
Hech 13, 44-52
A pesar de que todos los primeros cristianos eran judíos, ni Pablo ni otros predicadores lograron hacer conversiones en masa entre los de su propio pueblo. La finalidad de su predicación era conseguir que aceptaran lo que el propio Jesús proclama en el evangelio de hoy: que El y su Padre son uno. Jesucristo es Dios hecho hombre, que vino como salvador y como luz de nuestra vida, para conducirnos durante nuestro viaje hacia el Reino celestial de su Padre.
No debería causarnos sorpresa el poco éxito que tuvo Pablo al predicar a los judíos, puesto que, aun actualmente, el conjunto de nuestra sociedad no ha aceptado realmente a Jesucristo. Para algunos, Jesús queda relegado al papel de un hombre bueno con elevados ideales, pero que, a su juicio, no posee ningún atributo divino. Otros lo descartan rápidamente como charlatán o como el producto de la imaginación de sus seguidores. Nosotros mismos no estamos inmunizados contra las influencias hostiles que nos rodean.
Dentro de nuestra sociedad se encuentran aquellos que están dispuestos a poner su confianza en los comentadores de televisión o en los que escriben en los periódicos, que en Jesucristo. Dan mayor crédito a los consejos del psicólogo que a las enseñanzas del Evangelio. Y prefieren seguir una vida de auto-complacencia, antes que aceptar las exigencias de los discípulos de Cristo, que aceptan el sacrificio personal y los actos de generosidad. Confunden el libertinaje sexual con el amor verdadero, y los placeres, con la felicidad.
El cristianismo no es una forma dura, amarga y triste de hacer frente a la vida. Más bien, es la fuente de la verdadera y perdurable felicidad. La alegría es el eco de la vida de Dios en nosotros. Debería surgir espontáneamente la alegría dentro de nosotros, cuando hacemos el esfuerzo de seguir a Cristo por el camino que nos conduce a la vida eterna.
Jn 14, 7-14
“La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre” (Gaudium et Spes 1) El Santo Padre describe al cristiano como un hombre que camina hacia la casa del Padre. Esta meta es la que explica y rige todo su obrar.
¡Queremos ver al Padre! Con esas palabras el cristiano recorre la vida como un verdadero hijo de Dios, como hombre resucitado. De ahí nace un caminar alegre y lleno de esperanza. Bajo ese deseo los mártires pudieron soportar los más atroces tormentos. Y está claro el porqué, pues no es sólo un deseo humano noble y bueno, sino una ayuda continua del Espíritu Santo. Como dicen algunos cantos, él es la mano de Dios que cura al hijo enfermo cuando éste lo necesita, consuela al afligido, fortalece al débil y cuida al que ya avanza por la vía que conduce al cielo. Cristo, con su muerte y resurrección, nos ha donado y asegurado esta esperanza y esta asistencia. No divaguemos más en nuestro caminar. Vayamos a la oración y pidamos al Padre que nos permita vivir con el deseo de llegar a Él al final de la vida, amparados por su misericordia y guiados por su Espíritu de Amor.