Homilía para el martes 26 de Marzo de 2019

Mt 18, 21-35 

Jesús nos descubre la difícil dinámica de perdonar y de ser perdonados. Es la agresividad del pobre implorando perdón al patrón, pero que el día que tiene un poco de poder se convierte en déspota e intransigente como el que más.

El perdón, la capacidad de perdonar, es un signo de la madurez de la persona y una señal del discípulo de Jesús. Lo que más oscurece la armonía interior es la incapacidad de perdonar. A quien hace más daño el rencor es a quien lo lleva en su corazón. Con frecuencia solo asumimos actitudes pasivas frente al dolor que nace en nuestro corazón y decimos que perdonamos pero que no olvidamos, estamos esperando una oportunidad para desquitarnos. Por el momento nos aguantamos pero no perderemos la ocasión de tomar venganza.

No se trata de poner en el olvido, sino siendo conscientes de la injusticia que hemos recibido, asumir que la ofensa recibida, injusta y cometida con nuestra persona la ponemos en manos de Dios. Tratamos de mirar con sus mismos ojos y no buscamos desquitarnos contra el agresor, pero tampoco quedamos con el corazón podrido. Sólo quien se pone delante de Dios que perdona es capaz de perdonar.

La narración pone en evidencia las dos actitudes de lo incongruente que somos. Dios que no nos ha hecho ninguna ofensa, ni ha sido causa de ningún agravio es capaz de darnos el perdón a nosotros, que sin razón lo hemos ofendido.

Jesús no está hablando de cualquier patrón, si no del mismo Dios Padre misericordioso que es capaz de perdonar las deudas más grandes y los peores pecados. Dios es capaz de perdonar y recibir nuevamente al pecador, no lleva cuenta de los delitos ni nos está acechando para sorprendernos en el pecado. Dios ofrece su amor incondicional a quien se vuelva a Él.

Sólo cuando nos sentimos perdonados gratuitamente por Dios, podemos entender que espera de nosotros también un perdón gratuito. Cuando logramos asumir una actitud de perdón, encontramos una armonía y paz interior que nos hace parecidos a nuestro Padre Dios.

¿Por qué no perdonar si al final de cuentas salimos beneficiados?

Estamos ahora en cuaresma, tiempo fuerte de conversión y de perdón por parte del Padre, hagamos un esfuerzo por hacer de estos días un tiempo fuerte de perdón por nuestra parte hasta para aquellos que, podemos pensar, no se lo merecen.

 

Homilía para el viernes 22 de Marzo de 2019

Mt 21, 33-46. 45-46

Entender que la parábola del evangelio de hoy es dicha para nosotros, como lo entendían los sumos sacerdotes y los fariseos, sería el primer paso. Pero reaccionar a lo que espera Jesús, sería el segundo paso y el más importante paso, porque de nada nos serviría que nos pasara lo mismo que a aquellos que entendían pero en lugar de convertirse se obstinaban más en su soberbia.

Debemos entendernos nosotros mismos como viña amada y querida por Dios. Entender nuestra vida y nuestras cosas como bienes que son para que los hagamos producir fruto, no en el sentido comercial actual, si no los frutos que son justicia, verdad y fraternidad. Dar esos frutos a su tiempo y no querer abalanzarnos sobre ellos. Percibir la importancia de corresponder al amor de Dios. Serían actitudes básicas en la vida de todo cristiano.

Debemos saber que toda nuestra vida estará afincada en la roca firme que es Jesús, serían las reflexiones sobre esta parábola. Pero a nosotros nos pasa igual que a los dirigentes del pueblo judío, igual que a los viñadores. Nos sentimos dueños de lo que no somos, destruimos, usurpamos, golpeamos con tal de defender nuestras posesiones. Somos capaces también de enfadarnos contra Dios y contra su Hijo y hasta buscamos destruirlos y negar su existencia cuando parecen perjudicar nuestros intereses.

Hay quien lucha contra Dios como si le estorbara en su vida. Hay quien se siente amo y señor del mundo que le fue dado en custodia. Hay quien se lo apropia y despoja a los hermanos de lo justo que merecen. Hay quien se convierte en homicida porque se le ha llenado el corazón de ambición.

Esta parábola esta dicha sobre todo para los dirigentes, autoridades que deberán responder de su responsabilidad al tener al pueblo bajo su cuidado, pero es también esta parábola dirigida a cada uno de nosotros, porque también nosotros podemos convertirnos en malos administradores y arrojar a Dios de nuestra vida.

¿Qué sentimiento se me queda en el corazón al escuchar esta parábola? ¿He puesto a Jesús como la piedra angular de mi existencia?

Homilía para el jueves 21 de Marzo de 2019

Lc 16, 19-31

Hace algún tiempo se publicaba el nombre de las personas más ricas del mundo, y aparecía junto a sus nombres las cantidades fabulosas que ganaban diariamente. A veces nos enteramos de lo que ganan los políticos y funcionarios públicos, y así poder hacer comparaciones con los sueldos de la mayoría de las personas.

Muchas personas se quedan como Lázaro, a la espera de las migajas que caen de la mesa, pero nadie se las da. Los poderosos hasta con las migajas quieren hacer negocios.

El problema del hambre en el mundo no es por falta de alimento, es por la mala distribución. No es que no haya lugar en la mesa de la vida para los pobres, es que se les niega el acceso a ese puesto.

Vivimos en medio de contrastes brutales, donde millones de personas no alcanzan a obtener ni siquiera un euro para pasar el día, mientras otros, ciertamente unos cuantos, derrochan sus ganancias.

La parábola es una fuerte crítica a esta inhumana distribución de los bienes, a los que todos los hermanos tenemos derecho, pero también es una crítica fuerte al corazón duro de quien ni siquiera se da cuenta de que su hermano está sufriendo a la puerta.

Es dura la comparación, pero son más sensibles y humanos los perros que se acercan a lamerle las llagas, que sus hermanos de carne y de sangre rodeados de alimentos y placeres.

La parábola no pretende un adormilamiento o un premio de consolación para el pobre que está sufriendo. Es el reclamo a todos nosotros porque hemos hecho de la casa de todos, el privilegio de unos cuantos; porque hemos roto la hermandad y vivimos en el egoísmo.

No, después de muertos no podremos construir la hermandad, con fantasías y amenazas no se abre el corazón.

Quizás las palabras de Jeremías en la primera lectura nos den la pauta para entender estas palabras: “Maldito el hombre que confía en el hombre y aparta del Señor su corazón, será como un cardo en la estepa”

Que esta parábola nos haga reflexionar y nos abra los ojos para descubrir cada uno de nosotros al hermano que sufre y para luchar por unas estructuras más justas y solidarias.

Homilía para el miércoles 20 de Marzo de 2019

Mt 20, 17-28

Igual que a los hijos del Zebedeo, hoy Jesús nos lanza la misma pregunta: “¿Podréis beber el cáliz que yo he de beber?”. Para quienes estamos acostumbrados a escuchar los relatos de la Pasión, inmediatamente viene a nuestra memoria la oración de Jesús en el huerto de los Olivos: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.

El camino que recorre Jesús no es fácil. Él mismo tiene sus momentos fuertes de dolor, de duda, de hacerse fuerza para cumplir la voluntad del Padre. Los discípulos vislumbran otros intereses y esperan otras recompensas: primeros lugares, recuperación de bienes, compensación por el tiempo entregado.

También nosotros somos hijos de nuestro tiempo y nos sentimos atraídos por los mismos intereses de nuestro mundo. La ambición y la lucha por los primeros lugares se han tornado como el objetivo de muchas gentes y nos contagiamos fácilmente de esta ambición y de la  ley de la selva: la ley del más fuerte. Y no es que Cristo nos quiera indiferentes o apáticos, pero nos enseña que no se puede tiranizar a las personas con tal de obtener nosotros nuestros propósitos.

Sus palabras están respaldadas por su ejemplo: “El que quiera ser grande, que sea el que os sirva”.  Él se ha entregado al servicio y por eso anuncia por tercera vez su pasión y muerte. No es el anuncio sólo de la entrega, sino también de la resurrección y de la esperanza.

El servicio pasa siempre por el reconocimiento del otro como persona, de su valoración en su dignidad, del respeto como a hijo de Dios. No es el servicio vendido y comercial que ofrecen los grandes almacenes para enganchar al cliente, sino el servicio al estilo de Jesús que descubre en cada hombre y mujer un hijo amado de Dios su Padre, es el servicio gratuito y desinteresado. Servir así da vida.

Es cierto que cuesta, pero tiene sentido. Que estos días de cuaresma también nosotros podamos servir, dar vida, dar esperanza a quienes nos rodean, y hacerlo gratuita y desinteresadamente.

Homilía para San José

En el interior de este tiempo cuaresmal, celebramos hoy la fiesta de san José. Nuestra curiosidad instintiva que quisiera saber muchos detalles de su vida queda desde luego bastante decepcionada. Es muy poco lo que los evangelios nos dicen de él. La vida del carpintero de Nazaret no sobresale ni destaca por su espectacularidad, sino por su fidelidad.

José puede ser para nosotros un ejemplo. Podemos descubrir en su vida unas actitudes profundas que deberían ser también nuestras actitudes. Los textos que hemos escuchado nos dan la pista de nuestra búsqueda: José es un hombre justo. Un hombre que se deja conducir por Dios. Un hombre que responde con generosidad a su llamada.

Creo que hoy nos podríamos fijar en dos aspectos de la figura de José que pueden iluminar nuestra propia vida. En primer lugar, José es un hombre abierto al misterio de Dios, que acoge su llamada con espíritu de disponibilidad.

Cuando Dios se manifiesta, siempre cambia nuestra vida, siempre nos sorprende. Cuando Dios se hace presente en la vida de los hombres, lo que cuenta, lo que es decisivo no son nuestros preparativos, nuestros proyectos, sino la acogida que damos a su llamada. Cuando Dios se manifiesta, «todo es gracia» y por lo tanto, todo depende de la fe.

Esta fue la actitud de José. Él supo acoger el misterio de Dios que irrumpía en su vida. Confió en la Palabra de Dios.

Aceptó el riesgo que siempre supone la fe, sin verlo todo claro de una vez para siempre, asumiendo con coraje las dificultades y las oscuridades del camino que emprendía. Su confianza, su disponibilidad, su actitud de dejarse guiar por Dios lo convierte para nosotros en un modelo, un punto de referencia.

Nos podríamos fijar todavía en un segundo aspecto. El evangelio nos dice brevemente que José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado. Su fe se transforma y se traduce en fidelidad. Ha acogido con confianza la llamada de Dios y empieza a seguir con generosidad los caminos que Dios le señala.

Acepta la misión que Dios le da y la cumple sin ruido. No se pierde en discursos. Habla el lenguaje que mejor conoce, el que en definitiva importa: el lenguaje de los hechos. Su santidad radica precisamente en esta vida anónima y entregada, de trabajo y preocupación por la familia, vivida como una respuesta fiel y generosa a la llamada de Dios.

Todos y cada uno de nosotros somos también llamados por Dios.

Tenemos cada uno un lugar y una misión irremplazables en el plan de Dios. Debemos tener un espíritu atento para saber descubrir en nuestro trabajo y en nuestra familia, en nuestros ambientes y en nuestra comunidad las llamadas que Dios nos dirige a asumir, nuestra responsabilidad y nuestros compromisos.

Debemos tener también un corazón generoso que nos haga avanzar con decisión para hacer de nuestra vida una respuesta fiel y generosa a la llamada de Dios.

Que esta eucaristía nos ayude a dar esta respuesta.

Homilía para el viernes 15 de Marzo de 2019

Mt 5, 20-26

Conocí a un joven que decía que le agradaban las reflexiones cristianas que escuchaba por la radio pero que él se había retirado de todas las prácticas religiosas y prefería, en lugar de hacer ceremonias y culto, ir a ayudar a las familias pobres o incluso participar en eventos deportivos, porque muchas veces los que más iban a misa, eran los que vivían de una forma más injusta. Entiendo su justa reclamación, aunque quizás no sea la solución a sus dificultades.

Cristo vivía esa misma experiencia. Contemplaba a los escribas y fariseos que hacían muchos ritos religiosos, que exigían mucho y que se consideraban justificados por sus propias obras.

Jesús pide a sus discípulos ir mucho más allá. Si la ley pedía ojo por ojo y diente por diente, Jesús nos enseña que  el perdón y la reconciliación son la forma de detener la violencia. Si los maestros de la ley decían que no habría que matar, Jesús dice que no hay ni siquiera que ofender y más tarde nos dirá que hay que amar a los enemigos.

Los escribas enseñaban un Dios que tenía control sobre todo, que a todo ponía normas, que exige, impone y castiga. Y así actuaban “cuidándose de Dios”. Todavía vivimos mucho de esta moral: cuidarnos de no ofender a Dios. Pero Jesús va mucho más allá y nos enseña que debemos tener una justicia mucho mayor y la prueba es lo que él mismo ofrece: su vida por todos sin condiciones.

Jesús nos enseña a superar el odio y la violencia, y que no hay nada más triste y doloroso que un corazón amargado por el odio y por los rencores.

La justicia de Jesús va mucho más allá de la de los fariseos y de nuestra propia justicia. Es una justicia que busca al pecador, que no quiere su muerte sino que se convierta y que viva, que es capaz de perdonar.

Hoy nos invita a que revisemos nuestro corazón y si estamos sujetos a normas justicieras, a venganzas individuales y a rencores… será mejor que nos acerquemos primero a Jesús y le pidamos que nos enseñe su justicia, que nos enseñe a perdonar y nos conceda la paz interior.​

Homilía para el jueves 14 de Marzo de 2019

 

Mt 7, 7-12

Al leer el pasaje de este día recuerdo experimentos que se han hecho con llamadas telefónicas. Primeramente a personas desconocidas se les habla amablemente y por lo general se recibe una respuesta amable; y cuando se les habla en forma agresiva, se obtiene por lo general también, una respuesta agresiva. Lo que damos eso recibimos.  

Hay quienes reniegan de Dios y miran su vida como un castigo, y por su misma actitud van sembrando nuevas piedras para el camino. Hay quien agradece a Dios, aun en medio de la dificultad, y va obteniendo nuevas gracias para continuar su camino.  

La primera lectura nos recuerda el pasaje de Ester que mientras su pueblo renegaba y desfallecía porque estaba a punto de ser exterminado, ella pone toda su confianza en el Señor: “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, ¡Bendito seas! Protégeme, porque estoy sola y no tengo más defensor que tú, Señor, y voy a jugarme la vida”. Una oración que confía en la bondad del Señor y que al mismo tiempo compromete en la lucha por la salvación de su pueblo. Más que renegar y maldecir, se pone en manos del único que puede ayudarla.  

Algo parecido dice Jesús a sus discípulos en el pasaje del evangelio: “El que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que toca, se le abre”. Con la misma tónica en que hacemos nuestra oración, encontraremos la respuesta. Si nos ponemos confiados en las manos de Dios, encontraremos paz en nuestro corazón. Si lo olvidamos nos sentiremos solos. Si somos agresivos, se torna a nosotros la agresión. Como quien escupe al cielo, se llena la cara con su propio salivazo.  

Cristo nos dice que hagamos nuestra oración con mayor seguridad de la que puede tener un hijo en la respuesta de su padre, porque Dios Padre sólo dará cosas buenas a sus hijos.  

Que este día, en medio de nuestras luchas y batallas, podamos encontrar también nosotros sólo en Dios nuestro refugio y nuestra protección. Juntamente con Ester digamos a nuestro Padre: “Ayúdame, Señor, pues estoy desamparado… Con tu poder líbranos de nuestros enemigos. Convierte nuestro llanto en alegría y haz que nuestros sufrimientos nos obtengan vida”.

Homilía para el 12 de Marzo de 2019

Mt. 6, 7-15

Una mamá me comentaba con tristeza que había perdido toda comunicación con su hijo. Se sentaban a la mesa y todo era un pesado silencio. Respuestas de monosílabos, explicaciones cortas y evasivas. Toda relación se había perdido.

Se preguntaba la mamá: ¿no sentirá que me duele en el corazón su silencio? ¿No sabrá cuanto lo amo?

Cristo nos habla de Dios, no como el ser lejano que merece toda nuestra honra, pero que no parecería familiar. Cristo habla de Dios como el papá o la mamá que se acerca a sus hijos, que le gusta escucharlos, que le podemos contar todas nuestras pequeñeces, aunque a nosotros nos parezcan los más grandes problemas.

En estos días de cuaresma, la invitación es a hacer oración, no tanto a hacer oraciones llenando la cuaresma de prácticas piadosas, pero evitamos a hablar de lo que tenemos en el corazón. Jesús pone el dedo en la llaga y nos ofrece el Padrenuestro como modelo de oración. No se puede recitar de una manera individualista, como si Dios fuera sólo Padre mío o me lo apropiara para mis intereses.

El Padrenuestro se recita en comunidad, para sentir que es Padrenuestro, de todos, de los presentes y de los ausentes, de los lejanos y cercanos.

El egocentrismo ha entrado también en nuestra oración y pido a Dios conforme a mis caprichos individualistas y a veces hasta me disgusto porque no me concede mis peticiones.

Hoy, la oración del Padrenuestros nos propone un camino que está lejos de evadir los compromisos con la comunidad y que al contrario nos hace solidarios con todos los hombres. Rompe la ambición egoísta de mi pan, para ponernos en la búsqueda del pan de todos.   Vas más allá de mis justificaciones individualistas y mis justificaciones personales, para invitarme a la reconciliación y al perdón en comunidad.

En silencio, lentamente, más con el corazón que con los labios, unidos a Jesús, recitemos hoy, una y otra vez el Padrenuestro y dejemos que el Señor cumpla en nosotros su voluntad.

Homilía para el 8 de Marzo de 2019

Mt 9, 14-15

Nos extraña la reacción de Jesús que parece negar la validez del ayuno. ¿Realmente eso es lo que pretende? De ninguna manera. Si leemos el texto de Isaías que nos propone la liturgia de este día, tendremos una respuesta al sentido verdadero del ayuno.

Cuando se entiende el sentido del amor de Dios que con frecuencia se ha comparado al novio enamorado que se acerca y busca impaciente a la novia, entonces tiene un verdadero sentido el ayuno: preparación para ese encuentro, dolor por la ausencia del amado. Pero el amor de la novia no puede ser solamente espiritual, tiene que ser concreto, en obras. El amor a Dios se manifiesta en el amor al prójimo.

El reclamo que a través de Isaías hace a su pueblo es fortísimo porque se camina con el corazón dividido: por una parte se hacen ayunos y ofrendas, y por otra se destruye al hermano. Nos lo dice muy claro: “El ayuno que yo quiero de ti es éste: Que rompas las cadenas injustas y levantes los yugos opresores; que liberes a los oprimidos y rompas todos los yugos; que compartas tu pan con el hambriento y abras tu casa al pobre sin techo; que vistas al desnudo y no des tu espalda a tu propio hermano” Los viernes de cuaresma estamos invitados de una forma especial a una mortificación que nos ayude en la conversión y que manifieste nuestro arrepentimiento. La abstinencia y el ayuno ese sentido tienen.

Pero muchas veces hemos convertido los viernes de cuaresma en una ocasión para disfrutar de comidas diferentes pero más lujosas y exquisitas que de ordinario. Entonces estamos cayendo en la misma actitud que condena el profeta Isaías. Hacemos la apariencia de un culto, pero continuamos con nuestras injusticias. Pretendemos cumplir el precepto de no comer carne pero no ha significado ningún acercamiento ni ningún cambio en nuestra relación con el prójimo.

La abstinencia debería significar mortificación pero también una conversión concreta que se manifiesta en compartir lo poco o mucho que tenemos con nuestro hermano necesitado. Ah, pero primero quitar toda injusticia porque si comparto lo que he ganado injustamente solamente estoy acallando mi conciencia.

¿Qué actitudes concretas podemos hoy tener hacia nuestros hermanos que manifiesten un verdadero cambio?

Padre Dios, Padre Bueno, que al sentir tu misericordia, podamos asumir un verdadero cambio en nuestro corazón que se manifieste en nuestra relación con el hermano.

Homilía para el jueves 7 de Marzo d 2019

Lc 9, 22-25

Con la ceniza en la frente y con el recuerdo de las palabras: “Arrepiéntete y cree en Evangelio” nos acercamos hoy a Jesús que nos ofrece su propuesta de vida para poder realizar esta conversión y sostenernos en la fe que nos levante para una nueva vida. Le decimos que ya lo hemos intentado y que hemos fracasado. Estamos tentados de abandonar todo. Pero Jesús nos dirige sus palabras y descubrimos la forma en que Él está dando vida.

Sus primeras palabras son para recordarnos que Él está dispuesto a sufrir, ser rechazado, entregado a la muerte, pero después será resucitado. Y todo lo hace por nosotros, su amor no tiene condiciones y nos alienta a levantarnos y a seguirlo. Tomar la cruz es su propuesta. La cruz no significa una aceptación resignada de la injusticia en que viven nuestros pueblos.

La cruz no es adormecer las conciencias para que la situación de hambre, pobreza y miseria, siga igual. Tomar la cruz es seguir el mismo camino de Jesús: se hace solidario con la humanidad, toma sus dolores, sube hasta el Gólgota para después resucitar y dar vida. Por eso en su invitación por si alguno lo quiere acompañar debe negarse a sí mismo. Hemos insistido tanto en el valor de la persona que nos parecería contradictorio negarse a sí mismo. Pero se trata de una lucha frontal contra el individualismo.

No puede ser el hombre solitario la norma de toda la relación de la humanidad. La cruz de Jesús, con sus dos maderos, nos señala el camino. El madero vertical, dirigido al cielo, nos muestra nuestra vida dirigida a Dios. No puede erigirse el hombre como su propio Dios, tiene una relación muy especial con su Creador. El madero horizontal, nos habla del sentido comunitario, del sentido de fraternidad. No puede una persona realizarse plenamente, en solitario, siempre tendrá relación con sus hermanos.

Cuaresma es tomar la cruz, es recobrar el verdadero sentido de cada uno de nosotros y mirar cómo lo estamos viviendo. No puede depender el valor del hombre de su relación con los bienes que posee, porque se hace esclavo de ellos. Pierde su vida. Señor, que tomando nuestra cruz, le demos sentido a nuestra vida en el camino cuaresmal.