Jueves de la III Semana de Adviento

Lc 7, 24-30.

Inmediatamente después que los discípulos de Juan Bautista cumplieron la misión que les había encomendado de encomendada de averiguar sobre la identidad de Jesús, el Señor invita a sus oyentes a reflexionar sobre la persona del bautista y su sobre su misión.

¿“Qué salieron a ver en el desierto”?, pregunta Jesús. ¿Una caña agitada por el viento”? No; él no es una veleta que se mueve al capricho de los hombres. El es un valiente, que con gran firmeza, habla a humildes y poderosos, condena lo que había que condenar y enderezar lo que estaba torcido, sin miedo a las represalias. Él cumplía la misión encomendada por Dios, aún a riesgo de su vida. Esa firmeza de carácter y esa lealtad a su misión, era lo que arrastraba a las multitudes al desierto.

¿“Era un hombre vestido fastuosamente”? Era un hombre del desierto, un asceta, vestido como el más pobre entre los pobres, alimentado con lo que encontraba en el campo: saltamontes y miel silvestre. El era un profeta.

El pueblo tenía a Juan por profeta y su padre Zacarías predijo que sería profeta del altísimo. Como tal, anuncia el castigo de Dios si no hay una conversión radical. Y Jesús mismo dice que es mucho más que profeta. Él es el que porta la salvación de los últimos tiempos, que prepara la venida del Señor. Él cierra la serie de los profetas y los supera a todos pues inaugura el evangelio. Vivió la tragedia de los precursores, que nunca alcanzan la meta a la que han dedicado toda su vida, como Moisés.

Aun los publicanos y prostitutas oyeron y aceptaron su mensaje, se convirtieron y bendijeron a Dios. Pero los fariseos y letrados, no lo aceptaron y frustraron el designio divino. Ellos se cerraron al plan de Dios. Pero no solamente se hicieron sordos a su predicación, sino que también lo persiguieron y lo llevaron a la muerte. Al rechazar a Juan se opondrían también a la predicación de Jesús, que correría la misma suerte de su precursor.