Jueves de la XVII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 13, 47-53

Toda nuestra vida es un constante discernimiento. A cada momento debemos decidir si una acción, si un instrumento, si un pensamiento, es bueno o malo.

Lo hacemos muchas veces de modo inconsciente y de manera mecánica. Pero hay momentos en que necesitamos detenernos y juzgar a conciencia si lo que estamos haciendo está de acuerdo con lo que Dios espera de nosotros, o por el contrario nos hemos alejado de sus mandamientos.

Los ejemplos de la Biblia son numerosos y el de este día es muy claro: los pescadores, después de haber pescado, se sientan a escoger los buenos y los malos.

Quienes hemos vivido esta experiencia, o alguna otra parecida por ejemplo al escoger el maíz bueno y separarlo del podrido; igualmente al escoger la fruta y tener que tirar la que no sirve; nos damos cuenta cómo se sufre al descubrir que algo que pudo ser muy bueno, no sirvió para nada.

El dolor de no ver alcanzado un objetivo para lo que fue hecho, el fracaso de haberse quedado a la mitad del camino. Cada acción nuestra, nuestras tradiciones, nuestras fiestas, nuestros propósitos, tendrían que ser evaluados para ver si nos acercan al Reino o estamos muy distantes.

Muchas veces se juzga algo o alguien a la primera y nos podemos equivocar. Jesús nos enseña con sus ejemplos que debemos dar una prioridad muy clara al momento de la elección y de la decisión.

Me impresiona que la parábola de estos pescados termina de una manera muy drástica y condenando los malos peces al horno encendido, sin ninguna oportunidad de cambio o de conversión. Esa será la última y definitiva etapa de nuestra vida. Pero mientras estamos en camino siempre tendremos la oportunidad del cambio y del arrepentimiento.

Hoy en la primera lectura se nos ofrece un pasaje de Jeremías muy enriquecedor. Dios envía a Jeremías a casa del alfarero para que contemple cómo cuando se estropea una vasija, la vuelve a hacer como mejor le parece. Y concluye el Señor diciendo a Jeremías: “¿Acaso no puedo hacer yo con ustedes lo mismo que hace este alfarero? Como está el barro en las manos del alfarero, así ustedes están en mis manos”. No nos da una condena definitiva, siempre nos da la oportunidad para dejarnos modelar por las manos cariñosas de su amor.

Santa Marta

Hoy celebramos a una santa «evangélica», amiga del Señor.  Escuchábamos en la lectura como Santa Marta aparece como ejemplo de vida cristiana.

No podíamos leer todos los momentos evangélicos en los que aparece santa Marta, pero al meditar el que se proclamó hoy podemos recordar los demás.

Vemos a Jesús muy a gusto con la familia de Betania, en un clima lleno de cariño hacia Él.

Marta es la que dirige todo, es «su casa», y se afana en diversos quehaceres.

A veces se ha presentado el contraste Marta- María como una ejemplificación de dos aspectos contrarios de la vida cristiana: el activo y el contemplativo, pero en realidad no se trata de aspectos contrarios sino complementarios; son los dos aspectos de una sola realidad: el amor a Cristo.

Hoy hemos visto en el evangelio un ejemplo de esta entrega al Señor.  Marta cree firme y profundamente en Jesús pues le dice: «estoy segura que Dios te concederá cuanto le pidas», y en medio del dolor por la pérdida de su querido hermano, hace una profesión de fe – que es todo un modelo- en la misión de Jesús y en el centro de esa misión: su misterio pascual de muerte y vida nueva.   Marta le dice: «creo firmemente que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, el que tenía que venir al mundo».

Al celebrar la Eucaristía, presencia de Cristo en su Pascua, conmemoramos a esta gran amiga de Cristo, la vemos como un modelo de servicio a Cristo, modelo aplicable a todas las maneras como Él se nos hace presente hoy.  Su fe firme en la Pascua es también un modelo para la nuestra.

Que de esta Eucaristía saquemos la fuerza y el valor para ser, cada vez más, unos auténticos testigos de Cristo.

Martes de la XVII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 13, 36-43

Hoy escuchamos la explicación que Jesús hace de la parábola de la cizaña.  Los discípulos quieren una explicación más detallada y profunda, y Jesús no deja de iluminar a quien se le acerca en humildad y apertura.

Vimos cómo el mundo aparece dividido en dos bandos: por una parte, el buen sembrador y la buena semilla: el Hijo de Hombre, Jesús mismo y los ciudadanos del Reino.  Por otra parte, el demonio y sus partidarios.  Esta división entre el bien y el mal, entre los seguidores del Señor y los que lo rechazan, está en pugna; sabemos que no sólo existe a nivel mundial, sino también dentro de cada uno de nosotros.

La parábola nos habla de la tolerancia de Dios, de su paciencia, pero nos insinúa también la paciencia y tolerancia que debemos tener nosotros y que debe ser reflejo de la de Dios.  Todo es en vista de la salvación del malo; esta misma paciencia va a estimular a la conversión.

Pero llegará el «tiempo de la cosecha» y allí quedará llanamente determinado lo que es cizaña y lo que es buen grano.  «Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino del Padre».

Seamos, con la palabra y con el sacramento, buen trigo para nosotros y para los demás.

Lunes de la XVII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 13, 31-35

Cada una de las parábolas de Jesús busca ilustrar por medio de imágenes algo que sobrepasa a nuestro limitado conocimiento. Por ello Jesús siempre dice: «Es semejante a…» y con ello nos da una idea de que es o que significa el Reino. Jesús hoy propone dos ideas que están unidas por el termino: Crecer. El Reino no es algo estático sino es algo vivo y que se desarrolla (imagen del árbol), y al mismo tiempo es algo que tiene que abarcarlo todo (imagen de la levadura). Las dos ideas tienen en común que comienza con algo muy pequeño pero que termina por abarcarlo todo y ser la casa de todos.

A veces, pensando en nuestros ambientes poco cristianos, podríamos sentir la tentación de decir: «Todo mi esfuerzo por instaurar los valores del Reino en mi medio (escuela, oficina, barrio, etc.) es tan poco… soy el único.., etc. Jesús te dice; tú eres ese grano de mostaza, tu acción en tu propio ambiente es la levadura… si eres fiel y constante, el grano crecerá y la levadura terminará por fermentar a toda la sociedad. La obra de Dios siempre empieza con poco. Nuestra evangelización empezó con solo 12 hombres que actuando como levadura llagaron a impregnar a toda la sociedad con los valores del Reino.

Tú y yo, a pesar de nuestra pequeñez y miseria, podemos ser también los elementos para que el Reino llegue a abarcarlo todo. ¡Animo!

Viernes de la XVI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 13, 18-23

Son muchos, miles los que cada domingo (al menos), escuchan la palabra de Dios durante la Misa dominical, son muchos los que reciben la semilla del Evangelio. Sin embargo es triste constatar que en nuestro mundo no se ven muchos frutos evangélicos.

Para muchos de nuestros cristianos, se aplica la primera parte de esta parábola, pues son muchos los que no ponen atención en la misa, que van a misa solo «por cumplir», que no se toman la molestia de leer la hojita o el libro para reflexionar en la Palabra; son muchos los que aun habiéndola escuchado, no les interesa vivirla; otros más son los que quisieran vivirla pero las invitaciones de los amigos, las tentaciones del confort, los puestos superiores y otras vanidades del mundo, impiden que den fruto.

Son verdaderamente pocos a los que se aplica hoy en día el final de la parábola; son pocos los que abren totalmente su corazón al evangelio y que buscan encontrar la manera de hacerlo vida, que buscan comprenderlo, más que con la cabeza, con el corazón.

Dios nos ha llamado a dar fruto, la tierra de nuestro corazón, es tierra buena, apartemos de nuestra vida todo aquello que pueda impedir que la semilla del Evangelio dé fruto…

Esforcémonos por ser de los que llenan de fruto la vida, y más aún, de los que hacen que este fruto permanezca.

Santa María Magdalena

San Lucas nos presenta a María Magdalena entre las mujeres de Galilea que seguían a Jesús y lo servían con sus bienes (8,2).  Los evangelios la mencionan entre las mujeres que están al pie de la cruz, y hoy hemos escuchado la experiencia que ella tuvo del Señor resucitado y su misión ante los Apóstoles.

María Magdalena es aquella que, en la mañana del día de Pascua, corrió sola hacia la tumba, la encontró vacía, y suplicó al supuesto jardinero que le dijera dónde había puesto el cadáver de su Señor.  Después, el que había tomado por el jardinero se dio a conocer como Cristo resucitado.  Ella misma, como tocada por un rayo, cayó a sus pies, para levantarse luego llena de júbilo e ir a anunciar a los Apóstoles el increíble mensaje.

Esta experiencia de María Magdalena de ver a Cristo resucitado, es la misma que tuvieron los discípulos de Emaús, y luego la de todos los Apóstoles.  Primero no reconocen a Cristo.  La Magdalena creía que era el jardinero, los discípulos de Emaús creían que era un caminante más, y los apóstoles pensaron que era un fantasma.  Luego viene un signo material por el que reconocen a Cristo: la palabra «María», la fracción del pan.  Con los apóstoles fue algo más difícil: «Vean mis manos y mis pies, tóquenme, traigan algo de comer…» Y por último el testimonio.  Jesús les dice a los apóstoles: «Ustedes son testigos de esto».  Los discípulos de Emaús se regresan a Jerusalén, a unos 11 kms y de noche; pero es que no les cabe en el corazón el gozo y van a anunciar la Buena Nueva.  A María Magdalena el Señor mismo le ordena: «Ve a decir a mis hermanos…»  Los Padres antiguos hacían notar que la Magdalena había sido testigo de la resurrección para los mismos testigos oficiales.  Por eso se le llegó a llamar «apóstol de los apóstoles».

María Magdalena llegó a ser la discípula más fiel del Señor, la mujer que cuidaba de Él durante sus peregrinaciones.  Por el Señor abandonó su casa y su tierra; por Él se separó de amistades y parientes y se unió a los apóstoles, pescadores de lago de Genesaret, aceptando todas las inclemencias de los viajes, sirviéndolos a todos con verdadera humildad.  Así como el Señor se había mostrado magnánimo con ella, su respuesta no se queda atrás.

Pediremos en esta Eucaristía por intercesión de Santa María Magdalena seguir el mismo proceso: Que reconozcamos siempre a Cristo en todas las formas en que se nos hace presente; que de ese contacto vital con el Señor saquemos siempre vida nueva y entusiasmo nuevo, y lo proyectemos en nuestro ambiente familiar, de trabajo, de comunidad.

Martes de la XVI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 12, 46-50

Este pasaje es conocido como «la verdadera familia de Jesús».

Algunas interpretaciones equivocadas buscan ver en este pasaje un rechazo de Jesús hacia María y hacia su familia.

La verdad es que Jesús aprovecha la visita de su Madre y de sus parientes (en otra oportunidad hablaremos de la palabra hermanos en la Biblia) para instruir a sus discípulos: La verdadera familia de Jesús no es únicamente la que lo une por los lazos de sangre, pues esto se rompen con la muerte e incluso puede haber algunos que aun teniendo la misma sangre decidan no seguir la voluntad del Padre.

La verdadera familia es la que vive conforme al evangelio, es la que ha sido adoptada por el Padre como hijos por medio del Espíritu Santo. Él como Hijo del Padre, ve que sus hermanos deben de ser también hijos de Dios.

Esto de ninguna manera es un desprecio ni para sus parientes y mucho menos para su madre, la cual si por algo se distinguió en la vida fue por hacer la voluntad de Dios.

De acuerdo a esto nuestro parentesco con Jesús se refuerza en la medida en que nos aplicamos en hacer la voluntad del Padre, que no es otra que la de vivir conforme al Evangelio.

Recordemos que en otro pasaje ya nos había dicho: «No todo el que me dice: Señor, Señor se salvará sino el que hace la voluntad del Padre». Apliquemos pues hoy todo nuestro día en vivir de acuerdo al Evangelio.

Lunes de la XVI semana del Tiempo Ordinario

Mt 12, 38-42

Hoy en día todavía nuestra generación busca de Jesús una señal prodigiosa para creer: «Señor sana a mi hijo»; «Señor, que consiga un buen trabajo»; «Señor,…».

Lo triste del asunto es que después de recibir la señal, no bastándonos la prueba y señal de su resurrección, la respuesta de fe de muchos de nuestros cristianos es insignificante.

¿Cuántas veces hemos recibido lo que hemos pedido? Y ¿cómo ha sido nuestra respuesta después de haberlo recibido? Después de que Jesús nos ha dado la muestra de su amor, la fe no se desarrolla.

Por unas semanas vamos a misa o hacemos algo más de lo que hacíamos, pero rápidamente se nos olvida y la conversión no crece, no madura.

No seamos de los que buscan a Jesús por sus milagros y las muestras de su amor, sino más bien de los que buscan al Señor de los milagros para rendirle nuestro amor.

Estamos llamados a corresponderle por amor a Dios, por todo el amor que Él nos ha demostrado.

La Virgen del Carmen

Con el gozo que proporciona celebrar una fiesta en honor de la Madre de Dios, honramos hoy a la Virgen bajo la advocación del Carmen que, cada mes de julio, se hace un hueco especial en cada corazón y en cada familia. La devoción por la Virgen del Carmen hunde sus raíces en el Antiguo Testamento en torno al monte Carmelo, donde Elías, el profeta, solía retirarse para encontrarse con el Señor. Andando el tiempo, se formaliza en el Medievo, cuando a las comunidades de monjes reunidas en ese monte, San Alberto, Patriarca de Jerusalén, da algunas normas para vivir una vida centrada en la devoción por la Virgen Madre, que confirma dicha elección entregándoles el “escapulario” al invocar la protección de la Virgen, Madre de los frailes y monjas carmelitas, los cuales han propagado esta devoción en la Iglesia para bien de todos los cristianos. Invocamos a la Virgen del Carmen como “Puerta del cielo” en el peligro de la muerte y también como “Estrella del Mar” que orienta a sus hijos en aquellas situaciones en las que podemos hundirnos por la falta de esperanza, de la misma manera que zozobra un barco cuando los vientos son contrarios. Santo Tomás de Aquino dejó escrito: «A María Santísima se la llama Estrella del mar porque, de la misma manera que por la estrella se dirigen los navegantes a puerto, así, por medio de María, se dirigen los cristianos a la gloria». Y el gran San Bernardo exhortaba diciendo: «Mira a la Estrella, invoca a María», trayéndonos a la memoria que María es imagen de la misericordia que nos viene de Dios. Así es: del profeta Elías cuenta la Escritura que, en cierta ocasión en la que rezaba a Dios por la lluvia -después de una sequía de años- le avisaron de que ya se veía en el horizonte una pequeña nube. El profeta comprendió que era el presagio de la gran lluvia que vino a continuación, confirmando así la oración del profeta a Dios. En su larga tradición, la Iglesia ha visto en esa “nubecilla” que apareció en el Monte Carmelo un anuncio de María que nos trajo al mundo a su Hijo y a través de Él nos llegaría la más grande lluvia de gracias sobre todos nosotros: el Santo Espíritu de Dios. Todos necesitamos este “rocío” celestial que hace de nosotros verdaderos hijos de Dios e hijos de María.

El Evangelio que ha sido proclamado nos presenta a María a los pies de la Cruz: «Junto a la Cruz de Jesús estaban su Madre, la hermana de su Madre, María la de Cleofás, y la otra María, la de Magdala» (Jn 19, 5). Y Jesús, dirigiéndose a su Madre, le invita a caminar en el decisivo tramo de la fe: «Jesús, viendo a su Madre, y al lado al discípulo que tanto quería, dijo a la Madre: ¡Mujer, ahí tienes a tu hijo! Y después dijo al discípulo: ¡Ahí tienes a tu Madre!» (Jn 19, 26-27). ¿Qué pueden significar estas palabras pronunciadas en el momento más grande de la historia? Jesús quiere decirle a la Virgen: “Madre, no llores por mí: tú sabes que Dios es amor, tú ves el amor de Dios porque sabes poner tu mirada donde ningún otro es capaz de ver. Madre, ¡ama con el mismo amor de Dios! ¡Sé Madre, más aún, yo te lo digo, tú eres Madre!”. Y puesto que María acogió en el corazón el Amor de Dios, se transforma en la más grande presencia del Amor de ese Dios en el desierto de amor de la humanidad. Desde ese momento, la Virgen es oración viviente por cada uno de sus hijos. María es, desde entonces, quien intercede por nosotros en todos los lugares del mundo. Ésa es su misión de madre, y ya para siempre. En nuestro país, la Virgen del Carmen es también Patrona de todas las gentes del mar. La Madre y Estrella del Mar nos ayuda a través de nuestra singladura por el océano de la vida y nos guía por sus procelosas aguas hacia el puerto seguro, que es siempre la salvación que nos ha traído su Hijo. Esta devoción por la Madre de Dios es la que nuestros mayores nos enseñaron a buscar desde niños. La protección de la Virgen del Carmen nos introduce en el hondón de nuestra existencia y siempre se encuentra ahí como madre que es para acompañarnos y consolarnos en los momentos difíciles. Ante Ella nos postramos llevando devotamente su Escapulario, signo de su ser Madre y de la salvación divina. En efecto, con esa tela o pequeño manto recordamos que, de la misma forma que Jesús fue envuelto en pañales por la Virgen, también nosotros queremos, como Jesús, ser cubiertos por su manto, que es signo de la protección maternal de María. Y con el santo escapulario manifestamos nuestra pertenencia a la Virgen María: llevamos un signo que nos distingue como sus hijos amados. El escapulario es para cada uno de nosotros símbolo de la consagración a María como nuestra Madre. Y consagración significa pertenencia: “pertenecer a María” es entregarnos a Ella para que nos guíe, nos enseñe, nos moldee por su sabiduría y amor maternal y poder así llegar al destino final de nuestra existencia, el puerto seguro de la vida eterna que es el encuentro definitivo con su Hijo Jesús. Por tanto, hermanos, cubiertos de ese “escudo de salvación”, reavivemos nuestra devoción y nuestro deseo de caminar por la vía de la santidad, renunciando al pecado, que es siempre lo que divide y rompe las familias, hundiendo a sus miembros en la soledad y el desamparo. Dejémonos alcanzar por el ejemplo de la Virgen Madre, que siempre llevó a su Hijo en el corazón, de la misma manera que lo engendró en su seno. Que la Virgen del Carmen proteja a nuestro pueblo, y que la devoción hacia ella sea para nosotros una potente luz que nos ilumine, de manera que, como Jesús, pasemos por este mundo “haciendo el bien”. Y el bien más concreto que podemos realizar es convertirnos en transmisores de esta misma devoción a nuestros hijos, como nosotros la recibimos de nuestros padres. Enseñémosles, como recordaba San Bernardo, qué significa eso de “Mira la Estrella, invoca a María” para que puedan ir por la vida – sobre todo los adolescentes y jóvenes, sabiendo que la misma edad los lleva a veces por caminos a veces arriesgados- con la seguridad de que, en manos de la Virgen, estamos siempre cerca de Jesús y no hay más alegría y seguridad que sentirnos parte de esta Familia en la que el Señor se nos ha hecho presente. Que, por sus ruegos, el Señor derrame su bendición sobre todos nosotros.

Miércoles de la XV semana del tiempo ordinario

Mt 11, 25-27

A veces se dice: «Yo no sé hacer oración».

Esto hace o haría pensar que la oración es algo complicado, algo difícil que solo algunas personas pueden hacer.

Jesús dice hoy que es precisamente la gente sencilla quien pude comprender el grande misterio de la Oración (y en general de los grandes misterios de Dios).

Orar no es otra cosa que dirigirse con humildad y sencillez a Dios, como un amigo a otro con sus propias y, algunas veces, toscas palabras.

Es en el ejercicio de esta actividad, considerada por muchos como pérdida de tiempo, en donde el Hijo revela al Padre, en donde se pude llegar a conocer el amor y la plenitud de Dios, en donde el hombre encuentra el verdadero sentido de su vida.

Así le ha parecido bien al Padre.

Dediquemos pues suficiente tiempo a nuestra oración personal y hagámosla con humildad y sencillez, pues así le gusta al Padre.