Lc 7, 19-23.
La misión de Juan el Bautista había sido magnífica: descubrir entre quienes le seguían al Mesías; afirmar su grandeza, muy superior a la suya. Sin embargo, su idea del Mesías era algo distinta de la que mostraba Jesús. Juan creía que Jesús pronto pondría las cosas en su punto. Para lo que había que cortar el árbol seco o inútil, sin frutos, sin dilación. Entendía la misión de Jesús como la de quien impone la justicia. Una justicia justiciera. Mientras que la justicia de Jesús es llevar a todos la salvación. Que implica el perdón, la misericordia, desde el afecto. Esa salvación que, como se indica en la primera lectura, solo puede venir de Dios. Como solo la fuerza de Dios puede realizar lo que Jesús realiza cuando logra la liberación de diversos males físicos y espirituales: ceguera, enfermedades, malos espíritus…
Juan Bautista, al ver el modo de actuar de Jesús, dudó si había acertado al proclamar a Jesús como el verdadero Mesías. Su duda, se alimentaba de su prisa por ver que el mundo, el ser humano cambiaba de raíz; y percibir que no era así. Se sentía defraudado por Jesús. Algo muy duro para él. Vivía en la duda, y quiere que el mismo Jesús le resuelva. Jesús acude, no a teorías, sino a hechos: ¿qué ser humano puede hacer lo que él hace, si Dios no está con él, y tiene el poder que sólo Dios tiene?
También a nosotros nos puede defraudar Jesús, cuando, a pesar de que creemos que llevamos una vida digna, de proclamarle ante los demás, a veces jugándose la consideración social, vemos como la vida se complica: nos quedamos sin poder ante el mal que nos atropella…y Cristo no viene en nuestra ayuda. ¿Habremos apostado por confiar en alguien, que se despreocupa de nosotros? Tiene que resonar con fuerza lo que Jesús dice que digan a Juan los enviados para plantearle sus dudas sobre él: “Dichoso el que no se sienta defraudado por mí”.