Sábado de la Octava de Pascua

Hch 4, 13-21

En este sábado de la octava de Pascua leemos la narración que nos ofrece el evangelista san Marcos sobre las apariciones de Cristo resucitado a distintas personas y varios escenarios.

En estas cortas líneas que nos presenta el evangelista, se nos manifiesta una vez más la dificultad que se advierte en los discípulos para admitir la resurrección del Señor. Al mismo tiempo nos recuerda la misión evangelizadora que el Señor les confiere.

Aquella narración detallada que los otros evangelistas hacen sobre la aparición de Jesús a María Magdalena y a los discípulos que van camino de Emaús, aquí solamente se hace una breve mención. Pero se destaca la incredulidad de los Apóstoles y la misión encomendada por Jesús.

Según la lectura evangélica de hoy, Jesús abre los ojos a los discípulos respecto a la realidad de su resurrección y les encarga que vayan al mundo entero a anunciar esta gran noticia como fundamento de la fe en Cristo, Señor y Salvador.

Todo encuentro con Jesús resucitado acaba con un mandato de misión. Jesús se deja encontrar para suscitar apóstoles, perdonarles, quitarles el miedo y la cobardía, llenarlos de coraje y de evangélica intrepidez, eso se llama en el Nuevo Testamento: «parresía». Para enviarlos a todo el mundo a predicar el evangelio.

Ni un solo lugar de la tierra debe quedar a oscuras, sin oír el mensaje de salvación. No estamos solos ni desamparados en esta hermosa tarea. Él está con nosotros, trabaja con nosotros, nos anima, nos unge de fortaleza y esperanza. En su nombre seguimos echando la red, pues somos pescadores de hombres, y el mar es inmenso, profundo.

Llénanos de urgencia, Señor. El mundo aguarda impaciente tu Palabra de salvación. Danos audacia para anunciar tu evangelio sin desfallecer.

Marcos 16, 9-15

Los jefes, los ancianos, los escribas, viendo a estos hombres y la franqueza con la que hablaban, y sabiendo que era gente sin formación –quizá no sabían ni escribir–, se queda asombrados. No entendían: “Pero es algo que no podemos entender, cómo esta gente sea tan valiente, tenga esta franqueza”. Esa palabra es muy importante pues es el estilo propio de los predicadores cristianos, también en el Libro de los Hechos de los Apóstoles: franqueza, coraje. Quiere decir todo eso. Decir claramente.

 Franqueza. El coraje y la franqueza con los que los primeros apóstoles predicaban… Por ejemplo, el Libro de los Hechos está lleno de esto: dice que Pablo y Bernabé intentaban explicar a los judíos con franqueza el misterio de Jesús y predicaban el Evangelio con franqueza. Pero hay un versículo que a mí me gusta mucho en la Epístola a los Hebreos, cuando el autor nota que algo en la comunidad no está yendo bien, que se pierde, que hay un cierto bajón, que esos cristianos se están volviendo tibios. Y dice: «Acordaos de los días primeros, cuando, recién iluminados, tuvisteis que sostener una lucha grande y dolorosa. No perdáis, por tanto, vuestra confianza». “Recupérate”, recupera la franqueza, el coraje cristiano de seguir adelante. No se puede ser cristianos sin que venga esa franqueza: si no viene, no eres un buen cristiano. Si no tienes valor, si para explicar tu posición caes en ideologías o en la casuística, te falta la franqueza, te falta el estilo cristiano, la libertad de hablar, de decirlo todo. El coraje.

 Y luego, vemos que los jefes, los ancianos y los escribas son víctimas de esa franqueza, porque los arrincona: no saben qué hacer. «Notando que eran hombres sin letras ni instrucción, estaban sorprendidos. Reconocían que habían sido compañeros de Jesús pero, viendo de pie junto a ellos al hombre que había sido curado, no encontraban respuesta». En vez de aceptar la verdad como es, tenían el corazón tan cerrado que buscaron la vía diplomática, la vía del compromiso: “Asustémoslos un poco, digámosles que serán castigados, a ver si así se callan”. Ciertamente están arrinconados por la franqueza: no sabían cómo salir. Pero no se les ocurría decir: “Pero, ¿no será verdad esto?”. El corazón ya estaba cerrado, era duro: el corazón estaba corrupto. Este es uno de los dramas: la fuerza del Espíritu Santo que se manifiesta en esa franqueza de la predicación, en esa locura de la predicación, no puede entrar en los corazones corruptos. Por eso, estemos atentos: pecadores sí, corruptos jamás. Y no llegar a esa corrupción que tiene tantos modos de manifestarse.

 Pero estaban arrinconados y no sabían qué decir. Y al final encontraron un compromiso: “Amenacémosles un poco, asustémosles un poco”, les llaman y les ordenan, les invitan a no hablar en ningún momento ni enseñar en el nombre de Jesús. “Hagamos las paces: vosotros iros en paz, pero no habléis en el nombre de Jesús, no enseñéis”.  A Pedro ya lo conocemos: no era un valiente nato. Fue cobarde, negó a Jesús. ¿Pero ahora qué ha pasado? Responden: «¿Es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a él? Juzgadlo vosotros. Por nuestra parte no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído». ¿Y ese coraje de dónde le viene a este cobarde que negó al Señor? ¿Qué pasó en el corazón de este hombre? El don del Espíritu Santo: la franqueza, el coraje, es un don, una gracia que da el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Justo después de haber recibido al Espíritu Santo fueron a predicar: un poco valientes, algo nuevo para ellos. Eso es coherencia, la señal del cristiano, del auténtico cristiano: es valiente, dice toda la verdad porque es coherente.

 Y a esa coherencia nos llama el Señor en el envío; después de la síntesis que hace Marcos en el Evangelio: resucitado de mañana –una síntesis de la resurrección– «les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado». Pero con la fuerza del Espíritu Santo –es el saludo de Jesús: “Recibid el Espíritu Santo”– les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación», id con coraje, id con franqueza, no tengáis miedo. No –repito el versículo de la Carta a los Hebreos–, “no perdáis vuestra franqueza, no perdáis este don del Espíritu Santo”. La misión nace precisamente de aquí, de ese don que nos hace valientes, francos en el anuncio de la palabra.

 Que el Señor nos ayude siempre a ser así: valientes. Esto no quiere decir imprudentes: no, no. Valientes. El coraje cristiano siempre es prudente, pero es coraje.

Viernes de la Octava de Pascua

Hech 4, 1-12

En el evangelio de Juan hemos oído las preguntas que le hacían los jefes del pueblo judío a Jesús: ¿De dónde vienes?  ¿Quién eres?  Hoy oímos una pregunta a los apóstoles: «¿Con qué poder o en nombre de quién han hecho todo esto?»

Y como Jesús dio testimonio de sí mismo, ahora los discípulos dan el testimonio de Cristo muerto y resucitado, el rechazado, convertido en piedra angular.

Los apóstoles comienzan a experimentar, en seguimiento de su Maestro, la persecución, cárcel, tormentos, y luego lo seguirán también en la muerte.

El actor principal en los Hechos de los Apóstoles es el Espíritu Santo.  Hoy lo hemos visto actuando: «Pedro, lleno del Espíritu Santo, dijo…»  Es el cumplimiento de  lo que Jesús había prometido: «cuando los lleven ante los tribunales, no se preocupen… se les inspirará lo que digan»

Jn 21, 1-14

San Juan nos ha contado la tercera aparición de Jesús a sus apóstoles.  Es la única en Galilea.

Oímos la narración de la pesca milagrosa, eco de la que nos cuenta san Lucas al inicio del llamamiento apostólico.

Son siete los apóstoles que aparecen aquí, pero dos son los protagonistas: Pedro y Juan.  Y aparecen de nuevo las características psicológicas de uno y otro.  Juan tiene la mirada aguda, intuitiva del amor y descubre inmediatamente en el desconocido que caminaba en la playa a Jesús: «Es el Señor».  Pedro es el entusiasta, impaciente por encontrarlo: «se tiró al agua».

No hay ninguna pregunta, saben que es el Señor.

Pidamos hoy, el saber, como Juan, reconocer a Cristo en las múltiples formas como se nos presenta y el entusiasmo de Pedro para actuar conforme a nuestra fe.

Jueves de la Octava de Pascua

Hech 3, 11-26

Pedro se encarga de explicar a los judíos el sentido teológico del milagro que había realizado con el paralítico que pedía limosna en la puerta «Hermosa» del Templo.

Pedro presenta el contraste pascual de Jesús entregado, rechazado y muerto, y luego glorificado, resucitado, liberador y sanador.

Pedro modifica el grito de Cristo: «perdónalos porque no saben lo que hacen»,  en: «yo sé que ustedes obraron por ignorancia…» para hacer un llamado al arrepentimiento y a la adhesión a Cristo Señor.

Oigamos las palabras de Pedro como dirigidas a nosotros y respondamos vitalmente.

Lc 24, 35-48

Jesús se presenta ante sus mismos apóstoles.  Los apóstoles creen que es un fantasma.  Jesús tiene que decirle a sus apóstoles: «miren, toquen, voy a comer ante ustedes».

Jesús ilumina a los apóstoles.  Jesús cita no sólo la Ley y los Profetas, ya que era todo el A.T., sino que habla también de un libro especial: los salmos.  De hecho, en el N.T. hay unas 150 citas de los salmos, casi el mismo número que todos los demás libros.

Jesús le dice a sus apóstoles: «Ustedes son testigos de esto»,  y los lanza a que den testimonio.

Reconozcamos siempre al Señor, sobre todo en los hermanos más disminuidos, y demos un testimonio de Él, alegre, eficaz, sencillo y amoroso.

Miércoles de la Octava de Pascua

Hech 3, 1-10

«Ustedes harán cosas aún mayores»,  había dicho el Señor a sus discípulos.  Son los continuadores de su obra, actuarán con las mismas fuerzas del Señor, El se las ha comunicado, y con los mismos fines, son los continuadores de su misión.  El Señor había curado los cuerpos para manifestar la presencia del Reino y como prueba de una salvación aún más íntima y definitiva.  Es lo que hacen Pedro y Juan con el tullido.

«Te voy a dar lo que tengo…»  Lo más precioso, lo que más quiero.  Es la expresión de lo que tendría que ser la esencia del dinamismo de nuestra acción apostólica.

Pedro aparece verdaderamente como el continuador de Cristo, dice sus mismas palabras, hace los mismos gestos, sana la misma enfermedad y en el mismo lugar (Mt 21,14)

Lc 24, 13-35

Lo que experimentaron los discípulos de Emaús es lo que vivimos nosotros en cada Eucaristía; también somos lanzados a dar el mismo testimonio.

Jesús se hace el encontradizo con los discípulos, tristes y desconcertados: «Jesús se les acercó y comenzó a caminar con ellos».  Nosotros nos reunimos, invitados por Jesús, y estamos ciertos de su presencia entre nosotros: «Donde dos o más se reúnen en mi nombre, yo estoy con ellos».

«Les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a El»; y el comentario posterior de los discípulos: «¡Con razón nuestro corazón ardía…!»  Hoy Jesús nos habla a nosotros, a través de su Evangelio, de la homilía, de las lecturas.

«¡Lo reconocieron en la fracción del pan…!»  La Eucaristía es el signo principal de Cristo, por el que se construye y donde se manifiesta la comunidad de la fe en Cristo.

Los discípulos de Emaús salieron a dar testimonio de lo que habían visto y vivido, nosotros también al terminar la Eucaristía se nos lanza a dar testimonio práctico y vivo de lo que hemos celebrado.

Martes de la Octava de Pascua

Hech 2, 36-41

El final del discurso de Pedro el día de Pentecostés subraya el carácter cristológico de la fe de los primeros cristianos y las consecuencias cristológicas de esa adhesión de fe a Cristo.

1. La entrega a Jesús como Cristo y Señor, reconociendo su divinidad.

2. A través de una purificación personal, la conversión y una purificación sacramental, el bautismo, que realiza y expresa la conversión.  Así se recibirá al Espíritu Santo, que ha estado dinamizando los actos anteriores, pero que ahora lanzará a una vida nueva de testimonio.

Estas condiciones no eran sólo para la Iglesia primitiva, son las mismas condiciones para nosotros, la Iglesia de hoy.

Jn 20, 11-18

Entre los testimonios de la resurrección de Jesús, el que hemos escuchado hoy es importante.

Hay un esquema, un itinerario para reconocer a Cristo resucitado:

Primero, no se conoce a Jesús, se le cree un jardinero, un compañero de camino, un fantasma… Luego, se le reconoce por medio de gestos, de una palabra, y en seguida está el lanzamiento al testimonio.

En la escena de hoy, vemos el diálogo, primero con los ángeles y luego con el mismo Jesús, este diálogo expresa el impulso del amor adolorido.

El diálogo es mínimo, de dos palabras, pero lleno de significados: -¡María!- ¡Raboni (maestro).

«Ve a decir a mis hermanos».  No deja de ser interesante que una mujer sea enviada por Cristo a dar testimonio de la resurrección a los encargados oficiales de dar este testimonio. ¡María es apóstol de los apóstoles!

Aquí y hoy se tienen que dar los pasos del proceso.  Reconozcamos a Cristo, demos testimonio.

Lunes de la Octava de Pascua

Hch 2, 14.22-23

La lectura de hoy nos ofrece un parte del discurso de san Pedro el día de Pentecostés.  La interpretación teológica que da a lo que ocurrió aquel día tiene un núcleo central que es claramente una referencia a Cristo.  El Espíritu que ha sido dado nos introduce en la perfecta inteligencia del misterio de Jesús de Nazaret: verdadero hombre y verdadero Dios, sanador y Salvador, llevado a la muerte por los hombres pero resucitado por Dios.

De ese modo, Dios ha realizado las promesas hechas a David: en Jesús resucitado se inaugura la plenitud de los tiempos.

Los apóstoles dan testimonio del cumplimiento de las profecías.

Mt 28, 8-15

El Evangelio de hoy nos presenta una opción, una opción de todos los días, una opción humana, pero que rige desde aquel día: la opción entre la alegría, la esperanza de la resurrección de Jesús, o la nostalgia del sepulcro.

Las mujeres llevan el anunci: siempre Dios comienza con las mujeres, siempre. Abren camino. No dudan: lo saben; lo han visto, lo han tocado. También han visto el sepulcro vacío. Es verdad que los discípulos no podían creerlo y dirían: “Estas mujeres quizá sean un poco fantasiosas”, no sé, tenían sus dudas. Pero ellas estaban seguras y al final siguieron ese camino hasta el día de hoy: Jesús ha resucitado, está vivo entre nosotros. Y luego está el otro: es mejor no vivir con el sepulcro vacío. Tantos problemas nos acarreará ese sepulcro vacío. Es la decisión de esconder el hecho. Como siempre: cuando no servimos a Dios, al Señor, servimos al otro dios, al dinero. Recordemos lo que dijo Jesús: hay dos señores, el Señor Dios y el señor dinero. No se puede servir a ambos. Y para salir de esa evidencia, de esa realidad, los sacerdotes y doctores de la Ley eligieron la otra senda, la que les ofrecía el dios dinero y pagaron: pagaron el silencio, el silencio de los testigos. Uno de los guardias había confesado, recién muerto Jesús: “¡Verdaderamente este hombre era hijo de Dios!”. Estos pobrecitos no comprenden, tienen miedo, porque les va la vida… y fueron a los sacerdotes y doctores de la Ley. Y les pagaron: pagaron su silencio, y eso, queridos hermanos y hermanas, no es un soborno: eso es pura corrupción, corrupción en estado puro. Si no confiesas a Jesucristo el Señor, piensa porqué: dónde está el sello de tu sepulcro, dónde está la corrupción. Es verdad que mucha gente no confiesa a Jesús porque no lo conoce, porque no se lo hemos anunciado con coherencia, y eso es culpa nuestra. Pero cuando ante la evidencia se toma ese camino, es la senda del diablo, la senda de la corrupción. ¡Se paga y te callas!

 También hoy, ante el próximo –esperemos que sea pronto– fin de esta pandemia, tenemos la misma opción: o apostamos por la vida, por la resurrección de los pueblos, o por el dios dinero: volver al sepulcro del hambre, de la esclavitud, de las guerras, de las fábricas de armas, de los niños sin educación…, allí está el sepulcro.

 Que el Señor, en nuestra vida personal o en nuestra vida social, nos ayude siempre a elegir el anuncio: el anuncio que es horizonte siempre abierto; que nos lleve a escoger el bien de la gente. Y nunca caer en el sepulcro del dios dinero.