Heb 9, 15. 24-28
Hace ya algunos años, fue bastante popular en televisión un programa titulado «El túnel del tiempo». El eje de dicho programa consistía en una máquina, provista de cuadrantes y manecillas, mediante la cual podía uno transportarse a cualquier época pasada de la historia.
Habría que felicitar al creador del programa por su imaginación, porque ninguna máquina nos puede transportar al pasado. Estamos encerrados por los límites del tiempo; pero ¿no será posible que algunos hechos del pasado lleguen hasta nosotros, precisamente porque Dios lo quiere y lo dispone con su poder infinito? Después de todo, Dios mismo no está limitado por el tiempo, pues Él no tiene ni pasado ni futuro, es todo presente.
En la Misa, Dios utiliza su poder infinito para trascender el tiempo. Esto no debe hacernos pensar que la Misa es una máquina del tiempo, pues sería una comparación absurda y materialista. La liturgia no nos traslada al pasado, pero Dios hace que, en la Misa, se nos haga realmente presente el sacrificio de Jesús, para que participemos en él. La carta a los Hebreos nos dice que Jesús murió una sola vez y que no puede volver a morir. La Misa en ningún sentido hace que Jesús muera de nuevo. La muerte sacrificial del Señor, que El ofreció en la cruz, es la que se nos hace presente en el altar.
La barrera del tiempo no nos impide participar en el sacrificio de la cruz. El hecho de que hayamos nacido muchos siglos después de la crucifixión no es ningún problema para Dios. No necesitamos envidiar a la Santísima Virgen, nuestra Madre, que tuvo el privilegio de estar junto a la cruz y de unirse en ese momento al sacrificio de su Hijo. Por medio de la Misa tenemos ese mismo privilegio que tuvo la Virgen, y ella nos sirve de modelo cuando ofrecemos la Misa en esta Iglesia. La Misa no es una máquina del tiempo; es la realidad de la muerte sacrificial de Cristo, hecha presente en el altar.
Mc 3, 22-30
Este pasaje nos sirve para ilustrar en qué consiste el pecado contra el Espíritu Santo. Los escribas y fariseos, con tal de desacreditar a Jesús, hacen aparecer todas las obras buenas realizados por Él como si fueran hechas gracias a la acción del Demonio. Esto no es otra cosa que una rechazo consciente (pues ellos mismos han sido testigos de ello) de la gracia de Dios; es una resistencia a la conversión.
Esto desafortunadamente puede suceder también en nuestra propia vida cuando de manera sistemática rechazamos la invitación a Dios a convertirnos, a dejar nuestra vida de pecado y para ellos inventamos toda clase de excusas, las cuales nos mantienen al margen del amor de Dios. Pecar contra el Espíritu, entonces, no consiste en hablar mal de Él, sino en rechazar la invitación de Dios a la vida de la gracia. Esto puede incluir, incluso, el encerrarnos detrás de posiciones teológica que van bloqueando la acción de la gracia que busca la unidad y la paz. No desaproveches hoy la oportunidad que Dios te da para amarle más y para descubrir en Él la única fuente de la verdad y de la auténtica felicidad.