Hace 487 años, Dios nuestro Padre, en su infinito amor, en el cerro del Tepeyac hizo el milagro más grande de la historia de México. En el mes de diciembre de 1531 aconteció la aparición de la Virgen de Guadalupe al indio San Juan Diego.
En México, a 10 años después de la llegada de los españoles, Dios se hace presente por medio de la Virgen de Guadalupe.
En México había dos pueblos que se sentían pertenecientes y elegidos por Dios: el pueblo azteca que se decía “hijo del Sol” y el pueblo español que se decía “hijo de Dios; dos pueblos muy religiosos pero con mentalidades totalmente diferentes y distintas, pero al mismo tiempo dos pueblos tan semejantes con sus limitaciones y pecados, con sus virtudes y cualidades. Ambos pueblos estaban formados por seres humanos creados por Dios a su imagen y semejanza.
En esta realidad que se vivía en 1531, Santa María de Guadalupe, virgen y madre, entra en nuestra historia. Es Ella la que viene a traernos a Jesús a estas tierras y a partir de esos momentos comienza una etapa nueva para esta Nación y para este Continente.
Ha sido la Virgen de Guadalupe la que ha conducido a este pueblo en la fe hacia su Hijo Jesucristo. Para México y todo el Continente Latinoamericano, el milagro del Tepeyac es una señal viva del amor misericordioso que Dios tiene por todos nosotros, un Dios que no deja de ocuparse y preocuparse por todos sus hijos.
La Virgen de Guadalupe ha sido para nuestra tierra una verdadera señal del cielo. Señal del amor misericordioso de Dios nuestro Padre que nos ama, desde siempre, como a hijos muy queridos y privilegiados.
Desde la llegada de la fe cristiana al Nuevo Mundo, Dios quiso que tuviéramos a María, como la primera evangelizadora. Ella es nuestra Madre y Abogada, nuestra Maestra y Guía para que seamos fieles a la fe que hemos recibido.
Sin embargo, también hemos de reconocer que hay muchas personas que aún no se han dado cuenta del grande amor que Dios tiene por nosotros. Cuánta tristeza sentirá nuestra Madre de Guadalupe al ver a tantos hijos suyos que no son coherentes con ese grande amor que Dios nos tiene. Cuántas personas no han sabido todavía interpretar ese proyecto de vida que Dios nos ha dado a través de la imagen amada de la Virgen de Guadalupe.
Hoy, hemos de reconocer ante nuestra Señora y Niña nuestra que como hijos suyos que somos, aún nos falta mucho para crecer como verdaderos hijos de Dios.
Debemos, como María, ser obedientes en la alegría, en la responsabilidad y en el uso de nuestra libertad. Nos falta mucho aún por vivir al servicio a los demás, como Jesús nos enseña y como la Virgen de Guadalupe lo hace desde que llegó a nuestras tierras. Deberíamos de estar más disponibles para todas aquellas personas que nos necesitan, que son muchos. ¡Que escándalo, que contraste, en este nuestro México, entre los que menos tienen y los que tienen mucho! Por ello, pidámosle a Nuestra Madre que desaparezcan esa brecha tan grande entre ricos y pobres en nuestra nación; que los corazones de los que más tienen se conmuevan ante las necesidades de los que menos tienen.
Pidámosle hoy también a nuestra Madre del Tepeyac que desaparezca de México la corrupción, la mentira y el egoísmo que tanto imperan en nuestra sociedad; que no nos dejemos seducir por la tentación de una vida fácil a costa de la vida de tantos hermanos nuestros; que no se atente contra la vida tanto en su etapa inicial como en su etapa final; que haya oportunidad de trabajo para todos.
Pidámosle hoy a nuestra Madrecita que se respeten los derechos más elementales de todos los mexicanos, que haya justicia en las relaciones de trabajo.
Ofrezcámosle a Nuestra Madre de Guadalupe nuestros esfuerzos por hacer de este pueblo de México y de todo este Continente un lugar donde brille la justicia, la fraternidad, el amor y la paz como señales de nuestra fe y de la presencia del Reino de Dios entre nosotros.
Pidámosle a la Virgen de Guadalupe que en nuestro pueblo de México triunfe la humildad sobre la soberbia; el amor sobre el odio; el perdón sobre el rencor; la unidad sobre la división.
Ella también nos dice hoy, por medio de san Juan Diego, que el miedo ya no debe dominar nuestro corazón, como le dijo un día a Juan Diego y a través de él a todos nosotros: «Escucha, ponlo en tu corazón, Hijo mío el menor, que no es nada lo que te espantó, lo que te afligió; que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas… ¿No estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?»
Consuela, Señora y Madre Nuestra, a quienes acuden a ti con la esperanza de ser atendidos por tu solicitud maternal.
Recuerda, Señora Madrecita y Niña Nuestra, que a esto has venido: a iluminar nuestras tierras con la luz del evangelio de tu Hijo. Se tú, nuestro modelo de seguimiento y entrega fiel a nuestro único Señor Jesucristo.