Hech 4, 32-37; Jn 3, 11-15
En la primera lectura de hoy, vemos un hermoso ideal de la vida cristiana. La comunidad de los creyentes tenía un sólo corazón y una sola alma y todo lo poseían en común. Aquel grupo de creyentes en Jerusalén era tan pequeño, que reinaba en él un ambiente de familia. Las condiciones en las que vivían eran ideales, puesto que, a través del bautismo habían llegado a ser hijos de Dios, hermanos y hermanas entre sí. Verdaderamente formaban una familia.
Nuestras circunstancias son muy distintas. La Iglesia es ahora, verdaderamente católica, es decir, universal. Es imposible incluso conocer a todos los católicos de una parroquia. El sistema económico es complejo; tiene como base un espíritu de competencia muy elaborado, que se complica por el sistema de impuestos; todo lo cual hace que prácticamente esté fuera de nuestro control. Para algunos, ganar dinero es una manera de vivir más que un medio para sostenerse y, con frecuencia, el nivel social depende de lo que gana cada uno. En pocas palabras, nuestra sociedad es materialista. Dentro de ese contexto y en abierta oposición a los valores que defiende el Evangelio nos parece fuera de la realidad el hecho de modelar nuestras vidas de acuerdo con la de la comunidad de Jerusalén, formada por generosos cristianos dedicados totalmente a Dios y a los demás.
Hay algunos miembros de la Iglesia que hacen el intento de seguir los ideales de aquella comunidad de Jerusalén, entrando a alguna orden religiosa o haciendo voto de pobreza. Pero, por supuesto, ésa no es la vocación de todos los cristianos. De todas maneras, Dios nos ha llamado para que vivamos con un espíritu familiar, compartiendo todo sin egoísmos y con atenciones y preocupaciones mutuas. Seguramente que no debemos pasar por alto esos ideales como algo imposible de realizar en nuestro mundo actual.
En la misa tenemos un modelo ideal de la vida cristiana, así como la fuente de fortaleza para que podamos poner en práctica ese ideal. A la Misa venimos juntos como gente de fe. Gratuitamente recibimos el más precioso alimento espiritual de manos de Dios, que nos alimenta como un Padre amoroso. Este alimento espiritual, que es el cuerpo y la sangre del Hijo de Dios, nos une como un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo. Para celebrar con verdad la Misa, debemos tener un amor sin egoísmos y una preocupación constante por todos los demás.