SANTOS BASILIO MAGNO Y GREGORIO NACIANCENO

1 Jn 2, 22-28; Jn 1, 19-28

Nos llamamos «cristianos» porque creemos que Jesús, el hijo de María, nacido en Belén de Judá hace ya más de 2000 años, es el «Cristo», el «Mesías» esperado, el enviado definitivo del Padre. Es nuestra relación con Cristo, viviendo su evangelio, asumiendo su Palabra, la que define nuestro ser de cristianos. Por eso el autor de la 1ª carta de Juan nos dice hoy que negar a Cristo es negar a Dios, es ser mentirosos, es abandonar la fe que recibimos. Y por eso también insiste en la acción de «permanecer», de estar firme y activamente presentes en la comunidad, de ser inconmovibles en la fe, de mantenernos en la comunión con Dios Padre y con su Hijo Jesucristo. No se trata simplemente de afirmar lo que nos enseñaron en el catecismo. Más que eso, debemos vivir y actuar como cristianos, así permanecemos en Cristo, podemos esperar confiados su venida.

Las fiestas navideñas que estamos celebrando, pueden hacernos olvidar el verdadero compromiso cristiano. Permanecer en Cristo debe significar comprometernos con su causa: el servicio de los hermanos, especialmente de los pobres y de los que sufren; el compromiso con la voluntad salvífica de Dios Padre que Cristo vino a revelarnos. El Padre quiere que todos se salven, es decir, lleguen a la plenitud de su existencia. Ese es el reto de los cristianos hoy y siempre. No se trata sólo de confesar la fe, de recitar el credo como cualquier otra fórmula, de memoria. Se trata también de actuar como nos enseñó y nos mandó Jesús. Los anticristos no son solo los que niegan verbalmente a Cristo, también nosotros somos anticristos cuando no amamos a los hermanos y no nos comprometemos con ellos.

Como a Juan Bautista en el evangelio que acabamos de leer, a nosotros también se nos pide aquí y ahora, dar testimonio de Jesús, cuyo nacimiento estamos celebrando. Muchas personas, de diversas creencias, de variados intereses y distintos oficios y profesiones nos preguntarán por qué creemos y predicamos el Evangelio, por qué bautizamos. Y Juan Bautista nos enseña a responder. Él y nosotros no somos otra cosa que «la voz que clama en el desierto», a quien quiera oírla, a quien se pregunte por la persona de Jesús. No somos, como no lo quiso ser Juan Bautista, ningún profeta famoso y lleno de poder, mucho menos el Mesías esperado, porque el Mesías es precisamente Jesús. Somos la voz que grita, en el desierto del mundo injusto y violento, que Jesús viene con nosotros a ofrecer su palabra, su buena noticia de salvación, a todo el que experimente el dolor, el mal y el sufrimiento.

Que Jesús nos ofrece en su palabra, en su Evangelio, la fuerza divina que puede transformar personalmente, a cada uno; y puede transformar la historia de exclusión y de explotación que los países pobres del mundo, que son la mayoría, están padeciendo a causa de la ceguera y la ambición de los pocos países ricos que dominan la economía mundial. Porque el Evangelio de Jesús, que Juan Bautista prepara, es buena noticia de solidaridad, de compartir, de justicia y de paz, de respeto a todos los seres del mundo.

El evangelista nos dice que Juan Bautista dio su testimonio sobre Jesús a quienes vinieron a interrogarlo. Nos está diciendo que también nosotros debemos dar hoy, más de 2000 años después, nuestro testimonio. No solo con palabras, siempre necesarias sino, especialmente, con nuestras actitudes cristianas, nuestro compromiso concreto, nuestra vivencia comunitaria. Ser testigo es ser mártir, es llegar hasta la muerte por la causa que se defiende. Así Juan Bautista y tantos cristianos y cristianas a lo largo de estos 21 siglos. Ahora nos toca a nosotros afrontar esta posibilidad: de llegar hasta la muerte en el servicio de los hermanos, por amor al evangelio de Jesucristo.