Miércoles de la XI Semana Ordinaria

2 Re 2, 1. 6-14

Hemos escuchado la maravillosa desaparición de Elías, como se ha dicho, el que era todo fuego no podía irse sino en un carro de fuego.  Dios esperaba su regreso como heraldo del Mesías: la gente le preguntaba a Juan el Bautista: «¿Eres tú Elías?», el ángel le dijo a Zacarías al anunciarle el nacimiento futuro de Juan: «Estarán con él, el espíritu y el poder de Elías», y el mismo Jesús dijo también de Juan: «Él es Elías, el que iba a venir».

Oímos cómo el discípulo Eliseo pide a su maestro «que sea el heredero principal de tu espíritu».

Todo el Antiguo Testamento es una preparación ante la culminación de la nueva y definitiva alianza.

No olvidemos que todo cristiano debe ser un profeta, el que ha recibido la luz de Dios en la fe y en el amor debe proyectarla, cada quien según su propia vocación.

Mt 6, 1-6. 16-18

Lo que le da el sentido moral a lo que hacemos, lo que marca nuestras obras con el sello de la maldad o de la bondad, es la finalidad con que las hacemos.

Cristo nos previene contra el peligro de utilizar mal lo que hacemos, impidiendo que alcance su finalidad última.

Jesús insiste en la autenticidad de tres tipos de buenas obras: la limosna, la oración y el ayuno.  La autenticidad es el medio indispensable para que las obras sean buenas en verdad.

La finalidad de toda obra, es el culto al Padre, la ofrenda amorosa, la respuesta a su amor: la vanidad, el orgullo, la búsqueda del elogio, de sobresalir, pueden, sustituir a esta finalidad última.

«Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha».  «Entra en tu cuarto, cierra la puerta», «perfúmate la cabeza y lávate la cara», son las expresivas imágenes que escuchamos y que nos hablan de discreción, de sencillez, de humildad.

A la luz de la Palabra que hemos escuchado, hagamos hoy nuestra celebración y llevemos su fuerza vivificante a todos los ámbitos de nuestro existir.