Jueves de la IV Semana del Tiempo Ordinario

Mc 6, 7-13

Descubrir a Jesús, acercarse a Él, compartir su vida, siempre tendrá una consecuencia lógica: llevar su Evangelio. Después de que Jesús ha escogido a los doce los envía con sus instrucciones muy claras: de dos en dos; para expulsar demonios; para sanar y con el corazón limpio, prácticamente sin ningún recurso.

El que vaya de dos en dos nos recuerda su sentido de comunidad. El Evangelio es para vivirse en comunidad, para compartirse, para integrarse, no para vivirlo en soledad. Pienso en estos momentos en cuantas parejas están viviendo su experiencia de verdadero amor y pueden compartir fácilmente su alegría.

Los discípulos son enviados a formar comunidad. Tendrán que expulsar demonios. Esto parecería atractivo para muchos: hacer alarde de poder y en medio de actos portentosos, gritar a Satanás que salga de los recintos. Pero es mucho más complicado que eso: la maldad se ha metido en el corazón, muchas veces en nuestro propio corazón, y de ahí es de donde tenemos que sacarlo. No se trata de exorcismos, no se trata de aspavientos, sino de una lucha seria contra toda la cultura de muerte, de egoísmo y de injusticia que se mete en nuestras vidas. Y esto es más difícil porque también nosotros hemos caído en pecado, en mentira y en injusticia.

Para predicar arrepentimiento, debemos nosotros tener conversión. La lucha no sólo es externa, sino interna y dolorosa. El camino para lograrlo es ponerse en manos de Dios, no en manos del dinero ni del poder; saberse amados por Dios como nos dice el salmo: “Recordamos, Señor, tu gran amor”. Y caminar con las manos y el corazón vacío.

La señal de que hemos expulsado el demonio del corazón se verá en el amor que tengamos a los hermanos. Por eso los apóstoles son enviados a sanar, a ungir con el aceite de la misericordia, a curar a todos los enfermos. Descubrir el rostro de Dios en Jesús que nos ama, nos impulsa a seguir sus instrucciones.

Que hoy también nosotros hagamos comunidad, sanemos corazones y expulsemos demonios.

Miércoles de la IV Semana del Tiempo Ordinario

Mc 6, 1-6

En nuestra iglesia, con frecuencia, parece cumplirse cabalmente el proverbio que hoy nos ofrece Jesús. Rehusamos aceptar a un profeta de nuestro propio pueblo, cuesta trabajo aceptar a los hermanos, aún en los más sencillos servicios.

Es difícil aceptar como ministro extraordinario de la comunión a quien conocemos de toda la vida, pues si es cierto que reconocemos sus cualidades, también conocemos sus defectos. En nuestros grupos preferimos a la religiosa o al sacerdote que a un vecino nuestro aunque esté bien preparado.

Así, imaginemos a Jesús que se ha encarnado plenamente en su pueblo, que lo conocen como hijo del carpintero y han convivido con Él todo el tiempo. Es cierto que en un primer momento causa admiración y todos se pregunta cómo es posible tanta autoridad. Les llama la atención el origen de sus palabras, la sabiduría que posee y los milagros que realiza. Pero todo esto contrasta con la familiaridad que los nazarenos creían tener con Él, dado que conocían a sus padres y hermanos. Quienes en el evangelio se describe como los hermanos de Jesús, de acuerdo como se usaba la palabra hermano en el pueblo de Israel, son sus parientes y paisanos de Nazaret.

Para los que se relacionan con Jesús, tanto en los tiempos de la primera comunidad, como para nuestra comunidad, resulta inquietante, hasta incomprensible la humanidad de Jesús: tan cercano, tan de casa, tan de la familia lo hemos sentido que podemos quedarnos sin fe, sin conocerlo y sin aceptar su amor.

Hoy tenemos que dejarnos tocar por este Jesús tan cercano y tan nuestro pero que quiere profundizar nuestra relación.

Quizás, también a nosotros nos pase que toda la vida hemos vivido en un ambiente de familiaridad con el Evangelio y ya no nos cause sorpresa y si no nos toca, y si no llega al corazón, entonces Jesús tampoco podrá hacer milagros en medio de nosotros.

Te invito a que este día, en las personas, en los acontecimientos y en el mismo Evangelio te dejes encontrar por Jesús y lo encuentres como algo novedoso, diferente, inquietante, para que también en ti haga milagros.

Jesús está cerca de ti.

La Presentación del Señor

La fiesta que hoy celebramos, cuyo sentido amplísimo y muy profundo está expresado en las lecturas que acabamos de escuchar y en las oraciones, nos debe llevar a un mejor conocimiento vital y encarnado del misterio del Señor, Hijo de Dios, su Palabra eterna, pero también hermano nuestro, carne y sangre nuestra, luz que nos ilumina.  Nos debe llevar también a salir al encuentro de este Señor que se nos presenta; condición indispensable para que actúe en nosotros su obra de salvación.

No podemos escuchar la narración de san Lucas, simplemente como la narración de un hecho histórico o una anécdota, sino como la presentación del misterio de la Salvación en toda su majestuosa amplitud, pero expresado en un cuandro de pequeñas dimensiones para que la grandeza de su contenido no nos ahuyente, para que se nos facilite su comprensión.

Tratemos de profundizar en su significado.  Pensemos en lo que para los judíos expresaba el Templo de Jerusalén, morada de Dios, lugar único de su culto, expresión gráfica, simbólica, de su grandeza y majestad únicas.  Allí Dios era adorado y venerado por su pueblo; allá tenían que ir los israelitas a expresar su pertenencia al pueblo de la Alianza.

La larga serie de acontecimientos difíciles y situaciones humildes de la historia de Israel hacían que continuamente la voz de los profetas, de parte de Dios, renovara la esperanza de una manifestación gloriosa, restauradora y reivindicadora del Señor, que estaría gloriosamente en su casa.

Había sueños de grandeza, de poder y de dominio material.

Pero la realización de esta esperanza y de las promesas de Dios se lleva a cabo de una forma no sospechada: un niño pequeñito es llevado al Templo en brazos de sus padres, gente sencilla y humilde, para cumplir la Ley del Señor.

Externamente nadie se dio cuenta de lo que allí pasaba.  Sin embargo, ese niño era el Rey de la gloria, revestido de nuestra carne mortal; era la Luz del mundo que alumbraría a las naciones, la Gloria de Israel, el Pontífice en todo idéntico a sus hermanos, compasivo y fiel, sometiéndose a la Ley antigua.

La ofrenda del Sumo y Eterno sacerdote, iniciada en el momento mismo de su concepción: «Vengo para hacer tu voluntad» (Heb 10,7), y que un día se realizará plenamente en el Calvario, hoy encuentra una expresión muy especial, al ser ofrendado por manos de María en el lugar central del culto antiguo.  Un día ese Niño, con su sacrificio único y pleno, hará obsoletos los múltiples sacrificios del Templo.

Toda esta grandeza que los ojos humanos no podían captar, Dios la quiere revelar por medio de dos ancianos piadosos.  El evangelio dice de Simeón: «En él moraba el Espíritu Santo»; el mismo Espíritu le había dado la seguridad de no morir sin ver al tan largamente esperado Mesías; el Espíritu le inspira ir al encuentro del Salvador.

Tal vez lo que él vio lo desconcertó: ¿El Mesías, Señor, Jefe, Dominador, Salvador, es este pequeñito, pobre y necesitado de todo?  La mirada de Dios superó la mirada humana, y Simeón prorrumpió en el canto de alabanza que hace un momento escuchamos.

Los dos ancianos, Simeón y Ana, pueden ser testigos, porque han recibido el testimonio mismo de Dios: “Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1Cor 2, 11).

Para reconocer a Cristo, en la Iglesia, en sus sacramentos, en los hermanos, sobre todo en los pobres y disminuidos, necesitamos absolutamente este Espíritu Santo de Dios.

Para salir al encuentro de Cristo, Luz que ilumina a todas las naciones, necesitamos limpiar nuestros ojos de  perspectivas meramente humanas y carnales.

María, la Madre de Cristo, la primera cristiana, la más fiel seguidora del Señor, es nuestro modelo hoy, ofreciendo al Padre lo que ella más ama; preludia la entrega materna total del Calvario.  Allí  va a ser  designada Madre nuestra, pero hoy ya ejerce su maternidad.

Que nuestra Eucaristía de hoy, bajo el impulso del Espíritu, sea un encuentro nuevo y más profundo con Jesús, una aceptación nueva de Jesús como luz y guía, y una ofrenda cada vez más plena y perfecta, total, de lo que somos y tenemos junto con Cristo, la ofrenda perfecta al Padre.

Lunes de la IV Semana del Tiempo Ordinario

Mc 5, 1-20

El Evangelio nos presenta a un hombre poseído por el demonio. La presencia del poder enemigo de Dios, que es el demonio, existiendo y actuando en un hombre. Pero también nos presenta la liberación de ese hombre poseído, nos hace ver la presencia de Dios en un hombre…, la acción del poder de Dios, que da la salvación. El demonio se había apoderado de aquel hombre, pero el mismo demonio confiesa, que eran muchos los espíritus malignos, que habían entrado en él y habían establecido en él su permanencia.

Y es muy cierto que el espíritu del mal es múltiple y tiene muchos nombres. Espíritus del mal son el odio, que destierra el amor; la ambición que seca el corazón humano; las riquezas mal adquiridas o mal conservadas, que son fuente en no pocas injusticias; la opresión, que destruye la caridad; la mentira, que ahuyenta el Espíritu.

El hombre de hoy no tiene menos necesidad que ese hombre del evangelio de que Jesús venga a arrojar tantos espíritus malos, que se instalan en el corazón y que se instalan como Legión. El hombre poseído por el demonio fue liberado por Jesús y en el acto aquel hombre sintió como la necesidad de proclamar que Jesús lo había curado y quiso seguir a Jesús y vivir con Él como un nuevo apóstol. Y el Señor no se lo permite. La “vocación” es obra de Dios y no de nuestra voluntad. El Señor no lo admite como apóstol. Pero le da la tarea de anunciarlo entre los suyos. Pidamos hoy al Señor que nos libere de todo lo que nos aparte de Él, y que anunciemos su mensaje de salvación a los que nos rodean.