Jueves después de ceniza

Deut 30, 15-20

La Cuaresma nos llama a la conversión, conversión que no debe ser solamente una conversión exterior, sino que debe ir sobre todo hacia la conversión del corazón. La conversión del corazón que viene a ser el núcleo de toda la Cuaresma, es vista por la Escritura, como un momento de elección por parte del hombre que debe dirigirse a Alguien. La pregunta es: ¿A quién dirigimos el corazón? ¿Hacia quién me estoy dirigiendo yo? En este período en el cual la Iglesia nos invita a reflexionar más profundamente tenemos que preguntarnos: ¿Hacia dónde voy yo?

En la primera lectura Dios pone delante del pueblo de Israel el bien y el mal, diciéndole que puede elegir, decir a quién quiere servir, qué que quiere hacer de su vida. Tú también vas a decidir si quieres vivir tu vida amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, adhiriéndote a Él, o vas a tener un corazón que se resiste.

La Escritura nos habla por un lado de un corazón que se resiste a Dios y por otro lado de un corazón que se adhiere a Dios. Mi corazón se resiste a Dios cuando no quiero ver su gracia, cuando no quiero ver su obra en mi vida, cuando no quiero ver su camino sobre mi existencia. Mi corazón se adhiere a Dios, cuando en medio de mil inquietudes, vicisitudes, en medio de mil circunstancias yo voy siendo capaz de descubrir, de encontrar, de amar, de ponerme delante de Él y decirle: “aquí estoy, cuenta conmigo”.

Lc 9, 22-25

Después de la confesión de Pedro: Tú eres el Cristo el Hijo de Dios vivo; Jesús les anuncia a sus discípulos la pasión. Este anuncio de la pasión les muestra que el Mesías esperado no es un Mesías triunfante. La gloria de Cristo pasará por la Cruz.

En el anuncio de la Pasión Cristo habla de sufrir, de ser rechazado y morir para después resucitar. El sufrimiento, el rechazo y la muerte, también van a ser la condición de todo el que quiera seguir a Jesús. Y Jesús nos invita a seguirlo, no nos obliga, nos invita. Jesús dice: si alguno quiere…

Y seguir a Cristo es seguirlo por el camino que recorrió que paso por la cruz para alcanzar luego la gloria de la resurrección. Cuando cada una de nosotros llevamos esa nuestra cruz de cada día con amor y por amor a Cristo, estamos profesando nuestra profunda fe en Jesús. Cuando Cristo nos invita a seguirlo tomando nuestra cruz, nos está indicando que la vida cristiana es una vida con cruz.

Lo normal en una vida cristiana es que se encuentren anticipo de la resurrección dentro de nuestra vida diaria cargando nuestra cruz. Algunas veces puede ser que encontremos nuestra cruz en una gran dificultad, en una enfermedad grave y dolorosa, en la muerte de un ser querido. En esos casos, debemos abandonarnos en las manos de Dios, con la certeza que si Él permite nuestro dolor es para hacernos más semejantes a Él.

Si el Señor permite nuestra cruz, nos va a dar las gracias necesarias para llevarla y daremos fruto abundante. Pero lo normal, es que encontremos la cruz de cada día en las pequeñas contrariedades en nuestra familia, en el trabajo, en nuestro grupo, con nuestros vecinos… Tenemos que recibir esas contrariedades con ánimo y ofrecerlas al Señor sin quejarnos. La queja es una forma de rechazo a la cruz.

MIÉRCOLES DE CENIZA

Las Lecturas de este importante día con que la Iglesia da inicio a la Cuaresma, el Miércoles de Ceniza, nos llaman a la conversión, al arrepentimiento y a la humildad… tres cosas que hay que tener en cuenta en este tiempo especial que llamamos Cuaresma, durante el cual debemos prepararnos para la conmemoración de la Pasión y Muerte del Señor y la celebración de su Resurrección triunfante el Domingo de Pascua. 

Al empezar la cuaresma, Jesús en el Evangelio de hoy nos ofrece tres herramientas, tres actividades que son necesarias para renovar y confirmar nuestro seguimiento de Jesús, y expresar la nueva vida que Dios ha hecho nacer en nosotros: la oración, el ayuno y la limosna. Constituye un buen programa para este tiempo. Cada uno de nosotros debiera salir de esta celebración de hoy concretando la práctica de este ejercicio cuaresmal: ¿Cómo y cuándo rezaremos a este Dios estos 40 días? ¿De qué cosas ayunaré este año? ¿Qué gesto de amor haré a favor de mis hermanos, en especial de los más necesitados?

La oración ha de ocupar un lugar preferente en el tiempo de Cuaresma. Una oración permanente y fiel al momento del día que hayamos decidido elegir. Una oración que refuerce nuestros vínculos con Jesús. Una oración que sea un diálogo amoroso con el Señor que consiste en hablarle, en explicarle nuestras cosas, las necesidades de los hermanos, en escucharlo en todo aquello que Él nos dice en el evangelio y en el fondo del corazón. Una oración en la que expresemos cómo lo amamos, y en la que sintamos su amor, su entrega, al contemplarlo clavado en la cruz y glorioso una vez resucitado. Y eso tanto en su persona, como en la de todos los hombres y mujeres de nuestro mundo.

En un mundo como el nuestro, enloquecido por el consumo, la diversión, la evasión, y que nos endurece el corazón ante tanta creciente pobreza y tanto sufrimiento, necesitamos ayunar. No porque nos guste el ayuno por el ayuno, ni porque esperemos acumular muchos méritos ante Dios, sino porque el ayuno nos hace capaces de abrir los ojos y de esponjar el corazón, nos hace más libres para amar y seguir a Jesús. Ayunar de aquello que nos engorda de orgullo, de vicio, de pasiones, de ataduras con las cosas, de ser esclavos de nosotros mismos y nos priva de amar, de llenarnos de Dios y de los demás. Cada uno verá de qué cosas debe ayunar. Y sabemos que no siempre el ayuno deberá ser de comida y bebida. ¿Qué ayuno hará cada uno durante esta Cuaresma para ampliar su capacidad de amar?

La limosna, ha de ser también signo de nuestra sincera conversión cuaresmal, de la autenticidad de nuestra oración, de los frutos de nuestros ayunos. Dar y compartir nuestro dinero, las cosas, el tiempo, nuestras capacidades y cualidades, nuestra persona entera. Tener demasiado hace daño. Nos hace incapaces de andar ligero, nos esclaviza, nos distancia de los demás, nos aprieta el corazón. ¿Qué daré a los demás en esta Cuaresma? ¿Más tiempo a mi familia, mayor delicadeza a mi trato con los demás? ¿Vaciar algo mi bolsillo para llenar el de aquellos que lo tienen vacío? ¿Qué haré para ser más solidario con el mundo pobre y marginado? ¿Con qué grupos puedo colaborar o aportar mi ayuda? Aquello que ahorre con mi ayuno y privaciones cuaresmales, ¿por qué no lo entrego a los necesitados?

El gesto penitencial de la imposición de la ceniza y el acercarnos a la mesa del Señor para recibir la Eucaristía han de ser expresión ante Dios y la comunidad aquí reunida de nuestro firme compromiso de ser fieles al Señor. Han de ser, también, reconocimiento de nuestra debilidad, de nuestra condición pecadora, de nuestras ganas de renovar la vida y la necesidad que todos tenemos de la comunión con Jesús.

Martes de la VIII Semana Ordinaria

Ecles 35, 1-15

Solemos relacionar la palabra sacrificio con dolor, pena, destrucción y muerte, pero en sí la palabra sacrificio significa ante todo una acción sagrada, una relación con Dios, que es el único y supremo Santo.

Esta relación con Dios va a tener momentos expresivos públicos y rituales, hoy diríamos litúrgicos.  En tiempos del autor del Eclesiástico, estos momentos litúrgicos eran los sacrificios del Templo, las primicias, los diezmos.  Pero estas expresiones cultuales tienen que ser acompañadas, para que sean verdaderas, de una actitud interior de obediencia, de amor a Dios, que necesariamente deberá manifestarse en acciones de justicia, de servicio y de misericordia para con el prójimo.

El autor del Eclesiástico no rechaza lo litúrgico, al contrario, recomienda la generosidad en las ofrendas, el realizarlas con buena finalidad, pues no son un soborno.  Pero subraya también lo fundamental de la caridad.

Mc 10, 28-31

Hoy es Pedro quien se gloría de haberlo dejado todo. Cuando antes todos se espantaban de las palabras del Señor: quién podrá salvarse.. Tan duras les resultaban las palabras de Maestro cuando decía que ningún rico se salvaría. Ellos no eran ricos. Pero bien que entendieron las palabras de Cristo. Con mucho o con poco se es rico, esto es, todo hombre se apega a las cosas. Pedro, hablando más con el espíritu que con la carne, dice bien: “lo han dejado todo y lo siguieron”.

Jesús le responde, esperando que sus oidores entiendan también como antes el fondo de sus palabras: “recibirán el ciento por uno”. Cierto que les habla de cosas, de bienes que aumentarán. Cierto que para ello han de hacer una opción radical por Él, una opción que no es despreciar las cosas sino desapegarse de ellas para apegarse a Dios y amar en Dios esas cosas que han dejado, con un amor rectificado por la experiencia de Cristo. Es más, el que haya logrado experimentar la plenitud liberalizadora de la opción radical por Cristo, no sentirá gusto sino sólo en Dios. Y las creaturas, tan bellas como su Hacedor, serán los medios para mejor amarle y servirle.

Pero entre las cosas que se nos prometen está una poco agradable, poco comprensible: las persecuciones. Se nos prometen persecuciones como premio por el seguimiento de Cristo. ¿Quién, en efecto, está libre de las cruces de esta vida? ¿Quién en esta tierra ha vivido sin sufrir algo? Nadie. Todos somos pasto de las fieras del egoísmo de nuestros hermanos. Y sin embargo Cristo nos promete estos sufrimientos por Él. ¡Qué extraño regalo! Muy extraño. Pero extraño es para el que no ama. Es una locura sufrir por Cristo si no se le tiene. Quien lo tiene lo da todo porque lo ama. Quien sufre por alguien amado crece, se enaltece, siente que recibe más de lo que ha podido dar. Pero también sabe que esos padeceres no son eternos. Eterna será la Gloria junto a Cristo en el cielo. Y por eso lo sufre todo, se deja querer por Jesús plenamente. No tengamos miedo. Optar por Cristo siempre será la mejor empresa de nuestra vida. Hay que vivirlo para comprenderlo.

Lunes de la VIII Semana Ordinaria

Ecles 17, 20-28

Si quisiéramos resumir en una sola palabra el tema de nuestra primera lectura, sería sin duda en la de la recomendación “conviértanse”.

Conversión es una palabra que tal vez veamos como algo lejano a nuestra realidad, porque al oírla pensamos inmediatamente en una conversión básica o radical de la que tal vez no tengamos necesidad.  En tal caso se requeriría un cambiar absolutamente de dirección, como cuando vemos que vamos manejando en sentido contrario.  Pero, aunque veamos que vamos en la dirección debida, es indispensable un continuo movimiento de la manejadera para rectificar el sentido y mantenerse en el camino. La palabra “vuelve” se repitió 4 veces en esta pequeña lectura.  Sí, nuestro origen es Dios, Él es nuestra finalidad absoluta.

Hay que tener en cuenta que a inicios del siglo II antes de Cristo, cuando escribe el autor del Eclesiástico, la creencia en una vida futura aún no era clara y sólo se manifestará hasta la época de los Macabeos; por esto se destaca el argumento para la pronta conversión: “El muerto ya no alaba al Señor, pues ya no existe”. No hay proporción entre nuestra miseria, por grande que sea, y la infinita misericordia de Dios.

Mc 10, 17-27

Cuando Jesús fija la mirada en aquel joven, para nosotros hoy desconocido, mira a cada uno de los que ha llamado por el bautismo a la vida de cristianos. No mira tan sólo a los que llama a su pleno seguimiento. Llama más bien a todos aquellos que intuyen que la vida es más que diversión y pérdida de tiempo en naderías. Y es que quien entra dentro de su alma, descubre un vacío por llenar, un corazón por enardecer de amor, un ansia, un no sé qué de eterno, como ese joven, y que no estará tranquilos sino hasta llenarlo de lo único eterno: el amor de Jesucristo.

Mirando bien esta escena contemplamos que Cristo nos ve a cada uno de nosotros. Porque cada uno de los que nos decimos cristianos tenemos de una u otra forma apegado el corazón a las cosas de la tierra y nos damos cuenta que ellas no llenan nuestra alma. Añoramos a Dios. Y por eso lo buscamos hasta donde pueda estar esperándonos. Este joven lo encontró en el desierto. Y no tuvo miedo de preguntarle qué tenía que hacer. Para eso iba, para conocer el secreto de su felicidad plena. ¡Lástima que fue poco generoso! Su amor a las cosas le impidió dejar volar su alma donde lo único necesario. Y es que cuando Cristo nos pide dejarlo todo, nos pide todo; cuando nos lo pide todo, no nos deja sin nada. ¡Nos da todo porque se da a Sí Mismo Él todo!

Cristo le siguió con la mirada. Lo vio triste marcharse con su corazón roto por el egoísmo. Los ricos, los que apegamos el corazón a las cosas, tengamos mucho o tengamos nada, tengamos palacios o tengamos harapos, en fin, tengamos algo a lo que no queramos desapegarnos, no podremos hallar jamás descanso, no podremos porque optamos por las pobre creaturas y rechazamos al Creador de las creaturas. En cambio los que han conocido a Cristo de veras Dios, les da la fuerza para dejarlo todo y seguirlo incondicionalmente. ¿Conocemos que somos los más miserables si no le tenemos a Él, la fuente de nuestra verdadera riqueza?

Sábado de la VII Semana Ordinaria

Ecles 17, 1-13

El autor del libro del Eclesiástico nos ha presentado hoy el pensamiento sobre el hombre.  Lo constitutivo de su ser es su relación con Dios.  Es Dios el que causa la grandeza del hombre con sus dones.  Y el autor va enumerándolos en orden de importancia.

El hombre (Adán) tiene su origen en Dios.  Formado de la tierra (adanah), volverá a ella.  Recordemos que estamos en una etapa intermedia de la Revelación y que todavía no se habla de vida eterna.

El hombre aparece en el centro y en la cumbre de la obra creadora de Dios; en el hombre, Dios delega su poder providente que lo responsabiliza ante toda la naturaleza.

El autor menciona los dones de Dios, sobre todo las características humanas diciendo que: “les concedió la mente para que pudieran razonar”; la ciencia y la sabiduría, el discernimiento moral o la totalidad del saber, la capacidad de reconocimiento y agradecimiento, la alianza amorosa como don supremo de Dios.  Por esto exige una respuesta fiel a todos esos dones.

Mc 10, 13-16

Cuando veo a Juan Pablo II rodeado de niños, besándoles y bendiciéndoles me imagino a Jesús en la escena que hoy nos presenta San Mateo en su Evangelio.

Los niños tienen una manera especial de captar lo religioso. Incluso nos sorprende ver con qué fervor rezan o se detienen ante una imagen de la Virgen.

Es porque tienen un espíritu sencillo.

Es responsabilidad de los padres el cultivar los aspectos religiosos en los niños, igual que se les enseña a hablar o a leer. Captan muy bien lo que hacen los mayores, y si les ven rezando, yendo a Misa o explicándoles algún detalle de nuestra fe, lo asimilan con gran facilidad. Hay que aprovecharlo y no esperar a que sean adultos, porque el racionalismo propio de esa edad les impedirá acercarse a la fe.

Es fundamental la labor de los padres. Son ellos los primeros educadores. No pueden dejar esa función al colegio, ni siquiera a la catequesis de la parroquia, porque la familia es la primera escuela de la fe. ¿Cómo entenderá el amor de Dios si no ve amor en su casa? ¿O cómo será su relación con Dios Padre si su propio papá le da miedo o nunca está en casa? Jesús también quiere que los niños lo conozcan, y hay tantas maneras de hacerlo…

Viernes de la VII Semana Ordinaria

Ecles 6, 5-17

Las reflexiones que hemos escuchado hoy sobre la amistad son muy interesantes. En un mundo duro y agresivo, la amistad verdadera es un oasis muy deseable.

Tal vez por esto la palabra “amigo” se prodiga al decir con mucha facilidad: “Es mi amigo”, “es muy amigo”, “es amigo íntimo”, y con esto tal vez sólo se está aludiendo a un cierto conocimiento casual, a una cierta relación superficial, o un “cuatismo” aplicable más bien al que nos solapa nuestros vicios, o nos halaga esperando algún provecho.

Oímos cómo el autor de esta lectura comenzaba por hablar de un trato amistoso, de buena educación, características que hacen amable la convivencia social.  Pero la real, la verdadera amistad, es rara: “uno solo entre mil”. El verdadero amigo lo es en las penas y en las dificultades; tal vez son algunas experiencias amargas las que hacen decir al autor del libro: “sé precavido con tus amigos”. Y luego oímos un pequeño y precioso himno a la amistad.  Tratemos de hacerlo verdad.

Mc 10, 1-12

Si nos remontamos al momento de la creación, nos encontramos con que Dios, que es Amor, nos creó a su imagen y semejanza. Por lo tanto: no sólo nos creó por amor, sino también para el amor. Desde ese amanecer de la humanidad, Dios quiso que el hombre y la mujer fueran el uno para el otro, en comunión de personas. «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gn. 2,18). Por eso, la vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. No es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que haya podido sufrir a lo largo de los siglos.

Este amor mutuo entre los esposos es imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Así se entiende muy bien por qué el vínculo del sacramento del matrimonio es indisoluble: porque debe ser reflejo de ese amor de Dios para el hombre, el amor más fuerte y el más grande.

La dureza del corazón humano sigue siendo patente, como en tiempos de Moisés, cuando vemos que se pretende instituir otras formas de “uniones” en la sociedad, que distan mucho de lo que Dios pensó. Sin duda, el testimonio de amor de los matrimonios cristianos es lo primero que ayudará eficazmente a que el deseo de Dios se viva en todo el mundo: “dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no sean dos, sino una sola carne.”
Aquí está el reto de nuestra vida como cristianos. Luchar por mantener la unidad que Dios ha pensado para el matrimonio pues, de la unidad depende que la familia crezca y sea robusta.

Jueves de la VII Semana Ordinaria

Ecles 5, 1-10

Detenerse, tomar conciencia de los propios fracasos, saber que el fin puede llegar de un momento a otro y no vivir repitiendo que la compasión de Dios es infinita, como justificación para hacer lo que sea. Son consejos que el Libro del Eclesiástico (5,1-10) nos recuerda hoy, llamándonos a cambiar el corazón, a convertirnos al Señor.

La sabiduría es algo de todos los días, nace de la reflexión sobre la vida y de pararse a pensar cómo se ha vivido. Viene al escuchar las sugerencias, como las del Eclesiástico, que se parecen a las indicaciones de un padre a un hijo, de un abuelo al nieto. No sigas tus instintos, tu fuerza, secundando las pasiones de tu corazón. Todos tenemos pasiones. Pero está atento, domina las pasiones, tómalas de la mano. Las pasiones no son malas; son, digamos así, la “sangre” para llevar adelante tantas cosas buenas, pero si no eres capaz de dominar tus pasiones, serán ellas las que te dominen. ¡Párate, detente!

La vida pasa. Un verso dice: “Ayer pasé y vi a un hombre; hoy volví y ya no estaba”. No somos eternos, no se puede pensar en hacer lo que nos dé la gana, confiando en la misericordia infinita de Dios. No ser tan temerario, tan arriesgado de creer que te librarás. “Ah, hasta ahora me he librado, y seguiré así…”. No. Te has librado, sí, pero ahora no lo sabes… No digas: “La compasión de Dios es grande, me perdonará mis muchos pecados”, y así sigo adelante haciendo lo que quiero. No digas eso. El último consejo de este padre, de esto abuelo: “No tardes en convertirte al Señor”, no esperes a convertirte, a cambiar de vida, a perfeccionar tu vida, a arrancar la mala hierba, que todos tenemos: ¡arráncala! “No tardes en convertirte al Señor, ni lo dejes de un día para otro, porque de repente la ira del Señor se enciende, y el día del castigo perecerás”.

“No tardes en convertirte”: esa es la invitación de hoy, no dejar el cambio de nuestra vida, tocar los fallos y fracasos que todos tenemos, no asustarse nunca, ser más capaces de dominar los que nos apasiona. Hagamos este pequeño examen de conciencia cada día, para convertirnos al Señor: “Mañana procuraré que esto no vuelva a pasar”. Pasará, quizá, un poco menos, pero has logrado gobernar tú y no ser gobernado por tus pasiones, por tantas cosas que suceden, porque ninguno está seguro de cómo ni cuándo acabará su vida. Esos cinco minutos al final del día nos servirán, nos ayudarán mucho a pensar y a no retrasar el cambio del corazón y la conversión al Señor. Que el Señor nos enseñe con su sabiduría a ir por ese camino.

Mc 9, 41-50

Seguimos escuchando las enseñanzas de Jesús enfocadas a su seguimiento.

Dar un vaso de agua es un signo de hospitalidad especialmente apreciable en una tierra desértica y llena de calor.

Jesús vuelve a aludir a los pequeños y humildes, y ahora advierte, amenaza: «¡Ay de quien sea causa de que pequen!»

Con un lenguaje también extremoso, muy oriental  -evidentemente no está invitando a la mutiliación física-  Jesús pone muy claro que hay una jerarquía de valores y que el Reino tiene prioridad absoluta.

En tiempos de Jesús, la sal era el único modo de conservar los alimentos.  La sal es indispensable para dar un buen sabor a los alimentos.

«Tengan paz los unos con los otros».  No sólo la paz «pasiva» que consiste en no dañar, sino la paz de Jesús, que es construir, dar; cosa que exige, evidentemente, un serio esfuerzo.

Miércoles de la VII Semana Ordinaria

Ecles 4, 12-22

La Sabiduría se ha introducido en la creación y en la historia, y se comunica ella misma a los que se empeñan en buscarla.  Por eso el autor del Eclesiástico hace un elogio de los que se dedican a su estudio en las escuelas de los sabios.  El que ama la sabiduría ama la vida.  La fidelidad a la vida es lo que construye al hombre sabio.

El aprendizaje por medio de la búsqueda supone inquietud, angustia, sacrificio, y también tentaciones y errores.  La sabiduría integrada a la vida es una maestra dura, que no soporta ilusiones ni sentimentalismos.  Hay quien renuncia a la búsqueda y se desvía, derrotado y espantado por la misma vida, que en último término rechaza. 

Pero al que persevera con humildad, la sabiduría le revela sus secretos.  Al que no se deja enredar por sus propias mentiras y por el deseo de justificarse, sino que sabe aprender de sus propios errores, la sabiduría le saldrá al encuentro y lo llenará de paz.

Mc 9, 38-40

Un personaje predicaba en nombre de Jesús y los apóstoles se lo querían impedir. Jesús simplemente les dice que lo dejen actuar. ¿Qué había en aquella persona, de la cual no sabemos ni el nombre, ni la edad? No sabemos nada de él y, sin embargo, realizó actos buenos.

Era una persona sencilla común y corriente. Podemos comparar aquella persona con uno de nosotros. Un seglar convencido en difundir el reino de Cristo. Nosotros somos una pieza clave en la iglesia. Mas ahora en estos tiempos ser católico es luchar contra corriente, si lo queremos ser con autenticidad.

Tratamos de serlo en nuestro corazón pero también hay que serlo en el exterior compartiendo con los demás las riquezas de nuestra fe.

El Papa San Juan Pablo II dijo a los jóvenes: “No tengáis miedo”. El católico debe manifestarlo con obras. No callemos el grito interior que hay en nosotros con el silencio del que dirán. Creo que cada uno de nosotros queremos dar el fuego de nuestro interior a los demás. Queremos dar una llama que se extienda, que se disperse y llegue aquellos que no conocen a Cristo. Con nuestro leño encendido de amor a Cristo transmitido por medio de en una conversación tal vez ayudemos a que otros entren en conciencia o recapaciten y conozcan a Cristo.

Si logramos sacar una conclusión práctica y un consejo práctico será este. La fe se robustece dándola qué mejor gimnasio que en una conversación con un amigo.

Martes de la VII Semana Ordinaria

Ecles 2, 1-13

El maestro instruye a su discípulo –y ahora a nosotros – y lo llama “hijo mío”.  El maestro habla desde una experiencia humana vivida en la fe en el Señor.  Nosotros iremos leyendo cada una de las enseñanzas a la luz de Cristo, que en su Misterio Pascual lleva a culminación todo lo que era anuncio e imagen.

Las penas y dolores forman parte de la vida, pero el que tiene fe no los mira en una forma fatalista sino providencial.  Dios está allí.

Sabemos que las palabras “teme al Señor” de ninguna manera implica un miedo, pánico, que amargue, aplaste y haga temblar, sino más bien la admiración y el reconocimiento de la grandeza suprema de Dios y el acatamiento de sus mandatos.  Es, como decía el texto de hoy, esperar en la misericordia del Señor, estar junto a Él, esperar sus beneficios, “su misericordia y la felicidad eterna”.

Es la mirada experimentada de las actuaciones de Dios la que permite llegar a la conclusión de que: “El Señor es clemente y misericordioso”.

Mc 9, 30-37

Después de escuchar las palabras del maestro, hay asombro en los discípulos, hasta miedo y confusión, como dice el evangelio. Pero ellos no entendieron lo que les dijo y tuvieron miedo de preguntarle. ¿Miedo de qué? ¿De Cristo? No seguramente. Cómo temer al maestro, al amigo, al cual hasta los niños inspiraba confianza y cercanía.

No era Jesús temido, sino las palabras que había pronunciado en el camino. Esas palabras que causaron revuelo en su corazón y no las entendieron o no quisieron indagar más por miedo a la verdad. Esa verdad es la de la Cruz. “Locura para los gentiles, escándalo para los judíos”.

El Mesías tenía que padecer y sufrir a manos de los hombres y resucitar al tercer día. Con ello vendría también la cruz para los discípulos, la persecución, el derramamiento de sangre.

También Pedro tuvo miedo, cuando en Cesarea de Filipo tras afirmar la divinidad de Cristo, le persuade de no ir a Jerusalén donde morirá. El dolor es un hecho humano que toca a todo hombre, nos causa miedo. Pero si Cristo no hubiese padecido antes por nosotros el dolor, la cruz, no tendría sentido.

Gracias Señor por dar tu vida por mí, tu muerte me da vida, tu Cruz es mi resurrección a la gracia. Gracia perdida en otro árbol del paraíso lejano, y esta gracia del árbol de la cruz me abre las puertas del paraíso.

Lunes de la VII Semana Ordinaria

Ecles 1,1-10

Hoy iniciamos la lectura de este libro especial llamado Eclesiástico.  Este libro escrito originalmente en hebreo, fue traducido al griego por un nieto de Ben Sirac, como se dice en el prólogo. El Eclesiástico, que escucharemos durante dos semanas, está situado en la corriente de pensamiento llamada de la Sabiduría y la lectura de hoy nos da plenamente la clave de este pensamiento al decir: “toda sabiduría proviene del Señor y está con Él eternamente”.

La sabiduría se nos muestra como una hechura de Dios, la primera de todas sus obras. Si la inteligencia no puede agotar el conocimiento de las cosas naturales, ¿cómo podrá captar el profundidad la sabiduría de Dios?

En los libros sapienciales se presenta una personificación de la Sabiduría, que es como un albor de revelación de la sabiduría personal, el Verbo de Dios que se encarnó en Jesús, la “Sabiduría del Padre”.

Mc 9, 14-29

Al bajar de la montaña, Jesús se encuentra a sus otros discípulos discutiendo con los doctores de la ley. No han podido curar al niño y el angustiado padre acude a Jesús. Y Jesús, reprende la poca fe de la gente y de los mismos discípulos.

En la conversación con el padre del niño, se ponen de manifiesto las dudas que el hombre tenía en el poder de Jesús. Pero el Señor, lo ayuda. El Señor ayuda la fe de ese hombre que quería creer. Y el hombre le suplica al Señor: Creo, Señor, pero ayuda mi poca fe.

Esa súplica es también, muchas veces, nuestra súplica. Siempre necesitamos que nuestra fe crezca…, sea aún mayor.  Ya en la casa, Jesús les explica a sus discípulos que esa clase de demonios sólo se expulsa por la oración. Jesús nos revela que no debemos poner la confianza en nuestras propias fuerzas, sino en el poder de Dios.

Jesús dejó a sus apóstoles y a su Iglesia, el poder de sanar. Muchos santos, han ejercitado ese poder. Pero muchas veces, los esfuerzos no son tan eficaces, porque confiamos más en nosotros que en el poder de Dios, o porque nos falta fe.

Nosotros también, como los apóstoles, tenemos poca fe, creemos poco… en el poder de la oración. Si entre nosotros, la fe fuera más viva, se multiplicaría el poder curativo de los sacramentos. Cuando crece la fe, se intensifica la oración y se multiplica y florece el poder de Dios.

Hoy vamos a pedirle al Señor con humildad que ayude a nuestra poca fe, y vamos a proponernos hacer más oración y confiar en el poder infinito de la oración.