Sábado de la VII Semana de Pascua

Jn 21, 20-25

Con este fragmento se da por terminado el Evangelio de San Juan. Un evangelio por el que no se puede ni se debe pasar rápidamente, es un evangelio para ser contemplado desde un corazón amante y con el deseo de abandono en las manos del Padre que en él se pone de manifiesto y al que somos llamados. Precisamente se nos habla en este texto de dos discípulos que amaron a Cristo de una forma especial y podemos decir también, de una forma exquisita. Pedro y Juan, y aunque nos puede parecer que a Pedro le llega a molestar la presencia de Juan, el mismo aprenderá que los creyentes somos seres en comunión; es decir, unidos, entrelazados unos con otros y que nuestro propio seguimiento no es posible, ni llega a plenitud, si no es relación con otros.

Leer este texto desde la experiencia pascual en la que estamos inmersos, es poder disfrutar de las primicias del Espíritu Santo que llena el corazón de los apóstoles, el corazón de la iglesia, el corazón de cada uno de nosotros los creyentes. Nos encontramos a las puertas de un nuevo Pentecostés y la llamada a la oración en común y a la unidad es inminente y para siempre. No podemos perder nunca del horizonte que solos no llegaremos a ningún sitio, estamos llamados a ser y a vivir la vida y la fe en común, en comunidad y en unidad.

Debemos saber que la unidad no es tan solo don, sino que como todo don, es también tarea, por ello debemos trabajarnos cada día por conseguir la unidad interior, unidad con Dios y unidad con los hermanos. Jesús ora por la unidad de sus amigos y a la vez, nos deja la promesa de que a través de nuestra unidad, nuestra pastoral y nuestro testimonio serán creíbles y dará fruto del ciento por uno (Jn 20,23).

Que en nuestro interior no deje de resonar el “Tú, sígueme”, y a la vez mantengamos la conciencia que otros muchos escuchan esto en su interior y tenemos que ser capaces de unidos la fe en Cristo Resucitado.  ¡Feliz Pentecostés!