Mc 10, 1-12
Si nos remontamos al momento de la creación, nos encontramos con que Dios, que es Amor, nos creó a su imagen y semejanza. Por lo tanto: no sólo nos creó por amor, sino también para el amor. Desde ese amanecer de la humanidad, Dios quiso que el hombre y la mujer fueran el uno para el otro, en comunión de personas. «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gn. 2,18). Por eso, la vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. No es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que haya podido sufrir a lo largo de los siglos.
Este amor mutuo entre los esposos es imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Así se entiende muy bien por qué el vínculo del sacramento del matrimonio es indisoluble: porque debe ser reflejo de ese amor de Dios para el hombre, el amor más fuerte y el más grande.
La dureza del corazón humano sigue siendo patente, como en tiempos de Moisés, cuando vemos que se pretende instituir otras formas de “uniones” en la sociedad, que distan mucho de lo que Dios pensó. Sin duda, el testimonio de amor de los matrimonios cristianos es lo primero que ayudará eficazmente a que el deseo de Dios se viva en todo el mundo: “dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no sean dos, sino una sola carne.”
Aquí está el reto de nuestra vida como cristianos. Luchar por mantener la unidad que Dios ha pensado para el matrimonio pues, de la unidad depende que la familia crezca y sea robusta.