Martes de la XXVI Semana Ordinaria

Job 3, 1-3. 11. 16. 12-15. 17. 20-23

Hemos oído la trágica lamentación de Job, ante la pérdida de sus hijos, de sus bienes, de la salud.  Job se sabe bueno y justo y no sabe a qué atribuir sus males.  Job intuye que la justicia y la sabiduría de Dios están en un espacio más allá de la experiencia humana, por esto desahoga su dolor.

Hemos oído una serie de porqués y paraqués que reflejan nuestras interrogantes ante el dolor, ante los sufrimientos, y la muerte.

Se ha dicho que el hacerse estas preguntas en algún modo expresa el reconocimiento de algo superior y determinante porque si de plano no se creyera en su existencia, esto significaría que dichas preguntas eran totalmente inútiles.

Sólo en Cristo, crucificado pero resucitado, el dolor encontrará la luz de esperanza que busca el hombre: el dolor no tiene la última palabra.

Lc 9, 51-56

Hemos comenzado a escuchar una parte especial del evangelio de Lucas, la parte que habla del gran viaje hacia Jerusalén, que culminará con la muerte de Jesús.  Todo es presentado como el cumplimiento de una misión; oímos el solemne inicio: «cuando ya se acercaba el tiempo en que tenía que salir de este mundo…»  Su muerte no es un acontecimiento fatal o casual.  Es cumplimiento de un plan, de allí la «firme determinación».

Pero entre Galilea y Judea se encontraba Samaria.  Sus habitantes eran mal vistos por los judíos, eran considerados entre paganos y cismáticos.  «Los judíos y los samaritanos no se tratan».  Los samaritanos pagaban el mal trato de los judíos molestando a los peregrinos que tenían que pasar por su territorio para ir al templo de Jerusalén.

La reacción de Santiago y Juan hace honor al apodo que les puso Jesús: «Boanergues»,  es decir, «Hijos del trueno» (Mc 5, 17).  El castigo que proponen es el que había infligido Elías a sus adversarios (2 Re 1,10).  Pero las palabras de Jesús: «El Hijo del hombre no ha venido a quitar la vida a nadie, sino a salvar a los hombres».

¿Sabemos nosotros de qué espíritu somos?  Es el mismo Espíritu del Señor.  ¿Nos dejamos mover por él?

Martes de la XXVI Semana Ordinaria

Lc 9, 51-56

Jesús había tomado la firme resolución de ir a Jerusalén y, para ello, no duda en transitar por el trayecto más corto, pero más complicado y no carente de riesgos, de cruzar por Samaría, región considerada por los judíos ortodoxos como impura ya que sus habitantes, también judíos aunque emparentados con gentiles, no admitían a Jerusalén y su Templo como el centro de la verdadera religión. Lucas no duda en recoger esta tradición que nos revela ciertamente que para Cristo, como aparece claramente en el episodio joánico de la Samaritana, Dios no tiene otro Templo que el corazón de los hombres.

El camino hacia Jerusalén es un itinerario necesario para la Salvación integral a la que todos estamos llamados, también los samaritanos. Es un camino de amor y sacrificio. También de rechazo e incomprensiones, incluso de sus propios discípulos.

Solo así podemos comprender el episodio del paso por Samaría, la prevención con la que los discípulos le acompañan, el rechazo de los samaritanos a darles hospedaje “porque iban a Jerusalén”, la propuesta de exterminarles con fuego que hacen los apóstoles y la reconvención enérgica de Jesús. No tiene sentido la violencia en el proyecto del Reino.

En nuestro itinerario cristiano de cada día hacia Jerusalén hemos de estar muy atentos de no caer en la tentación de evitar los “rodeos molestos” o utilizar la violencia activa o pasiva para salvaguardar. En ello nos va nuestra fidelidad a Cristo y su Evangelio.

“No es cierto que la violencia sea la «imperfección» de la caridad; es el pudridero de la caridad, la inversión, la falsificación y la violación de la caridad. Quizá algún violento haya comenzado a ejercer su violencia por motivos subjetivos de amor, pero de hecho, al hacer violencia se ha convertido en el mayor enemigo del amor. Ya que con la violencia se puede entrar en todas partes, menos en el corazón”