Homilía para el 8 de noviembre de 2018

Lc 15, 1-10

En este capítulo, san Lucas ha recogido quizás las más bellas parábolas que Jesús dijo, pues son las que nos expresan el infinito e incansable amor de Dios por nosotros sus hijos.

Con Jesús todo cambia. En pasajes anteriores había roto con esa ideología que expresaba que riqueza y salud era señal de justicia y había dejado a los escribas y fariseos lejos de sus seguridades. Pero también los discípulos tienen que cambiar su mentalidad y buscar en su interior la presencia de Dios.

Hoy cambia la imagen de Dios y su relación con los pecadores. En el Antiguo Testamento encontramos que Dios es justo y entendemos que a graves pecados corresponde también graves castigos. Es un gran paso cuando descubrimos que hay conversiones y arrepentimientos que logran apaciguar la ira de Dios, y contemplamos sorprendidos cómo Dios ama más allá de la bondad y la justicia de la persona que se ha arrepentido.

Pero ahora Jesús plantea algo que se sale de toda lógica. La nueva imagen que Jesús nos ofrece de Dios, causa graves escándalos: Jesús come, convive y comparte con los pecadores. ¿Cómo entenderlo si Él es justo, el puro el que no tiene pecado? Las críticas de sus adversarios tienen razones fuertes y quizás si nos ponemos en su lugar, también nosotros estaríamos criticando.

La nueva dinámica del amor de Dios es buscar al pecador cuando todavía no se ha arrepentido, ofrecer el amor de Dios, aunque se haya alejado. El capítulo 15 de san Lucas nos ofrece esta nueva imagen y comienza con estas dos parábolas que se han hechos clásicas al anunciar el perdón: la oveja perdida y la dracma perdida.

Lejos han quedado las imágenes aterradoras de un Dios castigador, para dar lugar a la dulce imagen de un Pastor que recorre barrancos y montañas para encontrar a aquella caprichosa oveja que se ha alejado del redil.

La imagen de una mujer que barre la casa hasta dar con la moneda que se ha extraviado añade esta sensibilidad femenina de quien cuida todo lo que se le ha confiado. Y en ambas está fuertemente subrayada la alegría de la conversión y del encuentro.

Más que castigo es reconciliación, más que condena es búsqueda, más que temor al Dios iracundo es el dolor por no corresponder a un amor fiel. De ahí brota la plena alegría.

¿Seremos nosotros capaces de convertirnos o nos quedaremos en temores, leyes y acusaciones contra Jesús?

Hoy Jesús está aquí y te llama.

Homilía para el 7 de noviembre de 2018

Fil 2, 12-18; Lc 14, 25-33

El evangelio de hoy suena bastante extraño. Es desconcertante escuchar que Jesús diga que sus discípulos deben abandonar su padre, a su madre, a su esposa e hijos, a sus hermanos y hermanas. Lo que se quiere subrayar es que nadie puede permitírsele que nos aparte de Jesús, ni aun cuando esta persona nos sea muy cercana.

No ha faltado quien a escuchar este Evangelio juzgue equivocadamente la propuesta de Jesús. Quizás nos ayude la sentencia que dirige san Pablo a los filipenses, para comprender mejor este Evangelio de hoy: “seguid trabajando por vuestra salvación con humildad y con temor de Dios, pues Él es quien os da energía interior para que podáis querer y actuar conforme a su voluntad” y sigue dando otros consejos. Pero lo que quiero resaltar es el punto clave que nos señala san Pablo sobre qué es lo que nos mueve en nuestro interior.

Cuando nos movemos por intereses monetarios, por homenajes humanos y por placeres será muy difícil comprender el Evangelio. Cuando nuestro interior se llena del amor de Dios todo empieza a adquirir su justa dimensión.

¿Qué hay en nuestro interior? Parecería ser esta la pregunta que ahora Cristo nos dirige y pone muy claras las condiciones para su seguimiento. Nada será más importante que ese amor de Dios que nos lleva a una radical decisión de seguirlo. No es mirar las cosas materiales como males, sino darles su justa dimensión; no es considerar la familia o el cuerpo como pecado, no es hacer una división intransigente entre cuerpo y alma, es darle a toda la persona su verdadera dimensión de Hijo de Dios de una manera integral.

Mirarse a sí mismo no es odiarse o mirarse con desprecio, sino apreciarse como verdadero hijo de Dios. Pero no colocarse como único Dios, como pretenden las modernas ideologías que colocan al hombre sobre todas las cosas, pero que acaban despreciando a los otros hombres y mujeres para afianzar el egoísmo.

Cargar la cruz es asumir la misma misión de Jesús que obedece al Padre con alegría y plenitud, pero que se llena de amor y entrega también a todos los hombres por quien se ha hecho carne.

San Pablo nos invita a seguir el camino de Jesús y a hacerlo todo sin quejas ni discusiones para que podamos ser verdaderamente hijos de Dios y brillar como antorchas en el mundo.

Cuando Jesús pone muy claramente sus condiciones está suponiendo que hay un corazón que lo ama, de otro modo no se entienden renuncias estoicas y miserias humillantes.

La cruz tiene el sentido del amor y de la resurrección que da vida a todas las personas.

¿Cómo estamos nosotros siguiendo a Jesús?

Homilía para el 6 de noviembre de 2018

Lc 14, 15-24

La gratitud es una flor exótica que cada día resulta más difícil encontrar. Hoy Jesucristo nos presenta la parábola de los invitados que rechazan acudir a la boda.

¿Quién está en el camino? ¿Dónde encontramos a los parados, a los malhechores, a los inválidos y ciegos? Ciertamente quienes están en el camino no tienen las mejores recomendaciones y son vistos con desconfianza. Por el contrario se trata de invitar con riguroso pase a quienes son importantes porque nos dan algún beneficio o simplemente nos conviene tener esa clase de relaciones.

La mesa del banquete está lista para todos estos personajes considerados honorables y justos, deseables, pero no se dignan participar en la mesa que ofrece el Señor. ¿Por qué? Jesús nos deja entrever que están muy ocupados y no en la construcción del Reino, sino en sus intereses muy personales, comprensibles y suficientes para una justificación razonable, pero no para abandonar la mesa del Reino. Ni bueyes, ni matrimonio son razones suficientes para dejar a un lado la mesa del Reino.

Cuando se sobreponen los intereses materiales a las propuestas del Reino, algo anda mal. Claro que se podría con un terreno nuevo participar en la construcción del Reino, un bien puesto al servicio y disposición de la comunidad, sería muy útil, pero si el terreno nos aleja de los hermanos y pone barreras para compartir la mesa, algo anda mal.

No se diga de los bueyes, instrumentos indispensables para el trabajo del campo, pero cuando a causa de los instrumentos del trabajo, nos alejamos de aquellos que también los necesitan y no colaboramos al bien común, en lugar de construir, destruimos, les quitamos su verdadero sentido.

La familia, los nuevos esposos, no hay nada más digno y razonable que nos ayude a construir una sociedad digna, pero cuando la familia nos encierra, nos obstaculiza y nos pone barreras, no podemos decir que estamos construyendo comunidad.

Es muy común poner por encima de los bienes comunes y a veces hasta de la propia dignidad de las otras personas el bien de la familia o de un grupo que consideramos familia, y así se comenten injusticias, se crean monopolios, se rehúyen los compromisos de nuestra comunidad. Pretextos no faltan.

Y la invitación de Jesús a compartir una mesa común sigue en pie. Quizás los que no tienen nada que perder se animan a construirla, quizás los que tienen el corazón limpio sean los que más se entusiasmen.

Al final los pobres son los verdaderos sujetos de salvación y de liberación integral. Son los anunciadores creíbles del Evangelio.

Homilía para la Conmemoración de los Fieles Difuntos

Hoy conmemoramos y recordamos a nuestros difuntos de una manera especial. Hoy recordamos a todos esos seres queridos, que echamos de menos, porque caminaron más deprisa que nosotros y dejamos de verlos como se deja de ver a quien camina delante de nosotros y lo perdemos de vista. Hoy también es un día de añoranza, pero ¡ojalá sea hoy también un día de oración, para que nuestros difuntos sean acogidos en la plenitud de vida, por la misericordia de Dios! 

Estamos de paso en esta vida, pues nuestro destino es el cielo. Sin embargo la realidad de la muerte nos sigue desconcertando porque hay en nosotros un deseo de vivir, de ser eternos, por eso a muchas personas les angustia la muerte, les da miedo, pues creen que con la muerte se acaba todo.

Hay personas que quieren olvidar lo más pronto posible este triste suceso y volver de nuevo a la rutina de la vida. Pero tarde o temprano, la muerte va visitando nuestros hogares, quitándonos nuestros seres más queridos.

¿Cómo reaccionar ante esa muerte de un ser querido? ¿Qué hacer ante el vacío que van dejando en nuestras vidas tantos familiares y amigos queridos que han muerto?

La muerte es una puerta que cada uno tiene que pasarla en solitario. Una vez cerrada la puerta, el muerto se nos oculta para siempre. Ya no lo vemos más físicamente. Ese ser tan querido y cercano se nos pierde en el misterio de Dios.

¿Cómo podemos relacionarnos con nuestros difuntos? La Iglesia nos dice cómo tenemos que hacerlo. La Iglesia no se limita a asistir pasivamente al hecho de la muerte ni tan sólo a consolar a los que quedamos aquí llorando a nuestros seres queridos. La Iglesia se solidariza fraternalmente con el difunto. La Iglesia acompaña al difunto, pide por él para que pueda encontrarse con Dios en el cielo.

Cuando rezamos y pedimos por nuestros difuntos, tenemos que hacerlo desde una oración de confianza. Hay que decirle a Dios: “Padre de bondad, en tus manos encomendamos el alma de nuestro hermano”.

Decir esto es como si dijéramos a ese ser querido que se nos ha muerto: “Te seguimos queriendo, pero tú te vas y tu partida nos entristece. Sin embargo, sabemos que te dejamos en mejores manos. Esas manos de Dios son un lugar más seguro que todo lo que nosotros te podemos ofrecer ahora. Dios te quiere como nosotros no hemos sabido quererte. En Dios te dejamos confiados”.

Esta confianza nace de nuestra fe en Jesucristo. Jesucristo ha resucitado y nosotros vamos a resucitar con Él. Sin la resurrección, nuestra fe sería absurda. ¿Para qué creer en un Dios creador del universo y de la humanidad y que al cabo de unos millones de años, ese Dios vuelva a quedarse sólo con una tierra convertida en un cementerio donde estuvieran enterrados los millones de seres humanos ­–sus hijos– que Él ha creado?

¿No sería totalmente absurdo que el Hijo de Dios se haga uno de nosotros, y diera su vida por nosotros y después de marcharse de nuevo al cielo, todos nosotros nos convirtiéramos en ceniza de sepulcro? ¿A qué vendría hacerse hombre y mujer, trabajar, sufrir y morir como seres humanos que al fin van a desaparecer?

El Evangelio está lleno de palabras de resurrección: “Yo soy la resurrección y la vida”, “quien cree en mi tiene vida eterna”, “el que come mi carne tiene vida eterna”.

Por eso celebraciones como la de hoy es para reafirmarnos en que nuestros seres queridos, aunque no los veamos están. Y están envueltos en el cariño de Dios, disfrutando de la belleza de Dios, participando de la energía de Dios que fue capaz de sacar de la nada lo que existe.

La fe nos dice que no hemos sido creados para la muerte, sino para la vida; que Dios no lo es de muertos sino de vivos; que la muerte, que entró en el mundo por el pecado, ha sido vencida por Cristo Resucitado. Y nosotros, aunque tengamos que morir, no vamos a la nada, vamos al amor de Dios que nos espera más allá de la muerte. 

Por eso, no tengamos miedo a la muerte, porque si amamos, si hemos vivido abiertos al amor de Dios y de los demás, pasaremos por el trago de la muerte, pero no moriremos para siempre.

Hay que aprender a aceptar la muerte como algo que forma parte de la vida. Esto se logra poco a poco, fiándonos de Dios, poniendo en Él nuestra confianza. Los cristianos sabemos que todo no acaba con la muerte. Sabemos que el amor es más fuerte que la muerte.

Cuando muere una persona que queremos, nuestro amor hacia ella permanece intacto y, aunque pasen los años, el amor no muere nunca.   Por eso hoy hemos de decirnos: “Voy a resucitar. Me voy a morir y voy a resucitar”

Eso estamos proclamando en esta celebración, en la conmemoración de los fieles difuntos: estamos diciendo que Dios nos creó para una vida que supera al tiempo y al espacio. 

Homilía para el día 1 de Noviembre de 2018

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

Celebramos hoy el día de Todos los Santos; los santos de todos los tiempos habidos hasta ahora; los santos conocidos y los anónimos; los que han sido reconocidos por la Iglesia y los que no; los que están canonizados y los que no lo están.

Hay 3 tipos de santos: los canonizados, es decir, los inscritos en la lista de la Iglesia, oficialmente proclamados como tales; a lo largo del año litúrgico vamos celebrando sus fiestas; están también los santos no canonizados, pero no por eso menos santos; son todos aquellos que gozan de la compañía de Dios, aunque no se les haya reconocido oficialmente esa condición de santidad; y están los “santos en curso”, es decir, nosotros, los que hemos aceptado la fe y nos esforzamos por vivir en coherencia con esa fe.

Hoy celebramos a todos los santos, no solo a los que están en nuestras listas oficiales sino a los que están en las listas de Dios, que son muchísimos. Son nuestros hermanos, los mejores hijos de la Iglesia. En ellos encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad.

Hoy nos alegramos porque una multitud de hermanos nuestros participan de la felicidad de Dios, esa felicidad que todos buscamos mientras vivimos peregrinando en este mundo.

Los Santos no han sido ángeles y héroes de otro planeta, son “nuestros hermanos”, personas que han vivido este nuestro mundo. Fueron hombres y mujeres de nuestra misma carne y sangre, con las mismas luchas y contradicciones que nos acompañan en muestra luchas, necesidades y contradicciones, como seres humanos. Poco ayudados generalmente como nosotros por el ambiente, pero han amado, se han esforzado y han realizado en sus vidas el proyecto de vida de Cristo.

Los santos son aquellas personas que la Iglesia hoy propone como modelo porque de una manera heroica y constante lucharon para que la Gracia triunfara en su ser y en su obrar.

Los Santos han respondido positivamente al llamamiento del Señor a vivir la santidad. Esta llamada está dirigida a todo el mundo. Todos somos llamados a la santidad, es una llamada universal.

Pero ¿Qué es la santidad? Santidad no es una palabra rara. Santidad es sencillamente vivir y actuar en Gracia de Dios. Esto quiere decir que debemos borrar, eliminar el pecado en nuestra vida. La gracia es la luz, el pecado es la tiniebla. En segundo lugar la Gracia nos hace amigos de Dios, atrayendo hacia nosotros todas las bendiciones de Dios.

Los santos han sabido reconocer que son pecadores, pero esto no les ha impedido pedir perdón a Dios y reconocer la misericordia de Dios con el pecador arrepentido.

Ellos, los Santos, se han alimentado asiduamente de la palabra de Dios y del Pan de Vida Cuerpo y Sangre de Cristo, ellos han sido fieles a la Iglesia, ellos han sufrido también muchas tribulaciones pero sin perder la alegría del corazón y con la esperanza puesta siempre en Dios, ellos han sabido decir siempre sí a la voluntad de Dios.

Ellos impulsados por el Espíritu del Señor han buscado a Dios con el corazón sincero que es el sentido de la vida y se han dejado encontrar por Dios, por el Dios de Jesucristo, Dios que es amor, ellos han hecho un seguimiento firme, decidido, valiente de Jesucristo y han vivido heroicamente las virtudes cristianas, ellos hechos de barro como nosotros han comprendido el misterio del amor de Dios revelado en Jesucristo y han respondido a su llamamiento con verdadera conversión de corazón.

Ellos fueron felices porque en el camino de esta vida hacían el esfuerzo con la gracia de Dios de configurarse cada día más y más a la imagen de nuestro Señor Jesucristo verdadero modelo de santidad y de vida por esto estaban siempre alegres, contentos, felices porque vivían una vida con Cristo en Dios.

Ellos son santos porque vivieron el amor, porque creyeron en el amor. Dios nos ama por igual a todos, pero no todas las personas saben reconocer ese amor de Dios de la misma manera; no todos son conscientes de ese amor y no todos responden al amor de Dios con la misma intensidad. Ellos son santos porque vivieron el amor a Dios de una manera real e intensa y se esforzaron por ir perfeccionando día a día la vivencia de ese amor.

Alegrémonos, pues, hoy, por todos esos hermanos nuestros que ya gozan de la presencia de Dios; que rueguen por nosotros para que también nosotros podamos gozar un día de la presencia de Dios con todos ellos y sobre todo no nos olvidemos que a todos nos llama Dios a la santidad, a ser felices por el camino de la Gracia y del amor a Dios y a nuestros hermanos.

Homilía para el 31 de octubre de 2018

Lc 13, 22-30

Hoy se escucha decir: «Dios es tan bueno, que la verdad yo creo que nos va a salvar a todos». Esta expresión es en parte verdad y en parte no.

Entrar en el Reino de Dios es difícil. Muchos los miran como entrar a un campo de futbol, que una vez obtenida la entrada todo lo demás será fácil, porque ante la entrada se abre todos los accesos. Muchos perciben así la religión, como una especie de comercio para entrar en el cielo. Pero se equivocan rotundamente. No es comercio, es vida, es amor y es entrega. Jesús lo compara con el camino estrecho y la puerta estrecha que exige un cambio profundo de mentalidad, que no permite entrar cargados con todos nuestros aditamentos que se nos han ido pegando en el camino. Lejos de tener una entrada, se tiene que tener el corazón dispuesto.

El banquete y la mesa están preparados, son la mejor imagen que ofrece Jesús a sus discípulos, pero discípulo no es el que lo llama “Señor, Señor”, ni el que aparenta comer con Él. Se necesita conocer a Jesús y ya dice el refrán “que a los amigos se les conoce en la cárcel, en la enfermedad y en la pobreza.

Cuando hemos sido capaces de encontrar a Jesús en estos lugares y vivir ahí la amistad que tenemos con Él, seguramente estaremos participando con Él en el Reino.

¿Qué diríamos? Al participar con Él en esos sitios tan exclusivos, tan condenados y tan cerrados, ya estamos participando del Reino porque estamos viviendo con Jesús.

Lo sorprendente que nos ofrece esta parábola es esa especie de dualidad que se percibe en los que insistentemente tocan la puerta y aseguran conocerlo pero no lo han descubierto y esto queda plenamente confirmado en la acusación que hace Jesús: “apartaos de Mí todos vosotros que hacéis el mal”

Está en completa contradicción ser seguidor de Jesús, decirse su discípulo y hacer el mal. Quizás la más grave acusación que se nos ha hecho como católicos es que vivimos en complicidad con la injusticia, con la mentira y con el pecado.

Las otras agresiones que brotan de predicar y vivir el Evangelio ni siquiera tendríamos que tenerlas en cuenta. Lo graves es que podría ser verdad que nos decimos católicos y seguidores de Jesús y estamos actuando mal.

Mientras el Evangelio gana espacio en quienes buscan la justicia y la verdad, nosotros podemos quedarnos fuera por no ser coherentes con nuestro seguimiento de Jesús.

¿Qué le respondemos al Señor en este día? ¿Somos coherentes?

Homilía para el 30 de octubre de 2018

Lc 13, 18-21

Este pasaje nos llena de esperanza pues nos instruye sobre una realidad muy importante del Reino y es el hecho de que éste se realiza de manera, podríamos decir oculta, pero que con el tiempo llega a ser «como un gran árbol».

En muchos países se vive la fe en grandes dificultades porque los cristianos son minoría, y vistos con desprecio y hasta con burla. En la “católica Europa” se ha desencadenado una actitud crítica y cuestionante ante todo lo que huela a jerarquía, autoritarismo y dogmas.

¿Cómo podemos ahora vivir nuestra fe? y ¿cómo podemos anunciarla, si parecería que debemos escondernos a vivirla en el silencio y en la oscuridad?

La respuesta la tenemos en la misma actitud de Cristo y en sus enseñanzas. Muy a pesar de que los evangelios, con frecuencia se hable de multitudes, del éxito de los milagros, podemos intuir que aquella nueva doctrina que desenmascaraba las injusticias, que critica las leyes rígidas y las intransigencias, que ponía al descubierto las hipocresías, no tendría ni tantos seguidores, ni un camino tan lleno de éxitos y de tranquilidad. Pero a Jesús lo que le importa es la vida interior aunque parezca insignificante y pequeña.

A Jesús lo que le preocupa es su mensaje de amor, aunque se vaya sembrado en lo pequeño, entre espinas y dificultades. Lo ejemplos que utiliza brotan de la vida diaria, tan despreciada por los poderosos. Pero ahí en lo pequeño, en la oscuridad de la semilla escondida, en la plantita que brota pequeña y débil, en la levadura que se pierde en toda la masa, encuentra Jesús la mejor comparación para describirnos su Reino. No es de mucho ruido, pero sí de mucha profundidad; no es de alardes sino de servicio, que se pierda en medio de toda la masa, que requiere de una constante entrega de un día sí y otro también. El Reino de Jesús exige la donación para poder dar fruto.

A nosotros nos gustan más los éxitos rimbombantes y los platillos sonoros. A Jesús le gusta el silencio, la entrega, la donación.

Se construye más colocado un granito más a la edificación que haciendo el ruido estrepitoso de la destrucción. Y esto a los jóvenes los emociona y los reta y nos lo exigen.

No tengamos miedo de seguir el ejemplo de Jesús. Construyamos siempre en el anonimato, en el servicio, siempre con Jesús.

Homilía para el 26 de octubre de 2018

Ef 4, 1-6; Lc 12, 54-59 

El gran reto del Concilio Vaticano II fue abrirse a un mundo del cual la Iglesia estaba cada vez más lejana y que ya no correspondía a las necesidades sus estructuras y sus pensamientos. Se exigió discernir los tiempos y nos abría a los gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias de todos los hombres de nuestros tiempos, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren y nos pedía que fuera a la vez compartido por los discípulos de Jesús como propios, pues no hay nada verdaderamente humano que no encuentre eco en el corazón de Dios.

El discípulo es testigo y expositor de la fe en Cristo Jesús y debe dialogar con toda la familia humana en solidaridad, respeto y amor.

Han pasado 50 años y ahora en el Sínodo de los jóvenes se vuelven a escuchar no sólo las palabras del Concilio, sino las palabras mismas de Jesús: discernir.

¿Por qué no interpretan entonces los signos del tiempo presente?, nos dice Jesús. Para dar respuesta a esta inquietante pregunta deberemos estar bien afianzados en nuestra fe, firmes en la verdad que nos ofrece Jesús, pero también con una capacidad de simpatía y empatía con el mundo en el que vivimos y no comportarnos como agresivos y distantes del ambiente que nos rodea.

El discípulo de Jesús siempre estará dispuesto al diálogo, sin temor a nada de lo que es humano, pues precisamente el Hijo del Hombre vino a hacerse uno de ellos para llevar a plenitud a todos los hombres y a todo hombre y de un modo especial en el mundo de los jóvenes.

Tenemos que abrirnos a los nuevos escenarios para llevar el evangelio. No podemos ser testigos de Jesús viviendo sólo de tradiciones y oscuridades, sino tendremos que ser una comunidad que se deje interpelar cada día por la Palabra de Diosa, en escucha en silencio profundo y que se abre a los afanes diarios de todos los hombres.

Quizás uno de los más grandes testimonios que podemos ofrecer es el que nos propone hoy San Pablo: “un solo Cuerpo, un solo Señor; una sola fe, un solo bautismo” La unidad entre todos los miembros de la Iglesia, la unidad con todos los hombres y mujeres, sin guerras, sin discriminaciones, sin fundamentalismo, para vivir bajo el amor de un solo Padre que reina sobre todos y que actúa a través de todos. Este será nuestro mejor testimonio, como ahora lo exigen los jóvenes.

Homilía para el jueves 25 de octubre de 2018

Lc 12, 49-53

En el Evangelio de hoy nos dice Jesús: He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Ese es el fuego que Jesús trae a la tierra, un fuego que te pide un cambio: cambiar el modo de pensar, cambiar el modo de sentir. Tu corazón, que era mundano, pagano, se vuelve ahora cristiano con la fuerza de Cristo: ¡cambiar, eso es la conversión! Y cambiar también en el modo de obrar: ¡tus obras deben cambiar!

Jesús nos llama a cambiar la vida, a cambiar de camino, nos llama a la conversión.

Una conversión que lo involucra todo, cuerpo y alma, todo. Es un cambio, pero no un cambio que se hace con un disfraz: es un cambio que hace el Espíritu Santo, por dentro. Y yo debo poner de mi parte para que el Espíritu Santo pueda actuar, y eso significa lucha, luchar.

Eso comporta luchar contra el mal, también en nuestro corazón; una lucha que no te da tranquilidad, pero te da paz. No hay, no debe haber cristianos tranquilos, que no luchan; esos no son cristianos, son tibios. La tranquilidad para dormir puedes conseguirla también con una pastilla, pero no hay pastillas para la paz interior. Solo el Espíritu Santo puede dar esa paz del alma, que da fortaleza a los cristianos. Y nosotros tenemos que ayudar al Espíritu Santo, dejando sitio en nuestro corazón.

Y en esto nos ayuda mucho el examen de conciencia de todos los días, para luchar contra las enfermedades del espíritu, esas que siembra el enemigo y que son enfermedades de mundanidad. La lucha, que ha traído Jesús contra el diablo, contra el mal, no es algo antiguo, es algo muy moderno, es cosa de hoy, de todos los días, para que el fuego que Jesús vino a traernos esté en nuestro corazón. Por eso debemos dejarlo entrar, y preguntarnos cada día: ¿cómo he pasado de la mundanidad, del pecado, a la gracia? ¿He dejado sitio al Espíritu Santo para que pueda actuar?

Las dificultades en nuestra vida no se resuelven aguando la verdad. La verdad es esta: Jesús ha traído fuego y lucha; ¿qué hago yo? Y para la conversión hace falta un corazón generoso y fiel: generosidad, que viene siempre del amor, y fidelidad, fidelidad a la Palabra de Dios.

Homilía para el 24 de octubre de 2018

Lc 12, 39-48

Uno de los aspectos más chocantes del cristianismo es su concepción de la vida como una misión. En el cristianismo no rige eso del «come y bebe que la vida es breve» ni el «vivir sin importarnos nada de lo que hacemos» entendido como aprovechar cada instante para conseguir más placer y más bienestar.

Cristo nos presenta la vida como una misión: «estar al frente de la servidumbre para darle a tiempo su ración» de la cual tendremos que dar cuenta. La vida es una misión. Venimos a la tierra para algo, y ese algo es tan importante que de él depende la felicidad eterna de otras personas.

Ese «dar de comer a la servidumbre» es el testimonio que Cristo quiere que durante el tiempo que tiene dispuesto concederme en la tierra.

Porque, aunque tengamos razones para abandonar no tenemos razón, pues la vida espera algo de nosotros y tenemos una misión en este mundo. Una misión que lleva nuestro nombre y nadie más puede hacer. Si no la hacemos nosotros nadie lo va a hacer. Hemos de descubrir cuál es nuestro camino y cuál es nuestra misión. La salvación del mundo y de las almas tienen muchos matices, la gracia es única pero las formas de alcanzarla son múltiples, por eso nuestra existencia no es casual, ni insignificante.

Tenemos que salvar el mundo, sí, pero ¿cómo?, cada uno de una forma diferente que ha de descubrir con la oración y la lucha.