Viernes de la III Semana Ordinaria

Mc 4, 26-34

La sencillez de lo pequeño y con ella, la grandeza y poder de lo insignificante. Jesús elige dos elementos minúsculos, pero poderosos: semilla (no dice cuál) y grano de mostaza. Ambas por si mismas no darían fruto, quedarían inermes en el recipiente que las cobijase. Se necesita la tierra, cuanto más esponjosa y aireada, mejor. Una vez sembradas, en el silencio de la noche, crecen. Cada una con su tamaño, la semilla no da un fruto grande, pero sí abundante de granos; la mostaza, planta grande, crece en árbol frondoso, siendo su semilla minúscula.

Jesús elige elementos del campo para que le comprendiesen. Sabe adaptarse. Y la mayoría -quizá no todos- le entendían, pero eso no le preocupaba en exceso. En el versículo 33 dice el texto: “De esta forma les enseñaba Jesús el mensaje, por medio de muchas parábolas como esta y hasta donde podían comprender”. Emplea Jesús muchas veces el símbolo de la semilla, de la tierra buena o mala en la que ha de crecer. Da suma importancia al “silencio” de ese crecimiento, sin meter ruido, pero sin cejar un instante en ir madurando, abriéndose paso en la tierra, para terminar floreciendo.

Nosotros sí podemos comprender. La tierra somos cada uno de nosotros. De su calidad, cuidados, regadíos y desvelos dependerá que calladamente, en la noche, a la espera del sol de justicia, a  la espera de la Palabra vivificadora, brote en cada uno las semillas plantadas bien por el bautismo recibido (agua necesaria), bien por la catequesis/resonancia (cuidados precisos de aprendizaje), bien por la poda y limpieza que debemos hacer para que las virtudes y los valores se desarrollen (educación imprescindible), bien por la actitud ante la vida una vez que han brotado esas semillas (posicionamiento ante la vida), bien por los encuentros y relaciones con otros (clima necesario para un buen crecimiento), bien por tantas pequeñas acciones, acontecimientos vivencias, expresiones de fe y esperanza que fortalezcan la maduración hacia arriba… Un día vendrá el tiempo de la siega, de ser útiles de otra forma y en otro lugar del Reino, pero mientras tanto nos toca vivir aquí con lo que somos… hasta la madurez/unificación total del encuentro definitivo con Dios.

La Palabra de Dios, cualquier palabra bien dicha con bondad y verdad, será nuestro caldo de cultivo interior y exterior.  No olvidemos que la semilla ínfima, imperceptible, contiene una frondosidad extraordinaria, un mundo inusitado de posibilidades, de oportunidades encubiertas. Decía A. Saint-Exupéry: “El árbol es semilla, después tallo, después tronco flexible, después madera muerta. El árbol es esa fuerza que lentamente desposa el cielo”.

Estamos llamados a ser árbol frondoso, para que en él aniden, reposen, canten, muchos pájaros que nos harán compañía, que nos utilicen y luego nos olviden. Y, sobre todo, para que muchos descansen a nuestra sombra.

Es bonito esto que dicen que dijo Buda al preguntarle: “¿Cuál es la diferencia entre “me gustas” y “te amo”? Buda respondió: “Cuando te gusta una flor, la arrancas. Cuando amas una flor, la riegas todos los días. Aquel que entienda esto, entiende la Vida”.

Estoy seguro de que ustedes entienden la Vida.