Homilía para el 19 de diciembre de 2018

 

Lc 1, 5-25 

“No temas Zacarías, no tengas miedo”. Por más que el ángel se esfuerza por tranquilizarle no lo logra. Y la historia que le cuenta sobre su futuro hijo aún le pone más nervioso y acaba reaccionando como quien no se la cree del todo. A Zacarías Dios le ha “tomado” desprevenido. Hasta cierto punto es un contrasentido que esto le ocurra a un sacerdote en el momento en que se dispone a ofrecer el sacrificio en el Templo. Y entonces, el mensaje de Dios en vez de alegría provoca desconfianza. 

Los mensajes de Dios son motivo de paz y serenidad. Es verdad que en determinados casos, puede costar aceptar su voluntad, pero siempre al fin se dará la paz. Por eso, cuando hay temores y desconfianza, nos cerramos a la voz de Dios y la paz se “termina”. Entonces entra en juego el “yo” que nos exige su contrapartida, o sea, pasar por el rasero de la inteligencia lo que Dios quiere o dispone. Nos cuesta ser humildes y entender que el designio de Dios no obedece a nuestra lógica. Porque ¿en qué lógica humana cabe este anuncio del nacimiento de Juan, sino es desde Dios? Para Él no hay nada, absolutamente nada imposible. 

Zacarías estaba en la Casa de Dios, en el lugar más sagrado del Templo, donde la intimidad con Él debía ser mayor, y sin embargo, quizás su corazón no estaba preparado en aquel momento. A nosotros Jesús nos ha invitado a orar en nuestra habitación, a cerrar la puerta de nuestro espíritu para estar con Él. No tengamos miedo de “abrir de par en par las puertas a Cristo” como repetía tantas veces el Papa San Juan Pablo II. No importa donde estemos o qué hagamos. Lo que sí importa es la actitud de nuestro corazón: abierta, confiada y dispuesta a recibir con gratitud las inspiraciones de Dios. Y, eso sí, invitando al egoísmo a hacerse a un lado para que Dios no nos “agarre” desprevenidos y podamos acogerle con la misma sencillez de María.

Homilía para el 18 de diciembre de 2018

Mt 1, 18-24 

Hemos reflexionado en esto días con frecuencia en dos personajes que nos ayudan a preparar la Navidad: María y Juan el Bautista. Hoy vuelve a aparecer María como la madre de Jesús, envuelta en todo el dramatismo de un embarazo con todas las dificultades humanas.

Pero aparece también otro personaje que nos ayuda a preparar el nacimiento de Jesús de un modo muy especial: José. Ya sabemos que los evangelios de la infancia no son precisamente una historia, sino que están basados sobre todo en propósitos teológicos para ayudarnos a comprender mejor a Jesús. Pues aquí aparece José, un hombre que según la genealogía que escuchábamos ayer une a Jesús con toda la tradición y las promesas del pueblo de Israel.

San José, sin duda, no era alguien importante en la sociedad de su tiempo. Sí es verdad, era descendiente del Rey David pero en aquel entonces ser descendiente del rey David no significaba absolutamente nada. Pero José sí era una lámpara en su casa. Y por eso Dios lo eligió para ser el padre putativo de su Hijo y el esposo de la Santísima Virgen. No todos podemos ser estrellas de nuestro mundo pero sí podemos ser lámparas de nuestra casa, de nuestros hogares.

José es sacudido por los acontecimientos y hace resaltar su figura forjada en la fe y en la humildad. Pocas explicaciones y sueños misteriosos, grandes compromisos al aceptar ser padre de Jesús. Y sin embargo, si en un principio aparece justo abandonado a María, después en silencio respetuoso, en responsabilidad sostenida, en obediencia humilde, cumple la misión maravillosa y difícil que se le ha encomendado.

Fe, justicia y silencio para escuchar al Señor, discernimiento para descubrir el mensaje, son cualidades que a primera vista nos ofrece José. Acerquémonos a él y preguntemos cómo puede nuestro mundo ser justo cuando vivimos en medio de tanta corrupción y tanta injusticia.

Aprendamos cómo José confía toda su vida y toda su historia a Dios. Solamente quien está dispuesto a una apertura total y obediente a los designios de Dios es capaz de superar las más grandes dificultades. Escuchando la Palabra de Dios uno se siente seguro y afronta los más difíciles problemas.

Que san José nos ayude en este tiempo tan especial a descubrir la Palabra de Dios que nos impulsa a discernir la realidad y a tomar las decisiones correctas que nos acercan al Salvador.

Junto con José, preparemos entusiasmados el nacimiento de Jesús.

Homilía para el 14 de diciembre de 2018

Is 48, 17-19; Mt 11, 16-19

Adviento es el tiempo de la Palabra, tan frágil que se la lleva el viento, tan poderosa la palabra que da vida. La Palabra con mayúsculas nos viene a revelar al Padre, viene a hacerse carne, viene a hacerse humanidad. Es la Palabra que da vida, es la Palabra que salva, es la Palabra que libera.

Pero la Palabra para sembrarse en el corazón debe ser escuchada. El hombre muchas veces se vuelve sordo a la Palabra, se llena de ruidos y egoísmos, se tapa sus orejas con sus grandezas y ansiedades. Adviento es el tiempo de la Palabra.

A nosotros que vivimos en un mundo de rebeldías y de deseos de libertad, bien nos vendría hacer una seria reflexión sobre el motivo de nuestros continuos fracasos. «Si hubieras obedecido mis mandatos, sería tu paz como un río y tu justicia como las olas del mar», reclama el Señor a Israel, en la lectura de Isaías. Y es que cada vez que Israel, desoyendo las palabras del Señor, se encamina por sus propios senderos, ha encontrado fracasos y miserias. No ha aceptado escuchar las instrucciones del Señor.

Israel ansiaba libertad y se ha topado con las esclavitudes. No ha aceptado la guía del Señor y se ha perdido por caminos torcidos y traicioneros. “Ojalá hubieras escuchado mis palabras”. Un hipotético, pero negativo “hubieras” que hace presagiar las peores consecuencias. Pero no todo está perdido, es tiempo de escuchar la Palabra, es tiempo de aceptar su guía, es tiempo de vivir sus mandamientos.

El salmo primero, que hemos proclamado, hace la alabanza del que escucha y confía, del que no se deja guiar por mundanos criterios y no anda en malos pasos.

Jesús es presentado a los hombres de su tiempo como la Palabra, el Mensaje, pero no es aceptado porque se sale de los esquemas habituales y aparece cercano, comiendo y dialogando con los pecadores. Excusas sin sentido, porque tampoco han escuchado las auténticas palabras de Juan el Bautista que vivía en pobreza, que practicaba el ayuno y que exigía escuchar la Palabra.

Lo grave es cerrar el corazón y el oído a la Palabra.

Tiempo de Adviento, tiempo de silencio, tiempo escucha, tiempo de la Palabra.

 

Homilía para el 13 de diciembre de 2018

Is 41, 13-20; Mt 11,11-15

Las palabras de Isaías en la primera lectura son como un bálsamo en el corazón porque anima a su pueblo a levantarse de su postración: “Yo, el Señor, tu Dios, te tomo por la diestra y te digo: No temas, yo mismo te auxilio. No temas, gusanillo de Jacob, oruga de Israel, yo mismo te auxilio” Son palabras tiernas que intentan alentar y fortalecer a un pueblo que desfallece en el destierro y está a punto de sucumbir a la tentación del desaliento.

Pequeños como un gusanillo, insignificante como una oruga, así han hecho sentir al pueblo de Israel las agresiones y el hambre, las humillaciones y los fracasos. Pero el profeta lo invita a sentirse tomado por la diestra del Señor. Y lanza al pueblo de Israel a una misión que tiene los objetivos claros de destruir toda maldad. Son palabras dirigidas también a nosotros que en medio de nuestras angustias y debilidades buscamos nuevos caminos de salvación y nos enfrentamos a las nuevas dificultades que otros enemigos, muy distintos de los de aquellos tiempos se nos presentan.

Pero por más pequeños que nos sintamos, por insignificantes que nos consideremos, debemos reconocernos en la mano del Señor, debemos escuchar las dulces palabras de aliento que nos ofrece el Señor, debemos meditar en nuestro corazón la melodía de amor y de fortaleza que nos da Dios.

Tiempo de Adviento es tiempo de reconocerse necesitado y hambriento de Dios; es sentirse acurrucado a su regazo y protegido de todos los males, es descubrir, como nos dice el Salmo Responsorial, al “Señor que es bueno con todos” y cuyo amor se extiende a todas las criaturas.

Pero esta sensación de seguridad y de ayuda, de ninguna manera nos llevará a falsas ilusiones de proteccionismo o pasividad. Todo lo contrario, ya el mismo Señor nos dice que el Reino de los Cielos exige esfuerzo y que sólo los esforzados lo alcanzarán. Como Juan el Bautista y los profetas que lo anunciaron.

Juan el Bautista, el mayor de los profetas nos urge con su presencia y con sus palabras para descubrir esa misericordia y grandeza de Dios en el Mesías que está por llegar.

Ser cristiano y hacer que la vida cristiana sea una realidad no es algo que sucede por arte de magia, sino que exige de la cooperación de cada uno de nosotros. Es necesario por ello estar convencidos de que verdaderamente vale la pena ser cristiano. Si no estamos completamente convencidos de que la vida en el Reino, que la vida cristiana es la mejor opción y oportunidad que tiene el hombre para ser feliz y alcanzar la plenitud y su realización, será muy difícil que el Reino se haga una realidad.

¿Qué siente tu corazón al escuchar las palabras de Isaías? ¿Cómo te acercas a este Dios que es tu protección y tu vida?

Homilía para la Virgen de Guadalupe

Hace 487 años, Dios nuestro Padre, en su infinito amor, en el cerro del Tepeyac hizo el milagro más grande de la historia de México. En el mes de diciembre de 1531 aconteció la aparición de la Virgen de Guadalupe al indio San Juan Diego.

En México, a 10 años después de la llegada de los españoles, Dios se hace presente por medio de la Virgen de Guadalupe.

En México había dos pueblos que se sentían pertenecientes y elegidos por Dios: el pueblo azteca que se decía “hijo del Sol” y el pueblo español que se decía “hijo de Dios; dos pueblos muy religiosos pero con mentalidades totalmente diferentes y distintas, pero al mismo tiempo dos pueblos tan semejantes con sus limitaciones y pecados, con sus virtudes y cualidades. Ambos pueblos estaban formados por seres humanos creados por Dios a su imagen y semejanza.

En esta realidad que se vivía en 1531, Santa María de Guadalupe, virgen y madre, entra en nuestra historia. Es Ella la que viene a traernos a Jesús a estas tierras y a partir de esos momentos comienza una etapa nueva para esta Nación y para este Continente.

Ha sido la Virgen de Guadalupe la que ha conducido a este pueblo en la fe hacia su Hijo Jesucristo. Para México y todo el Continente Latinoamericano, el milagro del Tepeyac es una señal viva del amor misericordioso que Dios tiene por todos nosotros, un Dios que no deja de ocuparse y preocuparse por todos sus hijos.

La Virgen de Guadalupe ha sido para nuestra tierra una verdadera señal del cielo. Señal del amor misericordioso de Dios nuestro Padre que nos ama, desde siempre, como a hijos muy queridos y privilegiados.

Desde la llegada de la fe cristiana al Nuevo Mundo, Dios quiso que tuviéramos a María, como la primera evangelizadora. Ella es nuestra Madre y Abogada, nuestra Maestra y Guía para que seamos fieles a la fe que hemos recibido.

Sin embargo, también hemos de reconocer que hay muchas personas que aún no se han dado cuenta del grande amor que Dios tiene por nosotros. Cuánta tristeza sentirá nuestra Madre de Guadalupe al ver a tantos hijos suyos que no son coherentes con ese grande amor que Dios nos tiene. Cuántas personas no han sabido todavía interpretar ese proyecto de vida que Dios nos ha dado a través de la imagen amada de la Virgen de Guadalupe.

Hoy, hemos de reconocer ante nuestra Señora y Niña nuestra que como hijos suyos que somos, aún nos falta mucho para crecer como verdaderos hijos de Dios.

Debemos, como María, ser obedientes en la alegría, en la responsabilidad y en el uso de nuestra libertad. Nos falta mucho aún por vivir al servicio a los demás, como Jesús nos enseña y como la Virgen de Guadalupe lo hace desde que llegó a nuestras tierras. Deberíamos de estar más disponibles para todas aquellas personas que nos necesitan, que son muchos. ¡Que escándalo, que contraste, en este nuestro México, entre los que menos tienen y los que tienen mucho! Por ello, pidámosle a Nuestra Madre que desaparezcan esa brecha tan grande entre ricos y pobres en nuestra nación; que los corazones de los que más tienen se conmuevan ante las necesidades de los que menos tienen.

Pidámosle hoy también a nuestra Madre del Tepeyac que desaparezca de México la corrupción, la mentira y el egoísmo que tanto imperan en nuestra sociedad; que no nos dejemos seducir por la tentación de una vida fácil a costa de la vida de tantos hermanos nuestros; que no se atente contra la vida tanto en su etapa inicial como en su etapa final; que haya oportunidad de trabajo para todos.

Pidámosle hoy a nuestra Madrecita que se respeten los derechos más elementales de todos los mexicanos, que haya justicia en las relaciones de trabajo.

Ofrezcámosle a Nuestra Madre de Guadalupe nuestros esfuerzos por hacer de este pueblo de México y de todo este Continente un lugar donde brille la justicia, la fraternidad, el amor y la paz como señales de nuestra fe y de la presencia del Reino de Dios entre nosotros.

Pidámosle a la Virgen de Guadalupe que en nuestro pueblo de México triunfe la humildad sobre la soberbia; el amor sobre el odio; el perdón sobre el rencor; la unidad sobre la división.

Ella también nos dice hoy, por medio de san Juan Diego, que el miedo ya no debe dominar nuestro corazón, como le dijo un día a Juan Diego y a través de él a todos nosotros: «Escucha, ponlo en tu corazón, Hijo mío el menor, que no es nada lo que te espantó, lo que te afligió; que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas… ¿No estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?»

Consuela, Señora y Madre Nuestra, a quienes acuden a ti con la esperanza de ser atendidos por tu solicitud maternal.

Recuerda, Señora Madrecita y Niña Nuestra, que a esto has venido: a iluminar nuestras tierras con la luz del evangelio de tu Hijo. Se tú, nuestro modelo de seguimiento y entrega fiel a nuestro único Señor Jesucristo.

Homilía para el 11 de diciembre de 2018

Is 40, 1-11; Mt 18, 12-14 

Cuando escucho las voces quejumbrosas que sólo lanzan quejas y acusaciones, cuando parece que todo está negro y se presenta el panorama con tintes oscuros de pesimismo, siento la necesidad de traer a nuestra mente estas imágenes que tanto Isaías como san Mateo nos ofrecen en este día: “consolad, consolad a mi pueblo, hablad al corazón de Jerusalén y decidle que ya termino el tiempo de servidumbre”, dice Isaías, que busca alentar, levantar a su pueblo.

No responde el dolor que produce el exilio, pero no puede permanecer para siempre el pueblo en esta situación de opresión. No es tiempo de abandono y desesperación. Aún para quienes han perdido la fe, hay palabras de ánimo: “aquí está vuestro Dios, aquí llega el Señor”.

Es cierto que el hombre es como la hierba y su grandeza como la flor del campo, pero nuestra esperanza está puesta en el Señor.

El mensajero de buenas noticias nos anuncia que aquí está el Señor. No caminamos solos, no andamos sin rumbo, el Señor es nuestra luz, el Señor es nuestra fuerza. Tendremos que luchar mucho, es cierto, pero lo hacemos de la mano y con la fuerza de nuestro Dios.

También san Mateo, con palabras igualmente esperanzadoras, nos abre caminos llenos de luz cuando nos recuerda que el Señor es nuestro Pastor. El Señor es un pastor especial, el Señor es un pastor sumamente bondadoso que nunca se cansa de dar alimento y protección a sus ovejas; que las busca con pasión y perseverancia a cada uno de ellas cuando se ha extraviado.

El tiempo del Adviento es este tiempo tan especial de despertar nuestra confianza en el Señor, de colocarnos bajo su providencia, de trabajar con entusiasmo enderezando los caminos torcidos, elevando los valles, rebajando las colinas, haciendo rectos los caminos del Señor.

Adviento es tiempo de esperanza, tiempo de ilusión, tiempo de trabajo, tiempo de percibir muy cercana la presencia de nuestro Dios. Huele a Navidad, huele a Adviento, huele a ternura, huele a amor.

Que hoy, también nosotros nos acerquemos hasta el Señor, que sintamos cómo nos busca, cómo nos llama, cómo nos acaricia como a oveja perdida.

Tiempo de esperanza, tiempo de amor, tiempo de Adviento.

 

Homilía para el 7 de Diciembre de 2018

Is 29, 17-24 ; Mt 9, 27-31 

La gente de hoy vive angustiada porque no ha sabido distinguir los límites de su acción. No sabe dejar a Dios actuar. Y esto se debe, principalmente, a una gran falta de fe.

Los textos de este día nos conducen a la luz y el Salmo nos hace exclamar con anhelo y con entusiasmo: “El Señor es mi luz y mi salvación”. Todos los textos hablan de la necesidad de esa luz y, en el sentido opuesto, de la oscuridad que causa la ceguera. Desde Isaías que en sus anuncios proféticos alienta al pueblo anunciando que “en aquel día se abrirán los ojos de los ciegos y verán sin tinieblas ni oscuridad”, hasta el texto evangélico donde Jesús se deja enternecer por el grito de los dos ciegos que al lado del camino claman: “¡Hijo de David, compadécete de nosotros!”. Este texto nos sitúa claramente en un contexto de fe.

Para poder ver, para descubrir la luz, se necesita la fe. Cuando el Papa Benedicto preocupado por la oscuridad y el sin sentido de nuestras generaciones, proclamaba un año de la fe, pero de una fe viva, una fe comprometida, una fe explícita, nos proponía: “Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas”

Frente a este mundo sin sentido nos propone “La puerta de la fe”, que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, y que está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Muy claramente lo descubrimos en el texto evangélico. Jesús nos enseña que no basta pedir, se necesita hacerlo con fe, creer de verdad que Jesús pueda dar luz, salvación y vida.

Que estos días de Adviento nos acerquemos a Jesús, escuchemos su Palabra y la pongamos firmemente en nuestro corazón.

Homilía para el 6 de diciembre de 2018

Is 26, 1-6; Mt 7, 21. 24-27 

Al inicio de su vida apostólica Jesús cosecha indudables éxitos. Su fama se extiende por toda Judea y las regiones limítrofes, a medida que las muchedumbres lo siguen, que ven sus milagros y escuchan su predicación. Sabe que seguirlo comportará un grave riesgo personal y una opción radical. No habrá espacio para los oportunistas o para quienes buscan un favor de conveniencia. Aquellos que decían “Señor, Señor…” no podrán mantenerse en pie en los momentos de la prueba.


¿Dónde pones tus seguridades? ¿Qué es lo más importante para ti? Serian algunas de las preguntas que hoy nos hacen estos textos de Adviento.

El profeta Isaías busca convencer al pueblo de Israel de que su única roca segura es el Señor, presentándole la soberbia babilonia reducida a cenizas, anunciando una nueva Jerusalén reconstruida y fortalecida. Todo esto se logrará si Israel se mantiene fiel al Señor, si vive en justicia y pone su confianza en su libertador.

Igualmente, Jesús nos cuestiona en el pasaje del Evangelio de san Mateo, sobre el cimiento de nuestras seguridades. El hombre moderno se siente seguro y confiado en tantos ídolos, tantas protecciones y comodidades, que fácilmente se olvida de Dios. Ansioso por ganar cada día, por vivir mejor, se pierde en el torbellino de las actividades, de la ansiedad por poseer más, de disfrutar más y se olvida de Dios, de los hermanos y de su misma persona. Toda esta actividad frenética ¿tiene un fundamento sólido?, ¿no es basura y hojarasca que se lleva el viento?

Es difícil convencer a quien tiene atado su corazón a las riquezas y placeres que esto no es lo más importante. No logró convencer el profeta Isaías a los israelitas, a pesar de presentar una nueva ciudad viviendo en la justicia y en el derecho. No parecen convencernos ahora las palabras de Jesús quien afirma que sólo tendrá seguridad quien vive de su Palabra. Sin embargo, las consecuencias las estamos viviendo cada día, al olvidarnos que somos hijo de Dios, que vivimos para Él, que todos somos hermanos.

Hemos construido un mundo salvaje, de competencia e injusticia, donde cada quien se hace justicia por su propia mano y cada quien pone las leyes y principios a su gusto. Así, hemos construido un mundo que se desbarata y nos lanza a la oscuridad y a la inseguridad. Todo cae, cuando la única ley es el dinero y el poder.

Escuchar las palabras de Jesús es construir sobre seguro, es fincar sobre piedra, es buscar el Reino de Dios.

El Adviento nos debe llevar a mirar que no sólo digamos palabras de súplica y oraciones vacías, sino que realmente construyamos sobre las bases sólidas de la Palabra del Señor.

Busquemos en este tiempo silencio y espacios para escuchar la Palabra amorosa de Jesús y después busquemos la ocasión propicia, que siempre llegará, para ponerla en práctica.

Homilía para el 5 de diciembre de 2018

Mt 15, 29-37 

Para los pueblos antiguos, el pan era el elemento nutritivo fundamental; por eso era el símbolo de todo lo necesario para conservar la vida. Aun ahora, cuando una persona trabaja para mantener a su familia, decimos: “se gana el pan con el sudor de su frente”.

En el evangelio de hoy, Jesús alimenta milagrosamente al pueblo, multiplicando el pan.

Cada día nos sorprenden las noticias con nuevas cifras de pobres y de hambre que azota a la humanidad. Cada día también tratamos de olvidar y seguir nuestras vidas como si nada pasara. Pero también nosotros sentimos la precariedad de nuestras vidas y nos vemos sometidos a la enfermedad, a las necesidades y al hambre. Cuando el estómago está vacío no es posible pensar, la necesidad apremia. Quizás por esto los textos bíblicos que nos preparan en este Adviento están llenos de imágenes donde Dios se acuerda de su pueblo y le ofrece un banquete con manjares sustanciosos.

Quizás por eso se nos presenta Jesús multiplicando los panes y saciando el hambre de las multitudes que lo escuchan. El mensaje se hace concreto no sólo en la imagen de la comida ofrecida a todos los pueblos, reunidos como uno solo, sino en la cercanía y familiaridad con Dios, en la fraternidad y el gozo de encontrarse unidos y juntos los hermanos.

Pero esta fiesta y esta comida es señal del triunfo del Señor que ha quitado el velo de luto que cubre el rostro de los pueblos, el paño que oscurece a las naciones.

Frecuentemente nos preguntamos por el sentido de tantas víctimas de la injusticia, de tantos inocentes caídos y tantos culpables justificados y libres. Nada tiene sentido y nos hace dudar de la presencia de Dios. Lo mismo le pasaba al pueblo de Israel, pero se olvidaba de que él fue el primero en alejarse del Señor adoptando ídolos, sustituyendo a Dios por reyes poderosos, conviviendo con la injusticia.

El texto de san Mateo de este día nos hace percibir a Jesús muy cercano a todos los que sufren y a aquella multitud de menesterosos, tullidos, ciegos, sordomudos y enfermos que sienten cercano el consuelo de Jesús y su presencia.

Tiempo de Adviento, es tiempo de cercanía con el dolor, con el hambre y la necesidad, no para dejarla igual, no para mitigarla con las sobras, sino para unirla y presentarla ante Jesús. Él nos dará nuevas luces para enfrentar unidos y solidarios con todas las víctimas estos dolores, juzgarlos ante sus ojos y darnos nuevas esperanzas.

Adviento es cercanía del Señor con el que sufre y con el que tiene hambre. Cercanía que tiene que hacerse concreta en nuestro compromiso y nuestra solidaridad.

Homilía para el 4 de diciembre de 2018

Isaías 11, 1-l0; Lucas 10, 21-24 

En la primera lectura de este día hemos leído un fragmento del profeta Isaías, ¿estará soñando Isaías? Nos presenta un mundo idílico donde conviven entre sí los animales, donde los perores enemigos se reconcilian y donde un niño se convierte en domador de fieras. Fantasea con campos llenos de fertilidad y árboles que ofrecen generosos frutos.

Tanto Isaías como Jesús tienen una forma rara de mirar el mundo, una forma que nos causa sorpresa y que juzgamos idealista y utópica. No son Isaías ni Jesús los que están equivocados, somos nosotros los que no vemos con realidad nuestro mundo porque estamos miopes con gafas de sabiduría humana, de felicidad artificial y de dignidad basada en las posesiones. Todo esto denigra a la persona, la esclaviza y la hace inútil.

Por eso Dios ha escondido y ha ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las ha revelado a los pequeños.

¿Qué es lo que Dios ha revelado y ocultado? Los misterios de su Reino, el afirmarse del señorío divino en Jesús y la victoria sobre Satanás.

Dios ha escondido todo a aquellos que están demasiado llenos de sí mismos y pretenden saberlo ya todo. Están cegados por su propia presunción y no dejan espacio a Dios.

Uno puede pensar fácilmente en algunos de los contemporáneos de Jesús, que Él mismo amonestó en varias ocasiones, pero se trata de un peligro que siempre ha existido, y que nos afecta también a nosotros.

En cambio, los «pequeños» son los humildes, los sencillos, los pobres, los marginados, los sin voz, los que están cansados y oprimidos, a los que Jesús ha llamado «benditos».

Jesús, al ver el éxito de la misión de sus discípulos y por tanto su alegría, se regocija en el Espíritu Santo y se dirige a su Padre en oración. En ambos casos, se trata de una alegría por la salvación que se realiza, porque el amor con el que el Padre ama al Hijo llega hasta nosotros, y por obra del Espíritu Santo, nos envuelve, nos hace entrar en la vida de la Trinidad.

El Padre es la fuente de la alegría. El Hijo es su manifestación, y el Espíritu Santo, el animador. Inmediatamente después de alabar al Padre, Jesús nos invita:  «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera». 

La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría.

Adviento es la novedad del anuncio que llega luminoso y despierta nuevos sentimientos en el corazón, pero para esto necesitamos tener el corazón limpio, sencillo, dispuesto a la esperanza y al cambio. ¿Abriremos nuestro corazón al Señor en este adviento?