Mc 6, 17-29
Una vez más, el hombre justo y santo, es condenado por un poder corrompido, dominado por los placeres y dado a la buena vida.
San Juan está afeando a Herodes su conducta, pues está conviviendo con la esposa de su hermano. Un caso claro de incesto adúltero que se perdona socialmente al poderoso, incluso se aplaude su adulterio, pero que condena a la lapidación inmisericorde a la mujer o al hombre sorprendido en adulterio, siempre que no sean lo suficientemente poderosos. Es lo más sencillo: mientras cambiar de vida y hacer lo correcto cuesta, matar al mensajero es sencillo, más “barato” que una conversión.
Juan sabe que contrariar al poderoso Herodes puede traerle problemas, pero no puede dejarlo de lado. Es necesario censurar el mal y buscar la conversión del pecador, y esto es lo que hace Juan, y lo que terminará causando su muerte.
Herodes respeta a Juan. Sabe que es un hombre justo y bueno, pero se deja dominar por los deseos de Herodías. La triste historia de una danza, puede que maravillosa, una promesa poco pensada y un juramento, dan lugar a la muerte de Juan.
Con alguna frecuencia asistimos en nuestros tiempos, también en nuestra Iglesia, a condenas de hombres, tal vez proféticos, que nos descubren nuestras contradicciones y a los que, en aras de una seguridad y fidelidad a la “tradición” son condenados al silencio, a la muerte religiosa. Grandes teólogos han sufrido la incomprensión de alguna poderosa autoridad o congregación, y han sido sometidos al silencio, incluso a excomunión. Las prisiones que sufrieron San Juan de la Cruz, los juicios a Santo Tomás de Aquino, a Fray Luis de León, Galileo y a tantos personajes a los que la historia ha terminado dando la razón, nos recuerdan que, por desgracia, muchas Herodías siguen interviniendo en la historia de la Iglesia y muchos Juanes siguen pereciendo. Reconocemos que son hombres y mujeres justos y santos, pero condenamos a la muerte sus ideas.