Sábado de la II Semana de Adviento

Eclesiástico 48, 1-4.9-11.

El autor de la 1ª lectura de hoy, llamado Jesús ben Sirac, notable maestro en Jerusalén, y profundo creyente, no ve con buenos ojos que la cultura griega se vaya adueñando del pensamiento judío.

El pueblo judío posee la auténtica Sabiduría y no tiene que envidiar ninguna otra cultura.

Y si lo hace, perderá la conexión con Dios, autor de la verdadera Sabiduría.

Por eso acude a la figura del profeta Elías como símbolo del defensor de la religión de Yahvé. Con gran energía y palabra ardiente combatió la idolatría e impiedad de la sociedad de su tiempo.

El profeta Elías defendió el honor de Dios frente al culto de dioses extranjeros y condenó la infidelidad de los reyes de Israel. Fue un profeta de fuego, defendiendo la alianza del pueblo con el Señor.

San Mateo 17, 10-13

Sobre el Evangelio de hoy – Sólo en privado, a los Doce, Jesús comienza a hacer la catequesis sobre su verdadera identidad. El Hijo del hombre, es decir el Mesías, el Ungido, debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los escribas, ser asesinado y resucitar.

Éste es el camino de su liberación. Éste es el camino del Mesías, del Justo: la Pasión, la Cruz. Y a sus discípulos, Jesús les explica su identidad… Es ésta la pedagogía que Jesús utiliza para preparar los corazones de los discípulos, los corazones de la gente, para comprender este Misterio de Dios.

Es tanto el amor de Dios, es tan feo el pecado, que Él nos salva así: con esta identidad en la Cruz. No se puede comprender a Jesucristo Redentor sin la Cruz: no se lo puede comprender.

Podemos llegar a pensar que es un gran profeta, hace cosas buenas, que es un santo. Pero a Cristo Redentor sin la Cruz no se lo puede comprender.

Y los corazones de los discípulos, los corazones de las personas no estaban preparados para entenderlo. No habían entendido las Profecías, no habían entendido que, precisamente era Él, el Cordero para el sacrificio. La gente no estaba preparada.

Poco a poco, Jesús nos prepara para entenderlo bien. Nos prepara para que lo acompañemos con nuestras cruces en su camino hacia la redención.

Viernes de la II Semana de Adviento

Isaías 48, 17-19.

El pueblo de Dios no siempre se mantiene fiel a su alianza con el Señor: varía, cambia, se aleja de Dios, se arrepiente.

Por eso, encontramos en los profetas mensajes de censura y mensajes de aliento; llamadas a la conversión y promesas de éxitos. Si el pueblo se mantenía fiel a la alianza con Dios, practicando sus mandatos, disfrutaría de paz duradera y su grandeza se extendería como las arenas de la playa.

En la lectura de hoy, el profeta nos ofrece como un lamento de Dios porque su pueblo no le ha sido fiel. Por eso ha frustrado los proyectos de salvación y de bendición.

Mt 11,16-19

Jesús compara la generación de su tiempo con aquellos muchachos siempre descontentos que no saben jugar con felicidad, que rechazan siempre la invitación de los otros: si hay música, no bailan; si se canta un canto de lamento, no lloran, ninguna cosa les está bien.

Aquella gente no estaba abierta a la Palabra de Dios. Su rechazo no es al mensaje, es al mensajero. Rechazan a Juan el Bautista, que no come y no bebe pero dicen que es un endemoniado.

Rechazan a Jesús, porque dicen que es un glotón, un borracho, amigo de publicanos y pecadores. Siempre tienen un motivo para criticar al predicador.

Y ellos, la gente de aquel tiempo, preferían refugiarse en una religión más elaborada: en los preceptos morales, como aquel grupo de fariseos; en el compromiso político, como los saduceos; en la revolución social, como los zelotas; en la espiritualidad gnóstica, como los esenios. Con su sistema bien limpio, bien hecho. Pero al predicador, no.

Jesús les hace recordar: «Sus padres han hecho lo mismo con los profetas». El pueblo de Dios tiene una cierta alergia por los predicadores de la Palabra: a los profetas, los ha perseguido, los ha asesinado.

Estas personas dicen aceptar la verdad de la revelación, pero al predicador, la predicación, no. Prefieren una vida enjaulada en sus preceptos, en sus compromisos, en sus planes revolucionarios o en su espiritualidad desencarnada. Son aquellos cristianos siempre descontentos de lo que dicen los predicadores.

Estos cristianos que son cerrados, que están enjaulados, estos cristianos tristes no son libres. ¿Por qué? Porque tienen miedo de la libertad del Espíritu Santo, que viene a través de la predicación.

Y este es el escándalo de la predicación, del que hablaba San Pablo: el escándalo de la predicación que termina en el escándalo de la Cruz.

Escandaliza el hecho que Dios nos hable a través de hombres con límites, hombres pecadores: ¡escandaliza! Y escandaliza más que Dios nos hable y nos salve a través de un hombre que dice que es el Hijo de Dios y que termina como un criminal. Eso escandaliza.

Estos cristianos tristes no creen en el Espíritu Santo, no creen en aquella libertad que viene de la predicación, que te advierte, te enseña, te abofetea, también; pero que es precisamente la libertad que hace crecer a la Iglesia.

Que la venida de Cristo, la Navidad, sea un cambio de perspectiva en nuestras vidas. Como bien lo expresaba san Francisco: “no querer ser consolados, sino consolar; no querer ser comprendidos, sino comprender; no buscar ser amados, sino amar”.

Jueves de la II Semana de Adviento

Is 41, 13-20

Las palabras que por medio del profeta dirige Dios a su pueblo están llenas de cariño y ternura. Lo llama «gusanito de Jacob, oruga de Israel»; el pobre pueblo desterrado y diezmado no es casi nada, pero Dios omnipotente lo lleva de su mano, lo convertirá en instrumento de transformación y de juicio.

En medio de los grandes imperios que se sucedieron en el Medio Oriente Antiguo, apenas queda el recuerdo en la historia y las ruinas. En cambio el gusanito de Jacob, la oruga de Israel, sobrevive hasta el día de hoy.

La lectura de Isaías tiene una segunda parte que podríamos llamar «ecológica». Para los sedientos, los pobres e indigentes que no tienen agua, los que languidecen en el desierto de sus necesidades y miserias, Dios promete un paraíso regado por fuentes de agua viva, sembrado de las mejores especies de árboles conocidos en la Biblia. Nos suenan a utopía las palabras del profeta, a sueños irrealizables y consuelos imaginarios. Pero a nosotros corresponde convertir en realidad las utopías y los sueños. El amor, la justicia y el derecho, la solidaridad y el perdón que debemos testimoniar ante el mundo, lo pueden convertir en un paraíso. Porque no trabajamos nosotros, es por nuestro medio como actúa «la mano del Señor». No podemos convertir estas fiestas ya próximas en un pretexto para el despilfarro y la inconsciencia; han de revivir en nosotros la fe y el compromiso de hacer realidad las palabras de Dios.

Mt 11,11-15

Las palabras de Isaías en la primera lectura son como un bálsamo en el corazón porque anima a su pueblo a levantarse de su postración: “Yo, el Señor, tu Dios, te tomo por la diestra y te digo: No temas, yo mismo te auxilio. No temas, gusanillo de Jacob, oruga de Israel, yo mismo te auxilio” Son palabras tiernas que intentan alentar y fortalecer a un pueblo que desfallece en el destierro y está a punto de sucumbir a la tentación del desaliento.

Pequeños como un gusanillo, insignificante como una oruga, así han hecho sentir al pueblo de Israel las agresiones y el hambre, las humillaciones y los fracasos.  Pero el profeta lo invita a sentirse tomado por la diestra del Señor. Y lanza al pueblo de Israel a una misión que tiene los objetivos claros de destruir toda maldad.  Son palabras dirigidas también a nosotros que en medio de nuestras angustias y debilidades buscamos nuevos caminos de salvación y nos enfrentamos a las nuevas dificultades que otros enemigos, muy distintos de los de aquellos tiempos se nos presentan.

Pero por más pequeños que nos sintamos, por insignificantes que nos consideremos, debemos reconocernos en la mano del Señor, debemos escuchar las dulces palabras de aliento que nos ofrece el Señor, debemos meditar en nuestro corazón la melodía de amor y de fortaleza que nos da Dios.

Tiempo de Adviento es tiempo de reconocerse necesitado y hambriento de Dios; es sentirse acurrucado a su regazo y protegido de todos los males, es descubrir, como nos dice el Salmo Responsorial, al “Señor que es bueno con todos” y cuyo amor se extiende a todas las criaturas.

Pero esta sensación de seguridad y de ayuda, de ninguna manera nos llevará a falsas ilusiones de proteccionismo o pasividad.  Todo lo contrario, ya el mismo Señor nos dice que el Reino de los Cielos exige esfuerzo y que sólo los esforzados lo alcanzarán. Como Juan el Bautista y los profetas que lo anunciaron.

Juan el Bautista, el mayor de los profetas nos urge con su presencia y con sus palabras para descubrir esa misericordia y grandeza de Dios en el Mesías que está por llegar.

Ser cristiano y hacer que la vida cristiana sea una realidad no es algo que sucede por arte de magia, sino que exige de la cooperación de cada uno de nosotros. Es necesario por ello estar convencidos de que verdaderamente vale la pena ser cristiano. Si no estamos completamente convencidos de que la vida en el Reino, que la vida cristiana es la mejor opción y oportunidad que tiene el hombre para ser feliz y alcanzar la plenitud y su realización, será muy difícil que el Reino se haga una realidad.

¿Qué siente tu corazón al escuchar las palabras de Isaías? ¿Cómo te acercas a este Dios que es tu protección y tu vida?

Martes de la II Semana de Adviento

Isaías 40, 1-11.

La primera lectura comienza con un anuncio de esperanza. «Consolad, consolad a mi pueblo –dice vuestro Dios–; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen». El Señor nos consuela siempre con tal de que nos dejemos consolar. Dios corrige con el consuelo, pero ¿cómo? «Como un pastor que apacienta el rebaño, reúne con su brazo los corderos y los lleva sobre el pecho; cuida él mismo a las ovejas que crían». ¡Eso es ternura! ¿Cómo consuela el Señor? Con ternura. ¿Cómo corrige el Señor? Con ternura. ¿Cómo castiga el Señor? Con ternura. ¿Te imaginas en el pecho del Señor, después de haber pecado? El Señor conduce, el Señor guía a su pueblo, el Señor corrige; incluso, diría yo, el Señor castiga con ternura. La ternura de Dios, las caricias de Dios. No es una actitud didáctica o diplomático de Dios: le sale de dentro, es la alegría que tiene cuando un pecador se acerca. Y la alegría lo hace tierno.

 Recordad la parábola de hijo pródigo, con el padre que ve de lejos al hijo, porque lo esperaba, subía a la terraza para ver si el hijo regresaba. Corazón de padre. Y cuando llega y empieza aquel discurso de arrepentimiento, le tapa la boca y hace una fiesta. La tierna cercanía del Señor.

En el Evangelio (Mt 18,12-14) vuelve el pastor, aquel que tiene cien ovejas y pierde una. «¿No deja las noventa y nueve en los montes y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, en verdad os digo que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado». Esa es la alegría del Señor ante el pecador, ante nosotros cuando nos dejamos perdonar, nos acercamos a Él para que nos perdone. Una alegría que se hace ternura, y esa ternura nos consuela.

 Tantas veces nos lamentamos de las dificultades que tenemos: el diablo quiere que caigamos en el espíritu de tristeza, amargados de la vida o de los propios pecados. Conocí a una persona consagrada a Dio a la que llamábamos ‘Quejica’, porque no hacía otra cosa que quejarse, era el premio Nobel de las quejas. Cuántas veces nos quejamos, nos lamentamos y muchas veces pensamos que nuestros pecados, nuestras limitaciones no pueden ser perdonados. Y ahí, la voz del Señor viene y dice: “Yo te consuelo, estoy cerca de ti”, y nos toma con ternura. El Dios poderoso que ha creado el cielo y la tierra, el Dios-héroe, por decirlo así, hermano nuestro, que se dejó llevar a la cruz a morir por nosotros, es capaz de acariciarnos y decir: “No llores”.

 Con cuánta ternura acariciaría el Señor a la viuda de Naím cuando le dijo: “No llores”. Quizá, delante del ataúd del hijo, la acarició antes de decirle “no llores”. Porque aquello era un desastre. Debemos creer en este consuelo del Señor, porque después está la gracia del perdón. “Padre, yo tengo tantos pecados, he hecho tantos errores en mi vida” –“Pues déjate consolar” –“Pero, ¿quién me consuela?” –“El Señor” –“¿Y adónde debo ir?” –“A pedir perdón: ¡ve, ve! Sé valiente. Abre la puerta. Y Él te acariciará”. Él se acercará con la ternura de un padre, de un hermano: como un pastor apacienta el rebaño y con su brazo lo reúne, lleva los corderillos sobre su pecho y conduce dulcemente a las ovejas que crían, así nos consuela el Señor

Mateo 18, 12-14

Una de las cosas que siempre llaman la atención en la Sagrada Escritura es la continua preocupación de Dios por la salvación de todos los hombres, y de manera particular, como lo vemos hoy, por aquellos que se han alejado o se encuentran perdidos.

El tiempo del Adviento se presenta siempre como una nueva oportunidad que Dios nos brinda para acercarnos a él. Es el tiempo que recordamos, como nos lo dice san Pablo, que Dios no tuvo como bien el permanecer en su cielo, sino que se hizo uno de nosotros, se encarnó para rescatarnos. Jesús vino desde el cielo para que todos los que estábamos en la oscuridad viéramos la luz.

Es ahora también nuestra oportunidad de ayudar en esta acción de «rescate» de aquellos que aún no conocen o que conociendo no aman a Dios. Tu y yo, con nuestro testimonio lo podemos hacer, pero podemos, sobre todo en este tiempo, en lugar de hablar tanto de posadas y fiestas, aprovechar para hablar del misterio por medio del cual nos rescata y nos reintegra a su rebaño.

La Navidad, entonces no es solo una fiesta, sino un momento profundo encuentro con Dios. Adereza tus conversaciones con el tema de la Navidad, háblales a tus amigos de cómo Dios se hizo hombre para que tuviéramos vida y la tuviéramos en abundancia.

Sábado de la I Semana de Adviento

Isaías 30,19-21.23-26: San Mateo 9,35—10,1.6-8

El pasaje de este día está compuesto de tres párrafos que buscan manifestar la actividad de Jesús y el modo cómo hace presente y actuante el Reino de los Cielos.

Se inicia con un pequeño resumen que nos indica las tres principales actividades de Jesús: enseñar, proclamar el Reino y curar de enfermedades y dolencias. Tres aspectos básicos para quien quiere encontrarse con el Señor: abrir atentamente los oídos y el corazón para escuchar sus enseñanzas; contagiarse del entusiasmo de Jesús para hacer presente y actuante  el Reino en el día de hoy; y dejarse curar: abrir las heridas que llevamos en el corazón y permitir que nos implante un corazón nuevo, un corazón de carne, y dejar a un lado para siempre el corazón de piedra.

El segundo párrafo nos hace penetrar en las razones por las que actúa Jesús: “se compadecía de las multitudes”. “Misericordia”, “Compadecerse”, como lo recordamos muchas veces este año, no es tener lástima a nuestros estilo que solamente ofrecemos una limosna para quitarnos de encima al necesitado.

Compadecerse es poner el corazón junto al que está padeciendo y es lo que ha hecho Jesús: encarnarse para estar cerca del que está sufriendo y tiene dolor. Esto nos da un gran consuelo pues Jesús ha puesto su corazón junto al nuestro y lo puede sanar, pero también nos da una gran enseñanza pues esa misma actitud debemos tener frente al hermano que está sufriendo.

El párrafo final nos expresa una necesidad y una misión. Hay mucha cosecha y pocos trabajadores y por eso escuchamos el mandato de Jesús que envía a sus discípulos a realizar la misma misión que Él está realizando. Y por eso también nos manda a cada uno de nosotros en este mundo que vaga como oveja sin pastor, para que proclamemos su mensaje, para que difundamos sus enseñanzas, pero sobre todo para que también nosotros acerquemos nuestro corazón a los hermanos que sufren.

Es muy clara y muy ambiciosa la tarea: proclamar la cercanía del Reino, es decir, manifestar a todos y cada uno que Dios los ama. Y como fruto de ese amor, curar enfermos, resucitar muertos y expulsar demonios. Acciones todas gratuitas de parte de Dios, acciones todas que también nosotros debemos llevar con alegría y generosidad.

Viernes de la I Semana de Adviento

Is 29, 17-24

Si tuviéramos que ser privados de una de nuestras facultades humanas, me imagino que lo último que querríamos perder sería la vista.  La perspectiva de no ver ya nunca a las personas que amamos, la belleza de un día de primavera, las películas de la televisión…, es realmente aterradora.  Cerrando los ojos, quizá podemos imaginar lo que significa estar totalmente ciego…, pero ya sabemos que nos basta abrir nuevamente los ojos para ver.

Por eso, las Sagradas Escrituras presentan con frecuencia el pecado como una ceguera, y la redención como el hecho de ver.  En este contexto, escribe Isaías: “Los ojos de los ciegos verán sin tinieblas ni oscuridad”.  Gracias a la venida de Jesús vivimos en la época de la redención.  En el bautismo se nos abrieron los ojos para que pudiéramos ver al Señor, por medio de la fe.  Pero, ¿mantenemos abiertos los ojos?

Dios está presente ante nuestros ojos para que lo veamos, especialmente en las personas.  La alegría del Señor está en la sonrisa de un pequeñito; su aceptación de nosotros, en el cariño de un niño; su entusiasmo, en la energía de un adolescente; su fuerza, en el vigor de un atleta; su belleza, en la hermosura de una joven; su preocupación, en los cuidados de los padres; su sabiduría, en la prudencia de los ancianos.  Toda persona humana tiene dentro de sí algo de la bondad de Dios.  ¡Qué vergüenza sería cerrar nuestros ojos a la presencia de Dios, vivir en la oscuridad y en las tinieblas, cuando lo único que tenemos que hacer es abrir los ojos de la fe para verlo!

Mt 9, 27-31

La gente de hoy vive angustiada porque no ha sabido distinguir los límites de su acción. No sabe dejar a Dios actuar. Y esto se debe, principalmente, a una gran falta de fe.

Los textos de este día nos conducen a la luz y el Salmo nos hace exclamar con anhelo y con entusiasmo: “El Señor es mi luz y mi salvación”. Todos los textos hablan de la necesidad de esa luz y, en el sentido opuesto, de la oscuridad que causa la ceguera. Desde Isaías que en sus anuncios proféticos alienta al pueblo anunciando que “en aquel día se abrirán los ojos de los ciegos y verán sin tinieblas ni oscuridad”, hasta el texto evangélico donde Jesús se deja enternecer por el grito de los dos ciegos que al lado del camino claman: “¡Hijo de David, compadécete de nosotros!”. Este texto nos sitúa claramente en un contexto de fe.

Para poder ver, para descubrir la luz, se necesita la fe. Cuando el Papa Benedicto preocupado por la oscuridad y el sin sentido de nuestras generaciones, proclamaba un año de la fe, pero de una fe viva, una fe comprometida, una fe explícita, nos proponía: “Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas”

Frente a este mundo sin sentido nos propone “La puerta de la fe”, que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, y que está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Muy claramente lo descubrimos en el texto evangélico. Jesús nos enseña que no basta pedir, se necesita hacerlo con fe, creer de verdad que Jesús pueda dar luz, salvación y vida.

Que estos días de Adviento nos acerquemos a Jesús, escuchemos su Palabra y la pongamos firmemente en nuestro corazón. 

Jueves de la I Semana de Adviento

Isaías 26, 1-6.

El profeta está viendo la «liberación» del pueblo y vislumbra la vida dichosa que se realizará en la ciudad santa porque «Dios está con ellos». Será un pueblo justo que conservará la paz porque vivirá en lealtad con Dios.

El profeta Isaías ofrece un himno de acción de gracias a Dios porque ha invertido la situación del pueblo: ha derribado la ciudad encumbrada y soberbia y ha exaltado a los pobres y humildes. El Señor ha favorecido a los que confiaban en Él, de ahí su firmeza y su fuerza.

En la lucha entre los que se oponen al establecimiento del reino mesiánico («ciudad soberbia») y los pobres que lo esperan y lo anhelan vencerán éstos, el pueblo justo, porque Dios les envía al salvador. Así, los pies de los pobres se sobrepondrán a los opresores.

Las promesas del Señor se cumplirán: los enemigos serán derrotados y reinará una paz perfecta por la fidelidad de los humildes.

La ciudad pagana, que ha confiado en «sus murallas», yace ahora en montón de ruinas.

La ciudad de Dios se levantará fuerte e invencible, protegiendo a los que viven dentro de su lealtad a Dios y su esperanza en el «ungido» del Señor. No necesita murallas.

Mt 7,21.24-27

Cuando escucho estas palabras de Jesús, vienen a mi mente las imágenes de personas que parecían llenas de éxito cuando la vida les sonreía, sin embargo, en un momento de su vida aparecieron los problemas, las enfermedades y los fracasos comerciales, y todo se derrumbó.  Aquello que parecía tan sólido quedó hecho polvo.  Las seguridades que pretendían tener eran aparentes y su éxito solo radicaba en cosas materiales.

Jesús en este día nos presenta opciones muy diversas y propuestas de éxito muy diferentes.  El éxito o el fracaso se encontrarán en la medida que escuchemos sus palabras, las dejemos penetrar en nuestro corazón y las llevemos a la práctica.  Y atención, no se trata de que hagamos bellas predicaciones, ni siquiera que entonemos bellas oraciones, Cristo basa la verdadera felicidad y el verdadero éxito en la práctica de su Palabra.

Ya Isaías, en la primera lectura, hacia una comparación entre la ciudad fuerte, bien cimentada que confía en el Señor, que busca la justicia y la otra ciudad que se eleva orgullosa y altiva que la reduce al polvo para que la pisen los pies de los humildes.

Es tiempo de Adviento y es tiempo de revisión y de conversión; es tiempo de reconocer en dónde están nuestros cimientos.  ¿No es cierto que muchas de nuestras tristezas y desengaños van de la mano con ambiciones terrenas y egoístas? ¿No es cierto que nos preocupamos más del qué dirán que de lo que hay en nuestro interior?

En el tiempo del Adviento busquemos espacios para escuchar la Palabra de Dios en el silencio y el recogimiento.  Demos tiempo y espacio a Dios y escuchemos lo que quiere de nosotros y después enderecemos nuestros caminos, hagamos rectas nuestras sendas y esperemos la llegada de Jesús.

Este tiempo se presta tanto para el silencio y la reflexión, como para las superficialidades y el derroche.  Es triste que Navidad pase como un tiempo de fiestas y comidas de empresas, y que no demos tiempo ni espacio para acoger a la Palabra que se ha hecho carne.

Dios ha pronunciado su Palabra con tanto amor que se hace tierno Niño acurrucado entre pañales.  Pero para que esta Palabra anide en nuestro corazón necesitamos abrirnos a ella, acogerla y hacerla vida concreta, tangible y real. 

El hombre, la sociedad, la civilización, que se funda en la Palabra de Jesús no perecerá nunca porque está basada en valores firmes e imperecederos.  Jesús es la roca perpetua, como dice Isaías. Y por la fe en Cristo-Jesús nos hacemos firmes e invencibles, a pesar de los vientos contrarios que soplen sobre nuestras vidas.

Para ello es preciso acoger la Palabra de Jesús con fe y practicarla con decisión y alegría. Preparemos así nuestra Navidad.

Miércoles de la I Semana de Adviento

Isaías 25, 6-l0a.

Después de la confrontación habida entre las fuerzas del bien y del mal (narrado en el capítulo anterior de Isaías), se nos anuncia la victoria del bien, la victoria de Dios.

Esa victoria es celebrada con un banquete para todos los pueblos. El banquete es símbolo de alegría y de vida. Por eso se celebra alegremente el triunfo definitivo de la vida; porque Dios ha intervenido trayendo la salvación y destruyendo todos los signos de llanto y de duelo.

Los alimentos reservados para la divinidad se comparten entre todos los hombres. Desde ese momento, en el que se comparte la cercanía de Dios, la esperanza se convierte en alegría y júbilo.

En el Reino anunciado por los profetas, a los pobres se les hará justicia y los hambrientos serán saciados.

Mt 15,29-37

El Evangelio de san Mateo que acabamos de oír recoge una esperanzadora profecía de Isaías donde el Señor promete un festín de manjares suculentos y arrancar todo aquello que oscurece a las naciones y enjugar las lágrimas de todos los rostros.  Son los sueños largamente alimentados por un pueblo que ahora los ha hecho realidades Jesús, que se compadece de su pueblo, les impone las manos a sus enfermos, ayuda a caminar a los lisiados, da vista a los ciegos y pan a los que tienen hambre.

A orillas del lago de Galilea, Jesús realiza todos estos prodigios y fortalece la esperanza de su pueblo.  Son las señales de que el Mesías ha llegado, pero no solamente en aquellos tiempos, el camino del Adviento nos lleva también a nosotros a ser realidad esta señales de que el Reino ha llegado, pues Jesús nos anima a sentir la responsabilidad de ofrecer alternativas de vida a quien está sufriendo.

Una mano que levanta, una luz que muestra el camino y un pan compartido son los milagros que pueden despertar esperanza en un pueblo que está adolorido y pierde esa esperanza.

El grito del Adviento “Ven, Señor y no tardes, ilumina los secretos de las tinieblas y manifiéstate a las naciones”, se hace presente en las señales que el cristiano ofrece a su hermano lastimado.

La oración y la súplica por la presencia del Señor, se transforman en solidaridad frente a las urgentes llamadas de ayuda de quienes se ha quedado sin pan y sin ilusión.

Adviento es preparar el camino del Señor, pero el camino se prepara caminando, enderezando, rellenando, allanando y compartiendo.

Adviento es mirar a Cristo que llega para sostener nuestros sueños, pero al mismo tiempo es hacerlo presente en nuestras mesas compartidas y en nuestras respuestas al llamado de quienes sufren a nuestro lado.

Que hoy, con nuestra oración, con nuestra súplica, con nuestras obras gritemos fuerte “Ven, Señor Jesús”.

Martes de la I Semana de Adviento

Isaías 11, 1-l0

La liturgia de hoy habla de las cosas pequeñas, habla de lo que es pequeño: podemos decir que hoy es “la jornada de lo pequeño”. En la primera lectura (Is 11,1-10), Isaías anuncia: “Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre él se posará el Espíritu del Señor”. La Palabra de Dios hace el elogio de lo pequeño, y hace una promesa, la promesa de un renuevo que brotará. ¿Y qué es más pequeño que un retoño? Sin embargo, “sobre él se posará el Espíritu del Señor”. La redención, la revelación, la presencia de Dios en el mundo comienza así y siempre es así. La revelación de Dios se hace en la pequeñez. Pequeñez, ya sea humildad u otras cosas, pero en la pequeñez. Los grandes se presentan poderosos: pensemos en la tentación de Jesús en el desierto, como Satanás se presenta poderoso, dueño de todo el mundo: “Yo te doy todo si tú…”. En cambio, las cosas de Dios comienzan germinando de una semilla, pequeñas. Y Jesús habla de esa pequeñez también en el Evangelio (Lc 10,21-24).

 Jesús goza y agradece al Padre porque se ha revelado no a los poderosos, sino a los pequeños. En Navidad iremos todos al pesebre donde esta la pequeñez de Dios. En una comunidad cristiana donde los fieles, los sacerdotes, los obispos, no toman esa senda de la pequeñez, falta futuro, colapsará. Lo hemos visto en los grandes proyectos de la historia: cristianos que intentaban imponerse por la fuerza, la grandeza, las conquistas… Pero el Reino de Dios germina en lo pequeño, siempre en lo pequeño, la pequeña semilla, la semilla de la vida. Pero la semilla sola no puede. Hay otra cosa que ayuda y da la fuerza: “Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor”.

 El Espíritu elige lo pequeño, siempre, porque no puede entrar en lo grande, en lo soberbio, en lo autosuficiente. Es en el corazón pequeño donde tiene lugar la revelación del Señor. Por ejemplo, los teólogos no son los que saben mucha teología; esos se podrían llamar “enciclopedistas” de la teología: saben todo, pero son incapaces de hacer teología, porque la teología se hace de rodillas, haciéndose pequeño. Y si el verdadero pastor, sea sacerdote, obispo, papa, cardenal o lo que sea, no se hace pequeño, no es un pastor. Más bien sería un feje de oficina. Y eso vale para todos: desde el que tiene una función que parece más importante en la Iglesia, hasta la pobre viejecita que hace obras de caridad a escondidas.

 Podría surgir una duda: que la senda de la pequeñez lleve a la pusilanimidad, a encerrarse en uno mismo, al miedo. Al contrario, la pequeñez es grande, es capacidad de arriesgarse porque no tiene nada que perder. Precisamente la pequeñez nos lleva a la magnanimidad, porque nos hace capaces de ir más allá de nosotros mismos sabiendo que la grandeza la da Dios. En la Suma teológica Santo Tomás explica cómo debe comportarse, ante los desafíos del mundo, un cristiano que se siente pequeño, para no vivir como cobarde. Viene a decir, en síntesis: “No asustarse de las cosas grandes –hoy nos lo demuestra también San Francisco José María–, seguir adelante; pero al mismo tiempo, tener en cuenta las cosas más pequeñas, eso es divino”. Un cristiano parte siempre de la pequeñez. Si yo en mi oración me siento pequeño, con mis límites, mis pecados, como aquel publicano que rezaba desde el fondo de la iglesia, avergonzado: “Ten piedad de mí que soy pecador”, irás adelante. Pero si te crees un buen cristiano, rezarás como aquel fariseo que no salió justificado: “Te doy gracias, Dios, porque soy grande”. No, agradecemos a Dios porque somos pequeños.

 A mí me gusta mucho administrar el Sacramento de la Confesión y sobre todo confesar niños. Sus confesiones son bellísimas, porque cuentan los hechos concretos: “He dicho esta palabra”, por ejemplo, y te la repite. La concreción de lo que es pequeño. “Señor, soy pecador porque hago esto, esto, esto, esto… Esa es mi miseria, mi pequeñez. Pero envía tu Espíritu para que yo no tenga miedo de las cosas grandes, no tenga miedo de que tu hagas cosas grandes en mi vida”.

Lucas 10, 21-24

En la primera lectura de este día hemos leído un fragmento del profeta Isaías, ¿estará soñando Isaías?  Nos presenta un mundo idílico donde conviven entre sí los animales, donde los perores enemigos se reconcilian y donde un niño se convierte en domador de fieras.  Fantasea con campos llenos de fertilidad y árboles que ofrecen generosos frutos.

Tanto Isaías como Jesús tienen una forma rara de mirar el mundo, una forma que nos causa sorpresa y que juzgamos idealista y utópica.  No son Isaías ni Jesús los que están equivocados, somos nosotros los que no vemos con realidad nuestro mundo porque estamos miopes con gafas de sabiduría humana, de felicidad artificial y de dignidad basada en las posesiones.  Todo esto denigra a la persona, la esclaviza y la hace inútil.

Por eso Dios ha escondido y ha ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las ha revelado a los pequeños.

¿Qué es lo que Dios ha revelado y ocultado? Los misterios de su Reino, el afirmarse del señorío divino en Jesús y la victoria sobre Satanás.

Dios ha escondido todo a aquellos que están demasiado llenos de sí mismos y pretenden saberlo ya todo. Están cegados por su propia presunción y no dejan espacio a Dios.

Uno puede pensar fácilmente en algunos de los contemporáneos de Jesús, que Él mismo amonestó en varias ocasiones, pero se trata de un peligro que siempre ha existido, y que nos afecta también a nosotros.

En cambio, los «pequeños» son los humildes, los sencillos, los pobres, los marginados, los sin voz, los que están cansados y oprimidos, a los que Jesús ha llamado «benditos».

Jesús, al ver el éxito de la misión de sus discípulos y por tanto su alegría, se regocija en el Espíritu Santo y se dirige a su Padre en oración. En ambos casos, se trata de una alegría por la salvación que se realiza, porque el amor con el que el Padre ama al Hijo llega hasta nosotros, y por obra del Espíritu Santo, nos envuelve, nos hace entrar en la vida de la Trinidad.

El Padre es la fuente de la alegría. El Hijo es su manifestación, y el Espíritu Santo, el animador. Inmediatamente después de alabar al Padre, Jesús nos invita:

«Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera».

La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría.

Adviento es la novedad del anuncio que llega luminoso y despierta nuevos sentimientos en el corazón, pero para esto necesitamos tener el corazón limpio, sencillo, dispuesto a la esperanza y al cambio. ¿Abriremos nuestro corazón al Señor en este adviento? 

Sábado de la XXXIV Semana Ordinaria

Lucas 21, 34-36

En nuestras vidas hay “sorpresas” que en realidad no lo son tanto. No debería sorprendernos que llegue así la cuenta mensual del teléfono, si hemos estado haciendo largas llamadas al exterior. Para quien se dedica a los estudios y no se ha dedicado responsablemente a ellos, es lógico que al llegar al examen “le sorprenda” lo difícil que es. ¡Era de esperar! Nosotros mismos preparamos y fraguamos estas sorpresas, que pueden resultar desagradables o negativas.

Pero sucede lo mismo en sentido positivo. Quien cumple su trabajo con profesionalidad, es emprendedor y tiene iniciativa, está “preparándose” una buena sorpresa, que puede ser un ascenso de puesto, más prestaciones, etc. De nosotros depende, entonces, que muchas situaciones del futuro sean buenas o malas.

Por eso, el Señor nos recomienda vigilar y orar; estar activos, construyendo nuestras vidas. Vigilar y orar para descubrir si estamos aprovechando al máximo el tiempo presente, ¡no vaya a ser que nos estemos preparando una sorpresa desagradable para el futuro!