Miércoles de la II Semana de Pascua

Jn 3, 16-21

El texto evangélico del día de hoy lo hemos visto a lo largo del año litúrgico, también en tiempo de cuaresma. Es un texto que podemos llamar clásico; y por supuesto central en el evangelio de Juan. En especial la expresión: “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único”. Jesús está en diálogo con Nicodemo. No está dirigiéndose al pueblo como en los diversos discursos de Jesús, que Juan ofrece en su evangelio. Jesús está hablando con mayor intimidad, y con posibilidad de hacerse entender mejor. Nicodemo tenía una cierta preparación religiosa, y era un buscado. (No uno de los críticos que se enfrentaban a Jesús porque su predicación atentaba contra su manera de entender la religión y…organizar su vida).

Por eso la contundencia y el enorme alcance de esa afirmación.  Ese mundo, que Juan presenta en otros lugares que tiene como príncipe a Satán, ha sido amado por Dios. Tanto que les entrega al Hijo único. Lo entrega para que hagan con él lo que quieran. Y ya sabemos lo que hicieron; a pesar de que Jesús no vino a condenar al mundo, sino a salvarle. Ese mundo rechazó la salvación.

Y el texto da la razón del rechazo. Quienes le rechazaron no quisieron abrirse a la luz. Prefirieron quedar en las tinieblas, porque en “las tinieblas” la vida les era más fácil…; y podían mantener sus privilegios en la sociedad, sobre todo religiosa. Éstas, dice el texto, les impidieron abrirse a la luz. Fue una decisión autodefensiva: “no querían ser acusados por sus obras”, algo que sucedería si se abrieran a la luz. “Cuando se obra en contra de lo que se piensa, se acaba pensando cómo se obra”. Es un conocido mecanismo de defensa, la autojustificación.

¿Qué concluiríamos para nuestras vidas?:

 1º ¿Somos capaces de, a imitación de Dios, amar a nuestro mundo, y no pasarnos la vida condenándole -“el mundo está perdido”- y sí haciendo lo que de nuestra parte esté para “salvarlo”?

2º ¿Nos dejamos iluminar y guiar por la luz del evangelio, los sentimientos de Cristo, aunque dejen en mal lugar aspectos relevantes de nuestro vivir?

Martes de la II Semana de Pascua

Jn 3, 7-15

¿Cómo podemos ver en una cruz un signo de Salvación, de Verdad, de Esperanza? ¿Cómo creer en Quién por amor está dispuesto a dar la vida en semejante suplicio infamante? ¿Y cómo ver a Dios en el que Traspasaron? Nicodemo era un maestro de la Ley, inteligente, temeroso de Dios y abierto a las novedades teológicas. Era de noche, sin embargo, cuando va a ver a Jesús…para que no lo vean o, como dirían los exégetas, porque la noche estaba arraigada todavía en su corazón.

Ante estas preguntas y esta actitud, plenamente actuales, Jesús invita a dejar todos nuestros presupuestos aprendidos de Dios… y “nacer de nuevo”, confiar en la acción del Espíritu que ha hecho posible la Encarnación y que cada día espera paciente en nuestro corazón para que nos abramos a su Gracia.

Es complicado para Nicodemo, pero también para nosotros, cristianos, “nacer de nuevo”, nacer a la novedad de Dios que se nos presenta cada día en una oferta de amor, en una interpelación desde la realidad, especialmente desde los gritos acallados de quienes experimentan la pobreza de pan y de verdad, la injusticia, el odio, la discriminación.

Nuestro padre Santo Domingo experimentó en cierto modo su personal “nacer de nuevo” ante la situación de la herejía en el sur de Francia. Dejándose guiar por el Espíritu, puso fin a su prometedora carrera eclesiástica y se dedicó a una nueva Predicación de la Gracia en que fue capaz de “ver” al Señor en los cátaros buscadores de Evangelio y, al mismo tiempo, “hacer ver”, involucrar en esta naciente y santa Predicación a la primera familia de la Orden.

“El cristianismo no es una doctrina filosófica, no es un programa de vida para sobrevivir, para ser educados, para hacer las paces. Estas son las consecuencias. El cristianismo es una persona, una persona elevada en la Cruz, una persona que se aniquiló a sí misma para salvarnos; se ha hecho pecado. Y así como en el desierto ha sido elevado el pecado, aquí que se ha elevado Dios, hecho hombre y hecho pecado por nosotros. Y todos nuestros pecados estaban allí. No se entiende el cristianismo sin comprender esta profunda humillación del Hijo de Dios, que se humilló a sí mismo convirtiéndose en siervo hasta la muerte y muerte de cruz, para servir.”

Lunes de la II Semana de Pascua

Jn 3, 1-8

El Evangelio de hoy nos presenta el diálogo de Nicodemo con Jesús (probablemente, un diálogo entre tantos otros). Sabemos que Nicodemo formaba parte del Sanedrín y que tenía cierta autoridad y posición social. Probablemente él hacía parte del grupo de personas que se sentían atraídas por Jesús, que experimentaban inquietud, que múltiples preguntas, de esas que tienen fondo y sabor, les habitaban.

Este fragmento del Evangelio nos presenta una catequesis, en la cual Jesús comparte que apremia dar un paso más. No podemos quedarnos solamente en una experiencia que inquieta, que atrae, que nos interpela y nos hace sentir bien. Es necesario dar el paso de la fe, es imprescindible “nacer de nuevo” para que el reino de Dios se haga presente en nuestra realidad y para ello hay que asumir una nueva forma de vivir que brota del Espíritu y que ésta sea acogida con amor y osadía en la propia vida.

Sin embargo, Nicodemo no consigue comprender a Jesús. Por eso responde dentro de los límites de su comprensión: “¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer?

Jesús invita a dar un salto: la fe no es el resultado de una respuesta humana, es la consecuencia del encuentro personal con Dios. La realidad humana y la experiencia de Dios se combinan y entrelazan en la vida del cristiano, haciendo posible que fortaleza, osadía y alegría se entretejan con fidelidad. Por eso, la Pascua, y cada día de nuestra vida, es una oportunidad para nacer de nuevo y permitir que el Reino de Dios sea posible entre nosotros.

Sábado de la Octava de Pascua

Mc 16, 9-15

María Magdalena, la primera predicadora del triunfo de la VIDA sobre la muerte, ha experimentado hasta los tuétanos el Amor de Dios manifestado en su Hijo Jesús, el Cristo. En ella se cumple el vaticinio del salmista: «viviré para contar las hazañas del Señor» (Sal 117,17).

Quien se cierra a esta experiencia la niega y por ello lo que debiera suponer duelo y lágrimas eventuales se convierte en constante de vida. Son pasto de la incredulidad. La fe en el Resucitado se visiona como un asunto gazmoño, irracional, enarbolando la bandera del sentimiento apoyado en la razón.

Incredulidad y dureza de corazón en el Sanedrín y sus esbirros e incredulidad y dureza de corazón en el grupo de los discípulos de Jesús de Nazaret. En los primeros, el origen del escepticismo viene de la mano del peligro de perder su poder y estatus económico fruto de ostentar el liderazgo religioso. En los segundos encontramos una fe horizontal, muy a la pata llana, aún no zambullidos en la coordenada vertical. Eso acontecerá en Pentecostés.

La cuestión se dilucida en dar o quitar crédito a la Palabra de Dios.

Abrahán, nuestro padre en la fe «pensó que Dios tiene poder para resucitar al hombre de entre los muertos» (cfr. Hb. 11,19).

No es tema baladí.

Y tú, ¿lo crees?

Viernes de la Octava de Pascua

Jn 21, 1-14

A veces nos empeñamos en ver las cosas desde una sola dimensión o perspectiva. Es cuando aparece alguien en nuestra vida, a quien le reconocemos cierta autoridad, quien nos muestra el camino más adecuado y certero para comprender y reconocer cada acontecimiento.

Pedro y otros discípulos deciden ir a pescar. Están toda la noche, pero no encuentran nada. Hay alguien quien les indica que echen las redes hacia el otro lado, y es cuando encuentran un banco de peces abundante.

La vida no consiste en repetir una y otra vez los gestos que nos van a dar beneficios. No siempre la reiteración de los actos nos conduce al éxito. Nos hace falta un cambio de rumbo, un cambio de sentido. Cambiar la perspectiva de nuestra vida nos ayuda a mirar más allá, en profundidad y con fe, la posibilidad de encontrar lo que buscamos. Sin embargo, ¿qué es exactamente lo que buscamos? ¿Buscamos a Dios? ¿Buscamos realizar nuestra misión en las manos de Dios?

Fue el cambio de perspectiva, el echar las redes hacia otro lugar, lo que convirtió la pesca de infructuosa en abundante. Todo por una palabra del resucitado. Si observamos el texto del Evangelio de hoy, es la comunidad de discípulos, no Pedro sólo los que están llevando la misión de pescar. Mientras pescan empeñados en sus propis fuerzas, no consiguen nada; es cuando centran la mirada y escuchan al resucitado, cuando su pesca es abundante.

Es el discípulo a quien Jesús tanto amaba quien reconoce el gesto, la palabra, el milagro. La presencia del amor en él le hace afirmar que “es el Señor”. Porque es precisamente en el amor donde se reconoce la vida.

En esta semana, acabando ya el octavario de la Pascua, encontramos que Jesús resucitado alienta nuestro caminar como creyentes, como una comunidad con una misión entre manos: la de vivir en unidad la alegría pascual, la de llevar la noticia de Cristo Resucitado, la de reconocer que es el Señor quien alienta nuestro trabajo.

Jueves de la Octava de Pascua

Lc 24, 35-48

Los apóstoles no acababan de creer lo que estaban viendo sus ojos. Era cierto que Jesús, mientras estuvo con ellos, les había dicho que iba a ser entregado a las autoridades, que le iban a condenar, que iba a padecer y morir clavado en una cruz, pero que al tercer día resucitaría. Habían vivido con él, casi todos desde lejos, su muerte ignominiosa e injusta. Y ahí se habían quedado más que desconcertados. Pero el evangelio de hoy nos relata cómo se presenta ante ellos resucitado. Era demasiado sublime para creérselo: “Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma”. Y Jesús, con su paciencia habitual con ellos, trata de convencerlos de que es verdad, que ha resucitado. Les muestra sus heridas, les pide de comer… A partir de aquí, olvidándose del miedo, se vuelven testigos de la vida, muerte y resurrección de Jesús. Y a ello dedicarán es resto de sus vidas, sabiendo que es la mejor noticia que pueden ofrecer a toda la humanidad. “Vosotros sois testigos de esto”.

También a nosotros, los cristianos del siglo XXI, necesitamos que Jesús nos convenza de su resurrección y de nuestra resurrección, y que el único camino que nos lleva a ella es vivir como él vivió… para convertirnos en los testigos de la verdad de Jesús y de su buena noticia.

Miércoles de la Octava de Pascua

Lc 24, 13-35

El episodio de los discípulos de Emaús, que vuelven de Jerusalén desencantados después de la tragedia de la cruz, nos habla elocuentemente de la profunda decepción que siguió a la muerte del Maestro. Jesús mismo, de incógnito, se une a ellos por el camino y provoca una animada conversación sobre lo sucedido y su relación con la Escritura. Ellos conocían la tradición de esa Escritura sobre el Mesías; incluso habían abrigado la esperanza de que éste se hubiera hecho presente en Jesús de Nazaret, pues fueron testigos de lo sorprendente de su persona. Pero, a la vista del desenlace de su vida, se habían desvanecido enteramente esas expectativas.

Entonces Jesús les ayuda a interpretar esa Escritura de acuerdo con el designio de Dios: ya la ley y los profetas hablaban de un Mesías así, sin triunfalismo ni brillo aparente, cuya misión se realizaría a través del sufrimiento y de la marginación. Y en el corazón de aquellos hombres, como reconocerían después, algo comenzaba a arder ante esas luminosas explicaciones. El posterior encuentro en torno a la mesa a la que invitaron al misterioso acompañante les abriría los ojos sobre su verdadera identidad: ¡era él, el Maestro, que ahora vivía! Les faltó tiempo para volver sobre sus pasos y compartir con los demás discípulos la asombrosa novedad.

Así, pues, una inquietud desconcertada, un diálogo ardiente sobre el sentido de la Escritura, un gesto de fraternidad en torno a una mesa compartida son el itinerario que conduce al descubrimiento, en la fe, de Jesús resucitado. También para nosotros es así: una búsqueda de la verdad, muchas veces a tientas, un recurso sincero a la Palabra de Dios y una convivencia fraterna en torno a la Eucaristía nos llevan al encuentro con el Señor resucitado y a la alegría de la fe compartida.

Martes de la Octava de Pascua

Jn 20, 11-18

¿Cuantas veces ante la muerte de un ser querido no hemos vuelto al cementerio a llorar, a buscar un cierto consuelo porque allí le vimos por última vez? Así está María Magdalena, sin consuelo al comprobar que ni siquiera el cuerpo del Maestro está allí. Pensaría que era normal que los judíos se lo hubieran llevado ante el temor de su resurrección tantas veces anunciada. Delante de ella se produce el prodigio de los dos ángeles en el sepulcro, incluso ve a Cristo y no lo reconoce. Su alma y su mente debían estar tan confundidas por el dolor que no alcanza a comprender lo que está viendo. Será cuando Jesús la llame por su nombre cuando caiga en la cuenta. Entendería todo lo que el Maestro les había dicho, su mente y su corazón se debieron abrir al momento y le reconoce ¡Rabboni! ¡Maestro! Y es que cuando Jesús te llama tu corazón arde. Luego le manda que vaya y le cuente a los hermanos lo que acaba de ver y María Magdalena será la primera en proclamar la Resurrección, en anunciar que Cristo vive, de hecho en la Orden de Santo Domingo la tenemos por Patrona al ser la primera predicadora.

Imaginar la alegría de proclamar que Jesús vive, que es verdad, que ha triunfado sobre el pecado y la muerte y que, por ello, hemos sido salvados. La promesa hecha a nuestros primeros padres se ha cumplido y hemos sido lavados con la sangre del Cordero. Nuestra Fe es de vida, de alegría, de luz. Adoramos a un Dios vivo, que está con nosotros en la Eucaristía, que no nos abandona. Hace apenas tres días vivimos la Pascua y experimentamos el paso de las tinieblas a la luz y ahora somos como antorchas encendidas, es nuestra obligación alumbrar al mundo y trasmitir la Buena Nueva: ¡Cristo ha resucitado, aleluya! ¡El Señor nos ha llamado a todos y cada uno de nosotros por nuestro nombre!

Lunes de la Octava de Pascua

Mt 28, 8-15

Alegría! ¡Alegría! ¡Alegría!… ¡Cristo ha resucitado! Como dice el profeta: – ¡Iglesia santa, disfruta, goza, alégrate con todo el corazón! Y nos lo repite Pablo: – Alégrese siempre en el Señor. Se lo repito: ¡alégrense!…

Es esto un anuncio espléndido. Nos dice que Dios ama a la Iglesia, la nueva Jerusalén. Y los cristianos, amándonos todos los unos a los otros, sabemos comunicarnos la felicidad que cada uno lleva dentro, recibida del Dios que mora en nuestros corazones. La felicidad de Cristo vivo.

Hacemos una realidad aquello de Teresa de Jesús, cuando hablaba de sus humildes y felices conventos de Carmelitas: – Tristeza y melancolía no las quiero en casa mía.

Sencillamente, porque en el corazón del cristiano no cabe más que la alegría de sentirse salvado por un Dios que le ama. Esta alegría cristiana tiene un precio. ¿Qué debemos hacer para conquistarla, para poseerla, para que perdure en medio del Pueblo de Dios? ¿Qué debemos hacer?…
– Practicar el amor y la misericordia. Está bien claro. Es un imposible disfrutar la alegría que Dios nos ha traído al mundo si no tenemos un amor efectivo a todos, basado en la honestidad de la vida propia y en el respeto a los demás.

Como en aquellos tiempos, hoy nos pide Dios limpieza del corazón. Conciencia tranquila, porque sabemos rechazar con violencia el pecado: así, como suena, ese pecado del cual el mundo moderno ha perdido la noción. Hoy nadie quiere oír esa palabra fatídica, porque trae a la memoria un juicio posterior de Dios.

Pero el grito de la propia conciencia no lo puede acallar nadie, y la alegría es un imposible cuando la conciencia no está en paz. Si en el mundo se observase mejor la Ley de Dios, habría mucha más alegría en todos nuestros pueblos. La alegría nos haría pasar la vida como en una fiesta ininterrumpida.

Habiendo sido bautizados en el Espíritu Santo, o conservamos al Espíritu Divino dentro de nosotros, o la alegría del Cielo habrá huido de nosotros quizá para siempre…

A esta condición diríamos personal de cada uno, se añade la obligación respecto de los demás.

El Evangelio en muchas ocasiones nos recuerda a todos que la justicia y el respeto a la persona son condiciones indispensables para que haya alegría en la sociedad.

No diremos que esto no es bien actual en nuestros países. Mientras muchos vivan sumidos en una pobreza injusta, y mientras exista la violencia, venga de donde venga, resultarán inútiles todos los esfuerzos que muchos hacen para implantar la felicidad y la alegría en el pueblo.

VIGILIA PASCUAL

“No temáis”, les dice el ángel a las mujeres.  Y después Jesús se lo vuelve a repetir: “No tengáis miedo”.  Es éste uno de los grandes mensajes de esta noche.   Este es el gran mensaje de Pascua, hoy: “No tengáis miedo”.

“Transcurrido el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena se dirige al sepulcro”.  Los hombres, los apóstoles, no están.  Se han quedado en casa, con las puertas bien cerradas, esperando con una secreta esperanza algo que, en el fondo de su corazón, están convencidos de que ha de suceder.   Algo que ni se atreven a formular, que ni se atreven a decirse unos a otros, pero que esperan, que creen.   Y, no obstante, no van al sepulcro.   Van las mujeres.   Querían demasiado a Jesús, no podían quedarse en casa quietas, sin hacer nada. Van al sepulcro desconcertadas, atemorizadas, pero también con la secreta y extraña esperanza.

Y, allá en el sepulcro, todo es novedad, todo se transforma, cambia el mundo entero.   Y ellas experimentan el mundo renovado que empieza entonces.   Porque Jesús, el crucificado no ha quedado aprisionado por las cadenas de la muerte, la piedra del sepulcro no ha podido retener la fuerza infinita de amor que se manifestó en la cruz.  

Aquel camino fiel de Jesús, aquella entrega constante de su vida hacia los pobres, aquel combate contra todo mal que ahogara al hombre, aquel amor ¿cómo podría haber quedado encerrado, muerto ahí por siempre?  No, no quedó encerrado.   La fuerza del amor de Jesús, la fuerza del amor de Dios, vence a la muerte y cambia el mundo.   Y por eso el ángel puede decir, y Jesús puede repetir después: “No tengáis miedo”.

El miedo es pensar que el mal y la muerte pueden vencer al amor, a la fraternidad, a la justicia, a la generosidad.   El miedo es pensar que Jesús ha fracasado.   El miedo es no ser capaces de creer que Jesús ha resucitado y que, con su resurrección, podemos caminar en paz su mismo camino.

El miedo es no creer que, ocurra lo que ocurra, y aunque a veces no lo parezca, el amor vence siempre.

Esta es, hermanos nuestra fe.   Esta es la fe que expresábamos cuando, al empezar la celebración de esta noche santa, veníamos hacia aquí, hacia la Iglesia, guiados en medio de la noche, por la claridad de Jesucristo vivo.   Esta es la fe que se nos ha proclamado en las lecturas que acabamos de escuchar: la fe que empieza a encenderse con las primeras luces de la creación, la fe de Abraham, la fe del pueblo liberado de la esclavitud por el Dios que ama, la fe de los profetas, la fe del apóstol Pablo.   Esta es la fe que fue proclamada en nuestro bautismo.

Esta es la fe, que cada domingo, cuando celebramos la Eucaristía, recordamos y reafirmamos.   La fe de la confianza, la fe contra el miedo, la fe que nos dice que sí, que el camino de Jesucristo es nuestro camino, el único camino de vida.

Jesús, hoy, esta noche santa de Pascua, nos dice a cada uno de nosotros: ¡No tengáis miedo!»  Id con los vuestros, a vuestro trabajo, a vuestras casas, a vuestros pueblos, ahí donde se construye vuestra vida, ahí donde sois felices y ahí donde sufrid.   Ahí me veréis porque Cristo ha resucitado.