Jueves de la XXV Semana Ordinaria

Eclesiatés 1, 2-11 (Coh)

La primera lectura de hoy la hemos tomado del libro de Cohélet.  Esta es una palabra hebrea que luego pasó por el griego y el latín y nos llegó como Eclesiatés.

Cohélet quiere decir, el que toma la palabra en la reunión o asamblea religiosa.

Se ha dicho que el Cohélet expresa, con un lenguaje muy práctico algunos sentimientos que siguen siendo muy actuales: el desencanto… el aburrimiento… el aparente absurdo de la vida y de la muerte…

El autor vivió hacia el siglo III A.C., en una época de brillante civilización; época, en que, igual que hoy, la gente se lanzaba a lo fácil, al confort, al lujo… Todas esas cosas que atraen, aturden, encandilan… y al fin, desencantan.

No es, pues, puramente amargura lo que expresa el Cohélet: «Todas las cosas, absolutamente todas, son vana ilusión».  Es puro realismo, es mirar lo falso de ciertas realidades para buscar las más auténticas.

Lc 9, 7-9

Estamos en la primera misión de Cristo, y su fama va creciendo.  Herodes se entera de lo que va sucediendo y, como dice el evangelio: «estaba perplejo».

Herodes se hace una pregunta que debería estar presente y ser constante en nosotros: «¿Quién será éste?»  Y esto suscita en él una situación o un estado de ánimo que igualmente debería estar presente y ser constante en nosotros: «y tenía curiosidad de ver a Jesús».

Esto en alguna manera tiene conexión con la escena de la pasión del Señor cuando Pilato lo remitió a Herodes: «Cuando Herodes vio a Jesús se alegró mucho, pues hacía largo tiempo que esperaba ver algún milagro que El hiciera».

La pregunta y el deseo de verlo, por desgracia, estaban muy lejos de la real apertura y disponibilidad  hacia la salvación; era más bien una simple curiosidad hacia un hombre y hacia unos hechos fuera de lo común.

Que nuestra pregunta ¿quién es Jesús?, y nuestro deseo de conocerlo más, sea un preludio a un don cada vez más grande del Señor.

Que con esta pregunta y este deseo celebremos hoy nuestra Eucaristía y que se pueda decir de nosotros lo que se dice de los discípulos de Emaús: «lo reconocieron en la fracción del pan».

Miércoles de la XXV Semana Ordinaria

Prov 30, 5-9

La primera lectura de hoy presenta una breve oración.  La mitad de ella es fácil de entender y de decir, y la otra mitad es muy difícil.  La breve oración dice: «No me des, Señor, pobreza ni riqueza».  Nadie quiere vivir en la pobreza; en cambio, en la riqueza…

El autor del libro de los Proverbios pide a Dios que le dé tan sólo lo necesario para vivir.  Por una justa razón las riquezas le daban miedo.  La gente muy rica piensa fácilmente que pueden ser independientes de Dios.  Cuando Jesús envió a sus discípulos a una misión les dijo que no llevaran consigo provisiones.  El Señor quería que aprendieran lo que significa la dependencia total de Dios.

El salmista le dice, orando al Señor: «Para mí valen más tus enseñanzas que miles de monedas de oro y plata».

Dios no quiere que vivamos en la absoluta indigencia, de tal manera que no sepamos de dónde nos va a venir la comida de hoy.  La voluntad de Dios no consiste en una miserable supervivencia nuestra.  Él quiere que reconozcamos que Él es la fuente de todo bien.

Lc 9, 1-6

Hoy escuchamos el discurso misionero de Jesús.  Misión significa envío.

La tarea que les encomienda es doble: de iluminación y de salvación,  pues les dice: «los envío a predicar el Reino de Dios y a curar a los enfermos».

Los doce apóstoles son enviados, pero también nosotros lo somos.

Jesús nos da los criterios básicos de toda misión evangélica.  En primer lugar, su finalidad es la liberación integral, la salvación total, individual y social, material y espiritual.  En segundo lugar, la tarea se nos encomienda a nosotros, pero la obra es de Dios.  Por eso no hay que apoyarse en los medios materiales, pues no es desde la riqueza o el poder, desde donde se predica el Evangelio.

Martes de la XXV Semana Ordinaria

Prov 21, 1-6. 10-13

Hemos escuchado los consejos de buen sentido coleccionados en el libro de los Proverbios.

Estas lecturas son como una ensalada de muchos componentes, de los que cada quien puede servirse según su gusto o necesidad.

Todos tenemos la tendencia a creernos justos, aun involuntariamente queremos «aparecer».  Especialmente el poderoso o influyente quiere hacer aparecer como lo mejor que hace; pero Dios conoce la más íntima verdad y la juzga y recompensará según su exacto mérito.  El valor más real de lo que hacemos lo da la finalidad y la intención.  Hay cosas que se pueden ocultar, pero en una forma u otra, se manifestará el mal que está en lo más íntimo del corazón.

Hay un dicho popular que dice: «a Dios rogando y con el mazo dando».  Se nos recomendó también no cerrar los oídos a la súplica del pobre; estar abierto a las necesidades de los demás nos asemeja a Dios providente y amoroso.

Lc 8, 19-21

La lectura evangélica nos puede extrañar.  Tal vez nos hubiera gustado que Jesús, al oír «tu madre y tus hermanos están allá afuera y quieren verte», se hubiera levantado y hubiera salido a recibir a su Madre y a sus parientes.  La Sabiduría eterna de Dios, que había dictado «honra a tu padre y a tu madre». Cristo hombre debía honrar a la «llena de gracia».  Pero no olvidemos que el Evangelio no es una simple biografía de Jesús, sino, como su nombre lo indica es Buena Nueva,  camino de salvación.

Jesús quiere enseñar que más allá de los lazos naturales de la sangre, respetabilísimos, por otra parte, hay una relación de alma, de apertura, de amor.

Hay también una escena parecida cuando Jesús parece desviar la alabanza que una mujer hacía de su Madre, diciendo palabras muy parecidas a las que oímos hoy: «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron».

En realidad, Cristo en las dos ocasiones, centra la grandeza de María en lo más importante.  ¿Quién mejor que María escuchó la palabra de Dios y la aceptó?  «Hágase en mí conforme me has dichos»  y la Palabra eterna de Dios se hizo carne en su seno.

Lunes de la XXV Semana Ordinaria

Prov 3, 27-34

Por tres días escucharemos el libro de los Proverbios, el primero de los libros sapienciales que vamos a ir meditando durante dos semanas.

Bajo el título de «libros sapienciales» se agrupa varios libros cuya característica es recoger las reflexiones de tipo moral y filosófico que estaban en curso en Israel y los países limítrofes.  Estas máximas de sabiduría  -que podrían también llamarse de «buen sentido»-  son un bien común de todos los pueblos.  Si se han introducido en la Biblia, libro sagrado, es debido al criterio de los «sabios» que las recogieron y recopilaron.  Estos creyeron que toda «sabiduría humana» deriva de la sabiduría de Dios, puesto que «cuando el hombre es inteligente, cuando descubre una parte de la verdad, participa de alguna manera de la inteligencia divina».

Las recomendaciones que hemos oído no tienen todavía la plenitud de luz ni las exigencias del Evangelio, pero son un camino a esa plenitud.  El «prójimo» aquí todavía es sólo la persona cercana físicamente, no es todavía cualquier persona.

El hacer el bien o el mal todavía es presentado como lo que causa el bienestar o la desgracia.

Lc 8, 16-18

Jesús se presentó a sí mismo como luz.  La luz nos hace ver las cosas, los colores, los volúmenes, las distancias.  La luz nos hace conocer, nos da seguridad.  La luz expresa el bien, la vida, el recto conocimiento.

Pero Jesús, al comunicarnos su salvación, quiere que nosotros también la propaguemos: «que así ilumine su luz a todos, para que viendo sus buenas obras glorifiquen a Dios».

Jesús habría visto muchísimas veces cómo María encendía las lámparas en casa de Nazaret, las de la vida ordinaria y las especiales para la oración.  Las luces se ponían en un lugar alto y descubierto para que proyectaran sus rayos.

Para que nosotros podamos ser luz, tenemos primero que recibir la luz del Señor, conservarla y protegerla, atesorarla no avaramente, sino para proyectarla.

Por esto escuchamos el consejo: «Fíjense, pues, si están entendiendo bien».  Igualmente se hubiera podido traducir por: «Pongan atención al modo como escuchan».  Para ser maestros de la Palabra, todos los cristianos, cada quien según nuestra propia vocación, tenemos que ser primero discípulos.

San Mateo, apóstol y evangelista

Mt 9, 9-13

La liturgia nos habla hoy de la llamada de Mateo, el publicano, elegido por Dios y constituido apóstol. Mateo era un corrupto porque, por dinero, traicionaba a su patria. Era un traidor de su pueblo: lo peor. Y alguno puede pensar que Jesús no tiene buen sentido al elegir a la gente porque, además de Mateo, eligió a muchos otros sacándolos del lugar más despreciado. Así la Samaritana y a tantos otros pecadores, y los constituyó apóstoles. Y luego, en la vida de la Iglesia, tantos cristianos, muchos santos fueron elegidos de entre lo más bajo… Esa conciencia que los cristianos deberíamos tener –de dónde fui elegido para ser cristiano– debería permanecer toda la vida, quedarse ahí y guardar la memoria de nuestros pecados, la memoria de que el Señor tuvo misericordia de mis pecados y me escogió para ser cristiano, para ser apóstol.

¿Cómo reacciona Mateo a la llamada del Señor? No se vistió de lujo, ni empezó a decir a los demás: yo soy el príncipe de los Apóstoles, y aquí mando yo. ¡No! Trabajó toda su vida por el Evangelio. Cuando el apóstol olvida sus orígenes y empieza a hacer carrera, se aleja del Señor y se convierte en funcionario; quizá haga mucho bien, pero no es apóstol. Será incapaz de trasmitir a Jesús; será especialista en planes pastorales, y tantas otras cosas; pero al final, un negociante, un negociante del Reino de Dios, porque ha olvidado de dónde fue elegido. Por eso, es importante la memoria de nuestros orígenes: esa memoria debe acompañar la vida del apóstol y de todo cristiano.

En vez de mirarse a uno mismo, tendemos a mirar a los demás, sus pecados, y a hablar mal de ellos. Una costumbre que sienta mal. Es mejor acusarse a uno mismo, y recordar de dónde el Señor nos sacó, trayéndonos hasta aquí. El Señor, cuando escoge, lo hace para algo grande. Ser cristiano es una cosa grande, hermosa. Somos nosotros los que nos alejamos y nos quedamos a mitad de camino. Nos falta la generosidad y negociamos con el Señor, pero Él nos espera.

Al ser llamado, Mateo renuncia a su amor al dinero para seguir a Jesús. E invitó a los amigos de su grupo a comer con él para celebrarlo. ¡En aquella mesa se sentaba lo peor de lo peor de la sociedad de aquel tiempo! Y Jesús está con ellos. Y los doctores de la Ley se escandalizan. Llaman a los discípulos y les dicen: “¿Cómo es posible que tu Maestro haga eso, con esta gente? ¡Se volverá impuro!”: comer con un impuro te contagiaba la impureza, y ya no eres puro. Pero Jesús toma la palabra y dice: “Id y aprended qué significa misericordia quiero y no sacrificios”. La misericordia de Dios busca a todos, perdona a todos. Solo te pide que digas: “Sí, ayúdame”. Solo eso.

A cuantos se escandalizan, Jesús responde que “no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos”, y “misericordia quiero y no sacrificios”. Entender la misericordia del Señor es un misterio; el misterio más grande, más bonito, es el corazón de Dios. Si quieres llegar precisamente al corazón de Dios, toma la senda de la misericordia, y déjate tratar con misericordia.

Viernes de la XXIV Semana Ordinaria

1 Cor 15, 12-20

Hay algunos cristianos de Corinto que no creen en la resurrección de los muertos.  Pablo reacciona muy fuertemente contra esta convicción.  Estos son sus argumentos:

«Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó».  Cristo no ha resucitado sólo como individuo, sino como la primicia, la cabeza de una innumerable multitud.

«Si Cristo no resucitó, nuestra predicación es vana».   Este es el centro del mensaje proclamado.  Esta es la función de los apóstoles, ser testigos de la resurrección de Cristo (Hech 1,22).  Si Cristo no hubiera resucitado, los apóstoles serían unos falsos testigos.

«Si Cristo no resucitó, la fe de ustedes es vana»,  es decir, no hay salvación, no hay remisión de pecados, no hay vida futura, los seres amados difuntos están definitivamente perdidos.

Y Pablo termina diciendo con absoluta convicción: «pero no es así, porque Cristo resucitó y resucitó como la primicia de todos los muertos».

Lc 8, 1-3

Se ha dicho que el evangelio de Lucas, mucho más que los otros, destaca a la mujer.

Lucas dice: «lo acompañaban los Doce»  y añade inmediatamente  «y algunas mujeres».  Los rabinos excluían a las mujeres de su círculo inmediato.  Para la oración pública se necesitaba un mínimo de diez personas, pero éstas deberían ser varones, la mujer no contaba.

El evangelio decía de estas mujeres que «habían sido libradas de espíritus malignos y curadas de varias enfermedades».  La salvación del Señor es para todo ser humano, sin exclusión de raza u otra cosa.  Sólo la fe cuenta.

Estas mujeres  -oímos citar a María Magdalena, a Juana y a Susana, pero lo oímos, había otras mujeres-  «los ayudaban con sus propios bienes».  No nos imaginamos que se haya tratado sólo de ayuda económica, sino de todo lo que la delicadeza, la intuición y la acción propia femeninas podía dar a aquellos predicadores.  Podemos imaginarnos igualmente las palabras, los testimonios, el ejemplo que sobre la Buena Nueva podían dar estas mujeres, y el influjo que podían tener, especialmente sobre otras mujeres.

A la luz de esta palabra vivamos nuestra celebración de hoy.

Jueves de la XXIV Semana Ordinaria

1 Cor 15, 1-11

El tema central de la lectura de hoy es la fe en la resurrección de Cristo.

Pablo nos dice que el Evangelio -la Buena Nueva- es, como su nombre lo indica, gozosa, alegre, totalmente actual, aplicable a nosotros hoy.  No es algo que se inventa, sino que se recibe, «les transmití… lo que yo mismo recibí».  No es algo que yo puedo cambiar a mi capricho; es salvación, es vida nueva…

«Cristo murió por nuestros pecados, fue sepultado, resucitó al tercer día», en cumplimiento de todo lo anunciado y esperado.

Aparecen los testimonios apostólicos de la resurrección, Pedro, los doce, luego más de 500 testigos.

Pablo se presenta también como testigo de la resurrección; aquí es donde su apostolado encuentra su fundamento divino.

Lc 7,36-50

Lucas nos cuenta tres veces de las invitaciones que Jesús recibió y aceptó de comer con fariseos.  Nos aparece así un Jesús totalmente abierto a todos y llevando la gracia a todos sin prejuicios.

De nuevo nos aparece el contraste entre una pecadora pública y un fariseo, uno del grupo más religioso y observante.  El fariseo queda horrorizado de ver que Jesús acepta las muestras de arrepentimiento de aquella mujer: «Si este hombre fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando…»

Jesús contrastó las actitudes tan diferentes del fariseo y de la mujer.  El fariseo no cumplió con los actos debidos a un huésped.  La mujer, en cambio, lo unge no sólo con el perfume, sino también con sus lágrimas.

El perdón provoca el amor.  El amor provoca el perdón.

Tratemos de entenderlo y de vivirlo.

Miércoles de la XXIV Semana Ordinaria

1 Cor 12, 31-13,13

La primera lectura de hoy comenzaba diciendo: «Aspiren a los dones de Dios más excelentes».  Pablo nos ha expresado la excelencia suprema de la caridad, del amor que procede de Dios y nos asemeja a El más que la profecía, la inteligencia y la ciencia, más que la fe y la simple beneficencia, más que la entrega; todo éstos sin el amor no serían nada.

Pero también aparecen sus exigencias sintetizadas en la frase: «El amor disculpa sin límites, confía sin límites, espera sin límites»,  y la conclusión: «el amor dura por siempre».  Claro que se trata del amor infinito y eterno de Dios en nosotros, no de otras realidades que nosotros llegamos a llamar «amor» aunque sean anti-amor.

«Ahora vemos como en un espejo y oscuramente»  luego «conoceremos a Dios como El me conoce a mí»

Lc 7, 31-35

Jesús dice cómo hasta los publicanos aceptaron el mensaje de conversión de Juan el Bautista que era el mensajero enviado para prepararle el camino.  En cambio Jesús fue rechazado por los fariseos y los doctores de la ley.

¿Qué reacción hubo ante el mensaje de Cristo?  También lo rechazan.

No aceptaron el mensaje de Juan, el austero predicador del desierto: «Está loco»,  dijeron.

Del humanísimo Jesús, que convive con sus paisanos, que va con los más despreciados, dicen: «es un comilón y un bebedor, que se junta con muy malas compañías».

«Sólo  aquellos que tienen la sabiduría de Dios, son quienes lo reconocen».

Pidamos esta sabiduría y reconozcamos al Señor con todas nuestras obras.

Martes de la XXIV Semana Ordinaria

1 Cor 12, 12-14. 27-31

La primera experiencia que tuvo Pablo de Cristo es determinante para todo su ministerio apostólico, «¿Por qué me persigues?», le dice el Señor.  Pablo hubiera podido decir: «yo estoy persiguiendo a unos cismáticos que están destruyendo la unidad de nuestro pueblo».  Allí Pablo capta la unidad orgánica de la Iglesia con Cristo como cabeza.

Pablo ama la comparación del cuerpo: una sola cabeza, un espíritu animador, una pluralidad de órganos, cada uno con su función distinta, cada uno sirviendo a todos los demás, cada uno recibiendo de todos los demás.

«Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo.  Hay diversidad de servicios, pero el Señor es el mismo»  «Aspiren a los dones más excelentes»,  nos decía Pablo.

Lc 7, 11-17

La resurrección del joven de Naím nos la presenta el evangelista como una situación trágica. La muerte del hijo único de una madre viuda.  Sin duda que en Jesús resonó su propia situación de hijo único de madre viuda.  La «gran muchedumbre» de que habla Lucas expresa la compasión y solidaridad de los del pueblo.

El milagro de hoy expresa el amor de Dios que se da.  El amor que devuelve la vida, que la sana, la fortalece y le da plenitud.

El comentario del pueblo fue: «Dios ha visitado a su pueblo»,  lo que es muy justo y exacto.  Cristo es la vida de Dios, que se nos da y se nos hace visible en El.  «Quien me mira, mira al Padre», dice Jesús.  «Cristo, imagen de Dios invisible».

Reconozcamos y agradezcamos en esta Eucaristía el don de Dios en Cristo.

Lunes de la XXIV Semana Ordinaria

1 Cor 11, 17-26

La lectura que acabamos de escuchar es excepcionalmente importante.  Es la narración  más antigua que tenemos de la cena del Señor.  Pablo la escribió desde Éfeso entre los años 54 y 57, más bien hacia el final de su estancia.

Los primeros cristianos celebraban la Eucaristía en el marco de una cena llamada «ágape» (amor), reunión de amor fraterno, cosa que no se estaba realizando en Corinto.  Los más favorecidos por la fortuna se colocaban aparte y se saciaban plenamente, no compartían, mientras que los pobres eran relegados y pasaban hambre.

«Ciertamente no puedo alabarlos» dice san Pablo, y a continuación presenta lo que es la Tradición totalmente fundamental: «Porque yo recibí del Señor lo mismo que les he trasmitido…».

La Eucaristía, la Cena del Señor, es el centro aglutinador y vivificante, expresador y constructor de la comunidad eclesial.

La Eucaristía es el don supremo de Cristo, pero también es compromiso vital de parte nuestra.

Lc 7, 1-10

La fe del centurión es admirable,  y es exactamente la fe que Cristo quiere de cada uno de nosotros: una fe que se expresa en obras como la de interesarse por un criado, cosa que en una sociedad muy clasista, es notable.  Los judíos intermediarios hacen notar: este oficial «quiere a nuestro pueblo y hasta nos ha construido una sinagoga».

El centurión sabía que causaba problemas de pureza legal a Jesús si El entraba en su casa, si lo tocaba; por esto manda emisarios; por esto la palabra tan clásica de la fe y la humildad: «Señor, yo no soy digno de que tú entres en mi casa… basta con que digas una sola palabra…»

Es la palabra que nosotros decimos ante la santa Eucaristía, inmediatamente antes de comulgar.  Tratemos de decirla siempre con toda intensidad.

Jesús dice: «Yo les aseguro que ni en Israel he hallado una fe tan grande».

La fe es la condición de apertura a la obra salvífica de Dios; la condición ya no es ser de tal origen, de tal edad, de tal sexo, de tal estado social.

Según lo oído en la Palabra celebremos ahora la Eucaristía.