Lunes de la XXIV Semana Ordinaria

1 Cor 11, 17-26

La lectura que acabamos de escuchar es excepcionalmente importante.  Es la narración  más antigua que tenemos de la cena del Señor.  Pablo la escribió desde Éfeso entre los años 54 y 57, más bien hacia el final de su estancia.

Los primeros cristianos celebraban la Eucaristía en el marco de una cena llamada «ágape» (amor), reunión de amor fraterno, cosa que no se estaba realizando en Corinto.  Los más favorecidos por la fortuna se colocaban aparte y se saciaban plenamente, no compartían, mientras que los pobres eran relegados y pasaban hambre.

«Ciertamente no puedo alabarlos» dice san Pablo, y a continuación presenta lo que es la Tradición totalmente fundamental: «Porque yo recibí del Señor lo mismo que les he trasmitido…».

La Eucaristía, la Cena del Señor, es el centro aglutinador y vivificante, expresador y constructor de la comunidad eclesial.

La Eucaristía es el don supremo de Cristo, pero también es compromiso vital de parte nuestra.

Lc 7, 1-10

La fe del centurión es admirable,  y es exactamente la fe que Cristo quiere de cada uno de nosotros: una fe que se expresa en obras como la de interesarse por un criado, cosa que en una sociedad muy clasista, es notable.  Los judíos intermediarios hacen notar: este oficial «quiere a nuestro pueblo y hasta nos ha construido una sinagoga».

El centurión sabía que causaba problemas de pureza legal a Jesús si El entraba en su casa, si lo tocaba; por esto manda emisarios; por esto la palabra tan clásica de la fe y la humildad: «Señor, yo no soy digno de que tú entres en mi casa… basta con que digas una sola palabra…»

Es la palabra que nosotros decimos ante la santa Eucaristía, inmediatamente antes de comulgar.  Tratemos de decirla siempre con toda intensidad.

Jesús dice: «Yo les aseguro que ni en Israel he hallado una fe tan grande».

La fe es la condición de apertura a la obra salvífica de Dios; la condición ya no es ser de tal origen, de tal edad, de tal sexo, de tal estado social.

Según lo oído en la Palabra celebremos ahora la Eucaristía.

Lunes de la XXIV Semana Ordinaria

Lc 7, 1-10

El texto se sitúa en la actividad de Jesús en Galilea, en concreto en Cafarnaúm. Hasta ahora, el autor ha presentado a Jesús como profeta, en adelante lo mostrará como salvador a través de una serie de signos, entre los que se encuentra la curación del criado del centurión (7,1-10).

Este oficial del ejército romano tiene un siervo gravemente enfermo y al oír hablar de Jesús, envía un grupo de ancianos de la comunidad judía, para que le pidan la curación de su siervo. Los enviados se convierten en buenos mediadores de la petición del centurión, acreditando ante el Maestro de Nazaret los favores que este pagano ha hecho por el pueblo, especialmente la construcción de la sinagoga.

El Señor se pone en camino, pero el centurión, cayendo en la cuenta de que Jesús al entrar en casa de un pagano quedaría impuro, envía a otro grupo de amigos encargados de expresar su petición reconsiderada. Bastará con que Jesús dé la orden con su palabra para que su siervo quede sanado, pues él como militar conoce el dinamismo de la palabra ordenada a los que están a su cargo. Considera que el poder (exousía) que tiene Jesús sobre la enfermedad puede hacerlo actuar desde cualquier parte, sin que sea necesario ni el contacto físico ni la cercanía; su palabra, por sí misma, es generadora de salud, de salvación.

Jesús, al oírlo, queda admirado ante la mayor confesión de fe que ha escuchado y declara que la fe de este pagano es mayor que la de cualquier israelita. Las palabras del centurión muy pronto pasarán a ser confesión de fe de toda la comunidad cristiana y así han llegado hasta nosotros haciéndolas propias en cada Eucaristía: “Señor, no soy digno/a de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastara para sanarme”. Cuando yo las pronuncio cada domingo, ¿me creo que la Palabra de Jesús es para mí generadora de vida, de salud, de salvación?