Lc. 1, 46-56.
Hay días en que la liturgia con sus lecturas, salmos y antífonas tienen un tinte de alegría y gozo. Hoy se nos presentan así. Dese la primera lectura del libro de Samuel nos pone a contemplar a Ana que da gracias a Dios porque escuchó sus ruegos. A la que era estéril le ha florecido un hijo y quiere ofrecerlo al Señor. En el Salmo recitamos su mismo cántico, compuesto de oraciones bellas que retoma de la sabiduría hebrea, las hace propias y pronuncia con exaltación su alabanza al Señor. En el evangelio de Lucas encontramos el cántico de alabanza que entona María, ese cántico que es conocido por todas las generaciones como el Magníficat y que expresa todo el pensamiento de un pueblo que se sabe amado, protegido y rescatado por Dios.
En labios de María se hace más comprensible esta alabanza, ya que ha mirado a la pequeña, a la sencilla. A lo largo del cántico se nos muestra la manera de actuar del Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. Un Dios que cumple sus promesas y que se acuerda siempre de su misericordia; un Dios que no teme a los poderosos, sino que trastoca sus planes; un Dios que se hace cercano y acompaña a su pueblo.
Este bello cántico resume toda la teología de un pueblo que se siente acompañado de su Dios. Dios libertador, Dios misericordioso, Dios salvador.
La Iglesia recoge este cántico y también lo hace suyo y lo expresa con todo su corazón.
En estos días de Adviento, ya tan cercanos a la Navidad, nosotros también tendremos que reconocernos acompañado, amados, protegidos por nuestro Dios. Y tiene que brotar espontánea nuestra alabanza. También nosotros hemos sentido su misericordia y se ha hecho presente en medio de nosotros su salvación. También para nosotros ha sido la decisión que había prometido a Abrahán y a su descendencia para siempre.
Con gozo unámonos al cántico de María “mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios mi salvador”