Lunes de la XI Semana del Tiempo Ordinario

M 5, 38-42

En la primera lectura se nos narra la historia de Nabot, de Yezrael. Desde que el mundo es mundo, el abuso de poder y los caprichos de los poderosos se pagan con la sangre y el sacrificio de los inocentes. Por otra parte, en nuestra mentalidad tal vez no se concibe que pierdas la vida por una propiedad a la que incluso te ofrecen intercambiarla sacándole buenos beneficios. Pero para un israelita la heredad de sus padres suponía la pertenencia a un clan, un derecho de ciudadanía y en muchos casos, el lugar donde reposaban los restos de los antepasados.

Nabot se niega a acceder a los deseos del rey para defender sus derechos, como lo han hecho y lo hacen tantos hermanos nuestros. Y lo más sarcástico de esta injusticia y de este pecado que se nos narra es que se hace en nombre de Dios y de su ley, proclamando un ayuno colectivo para “aplacar la ira de Dios”. Esto es algo que, por desgracia, se ha repetido y se repite también muchas veces a lo largo de la historia. 

Pero como nos dice el salmista, nuestro Dios no ama la maldad, ni el malvado es su huésped, ni el arrogante se mantiene en su presencia. Detesta a los malhechores, destruye a los mentirosos y aborrece a los sanguinarios y traicioneros. El pecado tiene sus consecuencias y siempre pasa factura.

Dios siempre nos escucha, atiende a nuestros gemidos y nos defiende del peligro. Él es nuestro verdadero Rey, que protege y defiende nuestros derechos. Él es nuestro verdadero y único Dios, que conoce nuestro corazón y nos libera del poder del pecado y de la muerte.

En el evangelio vemos a Jesús como nuestro gran Maestro, que no sólo no ha venido a abolir la Ley y los Profetas, sino que le da plenitud, la plenitud del Amor.

En este caso se trata de la ley del Talión. Una ley “justa” para evitar los excesos de venganza. Jesús nos introduce en el corazón del Padre, pues de allí salimos, y nos muestra una vez más, que la medida del amor es el amor sin medida (San Agustín). No sólo no quiere que no nos excedamos en la venganza sino que no anide en nuestro corazón ningún sentimiento malo.

Es fuerte poner la otra mejilla al que te abofetea, es más, nos parece inaudito y en la mayoría de los casos, cuando nos vemos en esas situaciones, nos vence la tentación de defendernos ante la ofensa. Pero Jesús no nos pide algo por lo que Él no haya pasado, pues ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado dándonos ejemplo para que sigamos sus huellas; ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos.

Dios es amor; amor hasta el extremo. Él nos enseñó el Mandamiento: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Amarás al prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la Ley y los Profetas. No basta sólo cumplir, no basta sólo resistir al mal, hay que vencer al mal a fuerza de bien.

Señor, que tu Espíritu de Amor venga en ayuda de nuestra debilidad para vencer las tentaciones del odio y del egoísmo. Que tu Espíritu de Amor nos haga vivir la caridad que es paciente, amable, que no lleva cuentas del mal, que aguanta sin límites y todo lo soporta. Derrama sobre nosotros tu Espíritu de Amor para que el testimonio de nuestra vida haga creíble el Evangelio.