La Transfiguración del Señor

Mc 9, 2-10

En días pasados, pedí a niños muy pequeños de una comunidad que iluminaran con colores algunas láminas bíblicas. Algunos de ellos son tan pequeñitos que casi no tienen costumbre de usar los colores y para quienes las primeras veces es difícil combinar los colores. Así uno de ellos, tomó un color muy oscuro y empezó a rellenar el rostro de Jesús. Cuando terminó era imposible reconocer el rostro del maestro sentado en medio de sus discípulos. Él lo hacía en su ingenuidad y con orgullo mostraba su trabajo.

Yo me quedé pensando como nosotros, borramos y oscurecemos el rostro de Jesús cuando por nuestras ambiciones y egoísmos lo cubrimos con nuestros propios colores a nuestro capricho.

La Trasfiguración es todo lo contrario: manifestar el verdadero rostro de Jesús para que sus discípulos, que lo verán velado por el dolor y la cruz, no se olviden de ese rostro resplandeciente.

Es difícil reconocer el rostro de Jesús en muchas ocasiones, pero al mismo tiempo que ese rostro resplandeciente se nos manifiesta nos recuerda que sigue presente en el rostro de todos y cada uno de los hermanos.

Los rostros de los campesinos desilusionados con sus labores que no son reconocidas en su justo valor; los rostros de las mujeres despreciadas, abusadas y violentadas; los rostros de los niños que miran con incertidumbre el futuro; los rostros de miles de obreros que han perdido la esperanza; los rostros de las familias destrozadas por la migración y los egoísmos, en fin miles de rostros que hoy nos hacen presente el rostro de Jesús.

La manifestación de Jesús en este día nos dé valor para descubrirlo, limpiarlo y tratarlo con dignidad en esos rostros deformados.

El rostro resplandeciente nos ayude a llenar de luz, la oscuridad de nuestros caminos. El rostro en comunión con la ley y los profetas, nos aliente en nuestra búsqueda de verdadera justicia.

Que la Palabra del Padre que resuena en este acontecimiento: “Éste es mi Hijo, mi escogido, escuchadlo”, nos lleve a descubrir y a escuchar a Jesús en cada uno de los rostros de nuestros hermanos.

Lunes de la XVIII Semana Ordinaria

Jer 28, 1-17

Dios nos ha hablado de muchos modos, pero en una forma totalmente cumbre, en su propio Hijo, Cristo Jesús, nos había hablado por medio de los profetas.  Hoy nos habla ante todo, por medio de la Santa Escritura, de su Iglesia, nos habla de muchos otros modos, en los acontecimientos, en las personas; pero no siempre es fácil saber si es verdaderamente Palabra de Dios o meramente humana.

Hoy escuchamos un conflicto semejante, dos personas que se dicen mensajeros de Dios, con unos mensajes totalmente diferentes.  Uno anuncia la vuelta de la paz, la restauración, la tranquilidad; el otro, en cambio, todo lo contrario.

Jeremías da una respuesta a Jananías: «Sólo hasta que se cumpla sus palabras se puede reconocer que es un verdadero profeta, enviado por el Señor».

Jesús va a decir más tarde: «por sus obras los conocerán».

Vimos otro «hecho simbólico».  El yugo que trae al cuello Jeremías es roto por Jananías.  Jeremías replicará, en nombre del Señor, «has roto el yugo de madera, pero yo lo sustituiré por uno de hierro».

«El verdadero profeta es fiel a Dios y a los hombres: dice la palabra de amenaza o de consolación, para salvar, para hacer que se vuelva a Dios, no para dar seguridades alienantes; para responsabilizar y no para acallar conciencias».

Mt 14, 13-21

Aunque hemos oído tantas veces la narración de las multiplicaciones del pan y los pescados, la meditación atenta de este signo nos ilumina siempre más y nos impulsa a una acción cada vez más decidida.

Jesús se ha manifestado como luz y vida nuevas.  El ilumina con sus enseñanzas y ejemplos, da salud a los cuerpos y a los espíritus, y ahora se nos manifiesta como alimento, fuerza, vida y elemento unificador.

El alimento restituye las fuerzas gastadas naturalmente y por el trabajo; previene las enfermedades dándonos vigor, pero la comida también es expresión e instrumento de unidad.  Comer juntos del mismo alimento simboliza y realiza una unidad de vida.

Aunque evidentemente el alimento que Jesús reparte no es la Eucaristía, está apuntando hacia ella; los mismos gestos: tomar, pronunciar la bendición, partir y repartir.  Juan añade en su versión que estaba cerca la fiesta de la Pascua, con lo que la enseñanza es más adecuada.

Jesús se nos muestra como alimento que comunica la vida, pero en alguna forma nos está llevando a la consideración de que también nosotros tenemos que ser alimento vivificante y unificador para los demás.  Tratemos de realizar lo que nos enseña.

Sábado de la XVII Semana Ordinaria

Jer 26, 11-16. 24

Ayer oíamos el discurso lleno de fuerza de Jeremías, en el que profirió amenazas contra el Templo y la ciudad suscitando la indignación de los círculos proféticos y sacerdotales y del pueblo todo.  Hoy comenzó nuestra lectura por la sentencia a muerte del profeta.

Oíamos también su serena autodefensa.  Se ha hecho notar que los tres argumentos que presenta Jeremías son los mismos argumentos con los que Jesús defiende su mensaje cuando entra en conflicto con los dirigentes del pueblo.

1.-«El Señor me ha enviado a profetizar».  Mis palabras son en realidad suyas.  Jesús dirá: «Yo para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37)  «El que ha sido enviado por Dios habla el lenguaje de Dios» (Jn 3, 34).

2.-La finalidad de las amenazas es incitar a la conversión, «corrijan su conducta y su vida… el Señor se retractará de las amenazas».

Jesús dirá: «Si no creen que Yo soy, morirán en su pecado», «Si no se convierten, todos perecerán del mismo modo».

3.-«Si me matan serán responsables de la muerte de un inocente», dice Jeremías.  Con Jesús, aunque Pilato había dicho: «No hallo en El ninguna culpa», la gente clama: «Que caiga su sangre sobre nosotros».

En cambio, en el caso de Jeremías los jefes y el pueblo salvarán al profeta.

Mt 14, 1-2

En otras ocasiones hemos admirado la figura de Juan Bautista, el precursor del Señor.  Hoy, en una curiosa forma literaria, (se llama «flash back», es decir, que se deja el hilo de la narración y se pasa a contar una escena del pasado), se nos cuenta las circunstancias de la muerte de Juan.

El Herodes de que se hable es Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande, el de la matanza de los inocentes.  Herodes está atormentado por la muerte de Juan, a quien estimaba.  Su muerte le causa tristeza, pero él fue débil y se sometió a la injusticia.  Así, el inocente muere víctima del odio, de la ambición, del cálculo, de la falta de valor, y la opinión pública -los invitados en este caso- asiste impasible, tal vez hasta divertida.

En esto también Juan es precursor de Jesús; también Jesús morirá por su testimonio, víctima del odio de los dirigentes, de la debilidad de Pilato, de la volubilidad del pueblo.

¿Qué me dice este evangelio?  ¿A qué actitud de vida me impulsa?

San Pedro y San Pablo

Mt 16, 13-19

Hoy la liturgia nos presenta un texto con un profundo significado simbólico, más allá de que el contexto histórico nos deja clara la postura de un rey Herodes chaquetero, con la mochila del corazón vacía de contenido. Para Herodes el poder significaba su lucha diaria; de hecho, apresa a Pedro porque eso le confería prestigio: “al ver que esto agradaba a los judíos”…

El contexto de Herodes no es muy lejano del nuestro. Quedar bien nos deja expuestos a nuestros propios miedos. Por otro lado, tenemos a Pedro, el cobarde testigo de Cristo que le negó tres veces “por miedo a los judíos”. Dos imágenes idénticas de una misma realidad, el ser humano con la mochila de la vida cargada ¿de qué? ¡de nada! Porque donde se aloja, el poder, el prestigio, el miedo y la falta de fe, no queda nada.   

Pero la fuerza de la Palabra nos lleva mucho más lejos, la Palabra ilumina para romper cadenas, nunca para oscurecer ni destruir. Y esa es la gran diferencia entre Pedro y Herodes. Este último manda prender a Pedro, meterlo en la cárcel y rodearlo de soldados. Son imágenes de alguien que está atrapado por el miedo a perder; en realidad Herodes se encarceló a sí mismo.

La belleza y esencia de este texto nos lo muestra la realidad que envuelve a Pedro en la cárcel. Éste aparece atado con cadenas (las cadenas de la traición y la negación: “no le conozco”). La iglesia ora y lo acompaña desde el dolor de la persecución, pero con la firmeza de la fe, y la celda de Pedro se ilumina con la fuerza de la presencia, “date prisa levántate”, es la llamada a salir a la luz, ¡ven! La llamada a ser, esa llamada que todo ser humano hemos escuchado en nuestra propia esencia cuando fuimos creados. Y ocurre el milagro, “se le caen las cadenas de las manos”.

La escena es increíblemente bella: es invitado a ponerse el cinturón y las sandalias, a echarse el manto y a seguir al Ángel, todo un simbolismo de alianza que nos recuerda al Padre bueno que caminó con el pueblo infiel de Israel y le amó como se ama a un hijo desde las entrañas. Aquí Pedro queda redimido y revestido de Cristo, liberado de sí mismo, se le caen las cadenas del miedo. Y al final de la calle, lo dejó el Ángel, con la mochila de la vida preparada para dar razón de su fe con la propia vida.  

¿La misma mochila?

Pablo no andaba muy lejos de la realidad que envolvió la vida de Herodes y Pedro. Su mochila sólo contenía la letra muerta de la ley y por tanto el vacío y la muerte. El camino a Jerusalén lo ha recorrido muchas veces con cartas cobardes para encadenar y ejecutar a los cristianos, ahora lo recorre en sentido inverso, libre de las ataduras de la ley, pero encadenado por la ley del amor que le liberó hasta llevarle a perder la vida por amor. El juez justo le espera para conferirle la corona de la vida. Solo redime, libera y dignifica el amor. A Pablo y Pedro les embriagó el amor de Cristo y a nosotros, ¿quién nos ha embriagado?

Una mochila nueva

Los primeros versículos del capítulo 16 de san Mateo nos relatan la confusión de los discípulos cuando Jesús intenta avisarles del doble juego de los fariseos y saduceos y, como en tantas otras ocasiones, no le entienden. Se encamina con ellos a la región de Cesarea de Filipos, y les confronta con dos simples preguntas: ¿Quién dice la gente que soy yo y quien decís vosotros que soy yo?

Responder a la primera pregunta era fácil, sólo implicaba ponerse al corriente de los comentarios de pasillo, que son tan frecuentes cuando alguien no piensa como nosotros. Pero ¿y la segunda?, la segunda pregunta dejaba al descubierto algo mucho más profundo, ¿qué buscaban junto a él?

Pedro le responde: “Tú eres el Mesías”, una respuesta que no brota de un conocimiento razonado, sino de un enamorado conocimiento, esa fuerza del amor que descubre Jesús en el corazón del pobre Pedro, al que le confía su mismo cuerpo, la Iglesia. “Sobre tu pobreza, tu ignorancia y tu negación yo colocaré la obra de mi Padre, mi propio Cuerpo”.

La palabra clave que Jesús le confía es imprescindible para entrar en su camino de salvación, para ser liberados de nosotros mismos: “edificaré”. El cuerpo de Cristo se edifica sobre la herida de la cobardía, de la búsqueda de poder y de prestigio, todos sin excepción buscaron los primeros lugares y lucharon por conseguirlos; las mochilas de los discípulos están vacías de contenido, pero el perdón y la misericordia las llenó de audacia y compasión y nació la Iglesia como la esposa fiel que recorre el camino de la humanidad sanando y besando heridas.

¿Cómo andan nuestras mochilas? ¿Son las mochilas nuevas con las llaves del Reino para abrir los cerrojos heridos de la humanidad?

Viernes de la XII Semana Ordinaria

2 Re 25, 1-12

Hoy escuchamos cómo fue el fin del reino de Judá.  El rey Sedecías estuvo siempre entre los que lo invitaban a la revuelta, y los políticos más realistas, como Jeremías, que veían toda sublevación como una locura.

En ese tiempo, lo político era al mismo tiempo religioso; los que incitaban a la guerra confiaban en Dios pero no en el sentido de confiar en la alianza  viva que tenían con Dios, sino más bien en forma fetichista.

El sitio duró mes y medio, los caldeos dejaron obrar a la peste y el hambre.  Al final el rey Sedecías y los suyos salieron por la puerta sur de la ciudad.  Fue una huida desesperada.

Al poco tiempo el rey fue capturado.  De él decía Ezequiel: «Será capturado en mi red.  Lo llevaré a Babilonia, al país de los caldeos; pero no verá este país y aquí morirá» (12,13)

La ruina del templo, que fue quemado por Nebuzaradán, es el signo supremo del castigo: Dios abandonó provisionalmente a su pueblo, que no quiso optar por la fidelidad y felicidad con Dios.

Mt 8, 1-4

Hoy escuchamos en el evangelio acerca de la curación de un leproso.  La lepra no era vista simplemente como una enfermedad contagiosa, que atacaba la piel.  En el ambiente cultural de entonces, la lepra se consideraba como algo que dañaba a la comunidad, no sólo porque contagiaba, sino también como pecado religioso.

El milagro realizado denota el poder salvífico de Cristo que sana y libera al hombre en sus aspectos personal, social y moral.

La oración confiada del enfermo es todo un modelo: él reconoce la propia miseria pero, ante todo, manifiesta confianza en el poder y en la misericordia de Jesús.

Jueves de la XII Semana Ordinaria

2 Re 24, 8-17

La amenaza cada vez más fuerte de invasión y destrucción de Israel por fin se cumple.  El rey «Joaquín, igual que su padre, hizo lo que el Señor reprueba».  Se podría formular así: injusticias sociales, moral relajada, cultos paganos, política meramente humana, sin referencia a la fe.  Decían los profetas «no se apoya en Dios… sólo cuentan con sus propias fuerzas… en lugar de confiar en el Señor, buscan alianzas humanas y abandonan la Alianza».

Así termina la vida independiente del pueblo de Israel.  Viene la catástrofe, el Templo saqueado, la ciudad desmantelada, toda la gente deportada.

Parecía que todo ha terminado, la herida es mortal.  Sin embargo, de este terrible mal saldrá un gran bien: una purificación profunda, una comprensión de los reales valores; fue un doloroso período de reflexión profunda que va a llevar a luces y designios renovadores.

«Dios escribe derecho en renglones torcidos»

Mt 7, 21-29

Todos queremos construir nuestra casa en una base firme de roca, es decir, queremos que nuestra vida cristiana sea verdadera y no apariencia.  Tenemos pues que revisar que los cimientos de esa nuestra casa no tengan bases de arena y para evitar que una de esas súbitas corrientes de agua la destruya, es decir, las tentaciones, la contradicción, la flojera.

Nosotros  podríamos decir: “Señor yo estoy bautizado, estoy confirmado.  He comulgado muchas veces, mira Señor cuantas medallas tengo, pertenezco a muchos grupos, cofradías, movimientos; mira soy religioso, mira soy ¡sacerdote!»  y tal vez podríamos recibir la terrible repuesta de Dios:  «Nunca los he conocido, aléjense de mí».

Recibamos esta advertencia del Señor, construyamos la casa de nuestra vida cristiana sobre la roca firme del cumplimiento serio, cotidiano, sencillo, de la voluntad de Dios en obras de servicio y caridad.

Martes de la XII Semana Ordinaria

2 Re 19, 9-11. 14-21. 31-35.36

El reino de Israel se dividió en dos reinos: el reino del Norte y el reino del Sur.  El reino de Norte cayó y su gente fue deportada.

Hoy escuchábamos la temible carta de amenaza de Senaquerib.  El rey había ido en campaña contra Palestina en el año 701 A.C.  Había ido tomando una a una las fortalezas de Judá y había ya mandado un ultimátum al rey Ezequias.  Este consultó al profeta Isaías y su respuesta fue: «Esto dice Yahvé: no tengas miedo por las palabras que has oído, con las que me insultaron los criados del rey de Asiria.  Voy a poner en él un espíritu, oirá una noticia y se volverá a su tierra y en su tierra yo le haré caer a espada».

Cuando el rey recibió el nuevo mensaje, llevó el texto al templo e hizo la oración llena de confianza que escuchamos.

Oímos igualmente la esperanzadora respuesta del Señor dada por boca de Isaías.  Cuando se pone toda la confianza en Dios, hay repuestas sorprendentes.

Ahora, Jerusalén fue salvada por la llegada de un ejército egipcio y por una epidemia de peste que diezmó a los hombres de Senaquerib y le obligó a levantar el sitio.

¿Tenemos esa confianza en el Seño?                 ‘

Mt 7, 6. 12-14

Con frecuencia encontramos en los evangelios pequeñas enseñanzas, pequeñas en su tamaño, no en su importancia.

Tal vez nos parece un poco cruda la comparación con perros y cerdos.  Jesús nos enseña la prudencia y la discreción en la presentación de las cosas santas ante aquellos que no las entenderían o que, necesitarían una gradualidad, una dosificación, pues la presentación inmediata de la cumbre desanima.

Nos repite Jesús la «regla de oro del trato común»: «traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes».  Luego vendrá el mandato supremo: «como yo los he amado a ustedes».

La tercera enseñanza: «puerta estrecha», «camino angosto»; Jesús es muy realista, la entrega que El pide es exigente.  Pero… no hay otra puerta de salvación no hay otro camino de vida; la anchura y la amenidad de otras puertas y de otros caminos, es engañosa.

La palabra nos marca la vía, el sacramento nos da la fuerza para recorrerla…

Viernes de la XI Semana Ordinaria

2 Re 11, 1-4. 9-18. 20

San Juan nos dice que «el Verbo se hizo carne» y vamos a ver que entre los predecesores de Cristo, en su árbol genealógico, hay personas que no son ejemplares o no son consideradas buenas personas.

En esta realidad concretísima de nuestra historia, con sus luces y sus sombras, con sus elementos positivos y negativos, con su bien y su mal, es donde se va tejiendo la historia de la salvación desde Dios.

Oímos cómo, providencialmente, la descendencia de David se conserva en Joás.

Oímos acerca de la muerte de Atalía, que para quedarse con el poder, había mandado matar a todos sus nietos.

Y oímos también una más de las renovaciones de la alianza con el Señor.  Él nunca la debilitó ni menos la negó, pero el pueblo sí se alejaba y la rompía.  El sacerdote Yehoyadá renovó la alianza entre el Señor, el rey del pueblo, con cual ellos serían el pueblo del Señor.

Nosotros somos del pueblo nuevo de la nueva y definitiva alianza.  Personalmente, ¿somos fieles a ella?

Mt 6, 19-23

Jesús hoy nos ha hablado de nuevo de una realidad muy determinante en nuestra vida cristiana: la conciencia de la jerarquía de valores.  Hay valores supremos, intermedios y menores, pero el problema está en que, su apariencia y su atractivo están en orden inverso; los bienes menores son más aparentes, brillantes y atractivos, los bienes supremos son más íntimos, más callados, más difíciles de ver.

Por esto, el Señor nos pone dos comparaciones de esta conciencia de jerarquía de valores: el corazón y los ojos.

El corazón, el afecto, es el motor de direccionalidad.  Jesús nos presenta lo caduco y perecedero de los bienes naturales pues sólo son medio, instrumento ¡con cuánta facilidad los hacemos finalidad y meta! ¡Hay tesoros superiores!

Los ojos son el criterio, el juicio, la valoración inteligente, no solo teórica sino práctica.

A la luz de la Palabra, con la fuerza del Sacramento, evaluemos nuestros criterios de valores ¿dónde está nuestro corazón?, ¿nuestros ojos son luminosos?

Jueves de la XI Semana Ordinaria

Eclo (Sir) 48, 1-15

Este himno que hemos escuchado, escrito por Jesús, hijo de Sirac hacia el año 180 A.C., viene a resumir el espíritu y la obra de Elías y Eliseo.

Se enumeran los principales gestos de Elías, todo resumido en la palabra «fuego», fuego purificador que separa definitivamente el buen metal de lo que no vale, fuego que ilumina y guía.  Elías es el que anunció las sequías y el hambre para llamar al pueblo a la conversión, él es el que resucitó al hijo de la viuda, el que luchó contra la impiedad de Acab y de Ocozías, el que ungió como reyes a Jazael y a Jehu y el que ungió como profeta y como sucesor suyo a Eliseo.  Por último está su subida misteriosa al cielo en el fuego.  Eliseo quiere conducir al pueblo al arrepentimiento para preparar la venida del Mesías.

Vienen luego las alabanzas de Eliseo. 

Nos habla de su testimonio intrépido y de lo que nos cuenta el segundo libro de los Reyes (13,21).  Se dice ahí que al ir a sepultar a un difunto, el miedo a una banda de moabitas hizo que lo dejaran al muerto en el sepulcro de Eliseo y el muerto recuperó la vida.

Todo esto nos está apuntando hacia Cristo, la Palabra misma del Padre, el manifestador de la salvación de Dios, el donador de una vida nueva, gloriosa, la suya propia.

Mt 6, 7-15

Nuestra vida cristiana, se ha dicho, está construida en una doble dimensión como el signo de la cruz, hacia Dios y hacia el prójimo.

Hoy, el Señor nos presenta una fórmula y un modelo de oración, uno de los aspectos fundamentales de nuestra direccionalidad hacia Dios; la línea vertical de esa cruz, es la base, el apoyo, la fuerza, es el combustible indispensable para que el motor funcione.

La oración de Padrenuestro ha sido siempre venerada y repetida por muchos.

Pero el Padrenuestro es modelo de toda nuestra oración.  Toda nuestra oración tiene que estar iluminada por el sentido filial hacia el Padre.  Jesús nos recordó que la oración no es una palabrería que «acorrala» a Dios y lo obliga a hacer lo que nosotros queremos.  Jesús nos enseñó a pedir en la oración «hágase tu voluntad», no «haz mi voluntad»; nos enseñó a pedir el perdón, pero nos enseñó también a comprometernos a perdonar.

Hoy especialmente, hagamos la oración del «Padrenuestro» renovándonos en nuestro sentir hacia el Padre, tratando de decir con toda verdad y compromiso cada una de sus peticiones.

Miércoles de la XI Semana Ordinaria

2 Re 2, 1. 6-14

Hemos escuchado la maravillosa desaparición de Elías, como se ha dicho, el que era todo fuego no podía irse sino en un carro de fuego.  Dios esperaba su regreso como heraldo del Mesías: la gente le preguntaba a Juan el Bautista: «¿Eres tú Elías?», el ángel le dijo a Zacarías al anunciarle el nacimiento futuro de Juan: «Estarán con él, el espíritu y el poder de Elías», y el mismo Jesús dijo también de Juan: «Él es Elías, el que iba a venir».

Oímos cómo el discípulo Eliseo pide a su maestro «que sea el heredero principal de tu espíritu».

Todo el Antiguo Testamento es una preparación ante la culminación de la nueva y definitiva alianza.

No olvidemos que todo cristiano debe ser un profeta, el que ha recibido la luz de Dios en la fe y en el amor debe proyectarla, cada quien según su propia vocación.

Mt 6, 1-6. 16-18

Lo que le da el sentido moral a lo que hacemos, lo que marca nuestras obras con el sello de la maldad o de la bondad, es la finalidad con que las hacemos.

Cristo nos previene contra el peligro de utilizar mal lo que hacemos, impidiendo que alcance su finalidad última.

Jesús insiste en la autenticidad de tres tipos de buenas obras: la limosna, la oración y el ayuno.  La autenticidad es el medio indispensable para que las obras sean buenas en verdad.

La finalidad de toda obra, es el culto al Padre, la ofrenda amorosa, la respuesta a su amor: la vanidad, el orgullo, la búsqueda del elogio, de sobresalir, pueden, sustituir a esta finalidad última.

«Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha».  «Entra en tu cuarto, cierra la puerta», «perfúmate la cabeza y lávate la cara», son las expresivas imágenes que escuchamos y que nos hablan de discreción, de sencillez, de humildad.

A la luz de la Palabra que hemos escuchado, hagamos hoy nuestra celebración y llevemos su fuerza vivificante a todos los ámbitos de nuestro existir.