mismo nos lo dijo: «Yo estaré con ustedes hasta la consumación de los siglos». Si los vientos se encrespan y el mar de la vida se agita, Jesús está con nosotros… Quizás duerme, pero está con nosotros.

Mientras despierta, debemos achicar el agua, y remar hacia la orilla… de una cosa estamos seguros: Jesús no permitirá que la barca en la cual vamos naufrague.

Si en tu vida la crisis ha llegado a tal punto que piensas que naufragarás, no pierdas la fe, despierta al Maestro, que Él con una voz calmará todas tus ansiedades y pondrá serenidad en tu vida.

San Pedro y San Pablo

La liturgia de hoy nos ofrece tres palabras fundamentales para la vida del apóstol: confesión, persecución, oración.

La confesión es la de Pedro en el Evangelio, cuando el Señor pregunta, ya no de manera general, sino particular. Jesús, en efecto, pregunta primero: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?»  Y de esta «encuesta» se revela de distintas maneras que la gente considera a Jesús un profeta. Es entonces cuando el Maestro dirige a sus discípulos la pregunta realmente decisiva: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» A este punto, responde sólo Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» Esta es la confesión: reconocer que Jesús es el Mesías esperado, el Dios vivo, el Señor de nuestra vida.

Jesús nos hace también hoy a nosotros esta pregunta esencial. Es la pregunta decisiva, ante la que no valen respuestas circunstanciales porque se trata de la vida: y la pregunta sobre la vida exige una respuesta de vida. Pues de poco sirve conocer los artículos de la fe si no se confiesa a Jesús como Señor de la propia vida. Él nos mira hoy a los ojos y nos pregunta: «¿Quién soy yo para ti?». Es como si dijera: «¿Soy yo todavía el Señor de tu vida, la orientación de tu corazón, la razón de tu esperanza, tu confianza inquebrantable?».

Preguntémonos si somos cristianos de salón, de esos que comentan cómo van las cosas en la Iglesia y en el mundo, o si somos apóstoles en camino, que confiesan a Jesús con la vida porque lo llevan en el corazón. Quien confiesa a Jesús sabe que no ha de dar sólo opiniones, sino la vida; sabe que no puede creer con tibieza, sino que está llamado a «arder» por amor; sabe que en la vida no puede conformarse con «vivir al día» o acomodarse en el bienestar, sino que tiene que correr el riesgo de ir mar adentro, renovando cada día el don de sí mismo. Quien confiesa a Jesús se comporta como Pedro y Pablo: lo sigue hasta el final; no hasta un cierto punto sino hasta el final, y lo sigue en su camino, no en nuestros caminos. Su camino es el camino de la vida nueva, de la alegría y de la resurrección, el camino que pasa también por la cruz y la persecución.

Y esta es la segunda palabra, persecución. No fueron sólo Pedro y Pablo los que derramaron su sangre por Cristo, sino que desde los comienzos toda la comunidad fue perseguida, como nos lo ha recordado el libro de los Hechos de los Apóstoles. Incluso hoy en día, en varias partes del mundo, a veces en un clima de silencio —un silencio con frecuencia cómplice—, muchos cristianos son marginados, calumniados, discriminados, víctimas de una violencia incluso mortal, a menudo sin que los que podrían hacer que se respetaran sus sacrosantos derechos hagan nada para impedirlo.

Pablo siguió al Maestro ofreciendo también su propia vida. Sin la cruz no hay Cristo, pero sin la cruz no puede haber tampoco un cristiano. En efecto, «es propio de la virtud cristiana no sólo hacer el bien, sino también saber soportar los males» (Agustín, Disc. 46.13), como Jesús. Soportar el mal no es sólo tener paciencia y continuar con resignación; soportar es imitar a Jesús: es cargar el peso, cargarlo sobre los hombros por él y por los demás. Es aceptar la cruz, avanzando con confianza porque no estamos solos: el Señor crucificado y resucitado está con nosotros. Así, como Pablo, también nosotros podemos decir que estamos «atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados» (2 Co 4,8-9).

Soportar es saber vencer con Jesús, a la manera de Jesús, no a la manera del mundo. Por eso Pablo se considera un triunfador que está a punto de recibir la corona (cf. 2 Tm 4,8) y escribe: «He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (v. 7). Su comportamiento en la noble batalla fue únicamente no vivir para sí mismo, sino para Jesús y para los demás. Vivió «corriendo», es decir, sin escatimar esfuerzos, más bien consumándose.

Por amor a Jesús experimentó las pruebas, las humillaciones y los sufrimientos, que no se deben nunca buscar, sino aceptarse. Y así, en el misterio del sufrimiento ofrecido por amor, en este misterio que muchos hermanos perseguidos, pobres y enfermos encarnan también hoy, brilla el poder salvador de la cruz de Jesús.

La tercera palabra es oración. La vida del apóstol, que brota de la confesión y desemboca en el ofrecimiento, transcurre cada día en la oración. La oración es el agua indispensable que alimenta la esperanza y hace crecer la confianza. La oración nos hace sentir amados y nos permite amar. Nos hace ir adelante en los momentos más oscuros, porque enciende la luz de Dios. En la Iglesia, la oración es la que nos sostiene a todos y nos ayuda a superar las pruebas. Nos lo recuerda la primera lectura: «Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12,5).

Una Iglesia que reza está protegida por el Señor y camina acompañada por él. Orar es encomendarle el camino, para que nos proteja. La oración es la fuerza que nos une y nos sostiene, es el remedio contra el aislamiento y la autosuficiencia que llevan a la muerte espiritual. Porque el Espíritu de vida no sopla si no se ora y sin oración no se abrirán las cárceles interiores que nos mantienen prisioneros.

Que los santos Apóstoles nos obtengan un corazón como el suyo, cansado y pacificado por la oración: cansado porque pide, toca e intercede, lleno de muchas personas y situaciones para encomendar; pero al mismo tiempo pacificado, porque el Espíritu trae consuelo y fortaleza cuando se ora. Qué urgente es que en la Iglesia haya maestros de oración, pero que sean ante todo hombres y mujeres de oración, que viven la oración.

Viernes de la XII semana del tiempo ordinario

Mt 8, 1-4

No hay duda que la vida de los hombres está llena de sufrimientos más o menos visibles, físicos, mentales, morales. El leproso del evangelio de hoy es una de estas miserias.

Aunque los hombres se afanen por buscar las riquezas y finjan vivir en un mundo inmortal, los signos de la muerte que cada hombre lleva en sí mismo son inevitables. Los encontramos en cada paso de nuestra vida. Drogas, matrimonios deshechos, suicidios, abusos, enfermedades y un sin fin de desgracias que hasta el hombre más famoso, más rico, más sabio y más sano conoce personalmente. Para muchas personas muchas de estas realidades son hechos de cada día. Sin embargo, ellas mismas saben que a pesar de ello se debe ir adelante en la vida lo mejor posible.


Por eso, Jesús pone en sus manos este elenco de desdichas y lo transforma en gracias y en bendiciones. Realiza milagros para que veamos que es capaz de darnos una vida que no sólo es sufrimiento sino que también hay consuelos físicos y morales que, son más profundos porque tocan el alma misma. Para esto ha venido a esta vida, para traernos un reino de amor y unión.

 
Basta que nosotros usemos correctamente nuestra libertad para que se realicen todas las gracias que Cristo quiere darnos. Basta confiar en Él, en su palabra que nos habla del Padre misericordioso e interesado por nuestra felicidad.

Este es uno de los ejemplos de lo que significa reconocer realmente quien es Jesús. El leproso de nuestro pasaje, sabe con certeza que Jesús «puede» curarlo.

Si bien no podemos decir que ya hubiera reconocido que Él era Dios, ha visto en Él la presencia poderosa de Dios; por ello le dice: «Si tú quieres». Es importante entonces que nosotros de cuando en cuando nos repreguntemos ¿cuál es la imagen que nos hemos formado de Jesús? ¿Es para nosotros verdaderamente Dios; el Dios verdadero para el que nada es imposible?

La respuesta es importante pues, si verdaderamente consideramos a Jesús, al que proclamamos como nuestro Señor, verdaderamente Dios, entonces su palabra tiene poder, sus promesas se realizan, su presencia es verdadera todos los días junto a nosotros, su cuerpo y su sangre están presentes en todos los altares, etc… Si lo reconocemos como verdadero Dios, nuestro trato con Él estará basado en la confianza amorosa, pues sabremos que «si Él quiere», todo cuanto nos parece necesario, nos será dado, para testimonio de su amor entre nosotros.

Pongamos nuestras necesidades ante Él diciendo con humildad: «Señor, si tú quieres…».