Lunes de la IV Semana de Pascua

Hech 11, 1-18

De nuevo aparece en escena el binomio: oración – Voluntad de Dios.

Fue precisamente estando en oración como Pedro y el hombre que fue bautizado por éste, fueron advertidos estando en oración.

Y es que la oración es el medio ordinario por el cual Dios va comunicando su voluntad a sus hijos, de manera que una persona que ora todos los días, y que busca con todo su corazón al Señor sin lugar a dudas que aun en la más oscura de las noches, encontrará el camino seguro; en medio de la crisis caminos de solución; en la pena y el dolor la consolación y sobre todo, en todo momento irá descubriendo la voluntad de Dios para cada uno de sus proyectos e iniciativas.

La oración es el «medio» en el cual el Espíritu se manifiesta, concediendo a sus fieles abundantes dones, carismas y consolaciones. De manera que no orar puede ser considerado como un verdadero suicidio espiritual.

Un santo sacerdote decía: «Nunca dejes lo importante por hacer lo urgente… recuerda siempre que lo más importante de tu día es tu oración».

Jn 10,11-18


Cuando Pedro subió a Jerusalén, los fieles le reprochaban. Lo reprochaban porque había entrado en casa de hombres no circuncisos y había comido con ellos, con los paganos: eso no se podía, era un pecado. La pureza de la ley no permitía eso. Pero Pedro lo había hecho porque el Espíritu lo llevó allí. Siempre hay en la Iglesia –y más en la Iglesia primitiva, porque las cosas no estaban claras– ese espíritu de “nosotros somos los justos, los demás los pecadores”. Este “nosotros y los demás”, “nosotros y los otros”, las divisiones: “Nosotros tenemos la posición justa ante Dios”. En cambio están “los otros”, se dice incluso: “Son los condenados”. Y esa es una enfermedad de la Iglesia, un mal que nace de las ideologías o de los partidos religiosos. Pensad que en tiempos de Jesús, al menos había cuatro partidos religiosos: el partido de los fariseos, el partido de los saduceos, el partido de los zelotes y el partido de los esenios, y cada uno interpretaba la ley según “la idea” que tenía. Y esa idea es una escuela “fuera de la ley” cuando es un modo de pensar, de sentir mundano que se hace intérprete de la ley. También reprochaban a Jesús por entrar en casa de publicanos –que eran pecadores, según ellos– a comer con ellos, con los pecadores, porque la pureza de la ley no lo permitía; y no se lavaba las manos antes de comer…; siempre ese reproche que provoca división: esto es lo importante que yo quería subrayar.

 
Hay ideas y posturas que crean división, y llega a ser más importante la división que la unidad: es más importante mi idea que el Espíritu Santo que nos guía. Hay un cardenal emérito que vive aquí en el Vaticano, buen pastor, que decía a sus fieles: “La Iglesia es como un río. Algunos están más de esta parte, otros de la otra parte, pero lo importante es que todos estén dentro del río”. Eso es la unidad de la Iglesia. Nadie fuera, todos dentro. Y con sus peculiaridades: eso no divide, no es ideología, es lícito. Pero, ¿por qué la Iglesia tiene esa amplitud del río? Porque el Señor la quiere así

 
El Señor, en el Evangelio, nos dice: «Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y en solo Pastor». El Señor dice: “Tengo ovejas en todas partes y yo soy pastor de todos”. Este todos en Jesús es muy importante. Pensemos en la parábola de la fiesta de bodas, cuando los invitados no querían ir: uno porque había comprado un campo, otro se había casado…, cada uno dio su motivo para no ir. Y el dueño se enfadó y dijo: «Marchad a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis». A todos. Grandes y pequeños, ricos y pobres, buenos y malos. Todos. Ese “todos” es la visión del Señor que vino por todos y murió por todos. “¿Y también murió por aquel desgraciado que me ha hecho la vida imposible?”. También murió por él. “¿Y por aquel bandido?”: murió por él. Por todos. E incluso por la gente que no cree en Él o es de otras religiones: murió por todos. Eso no quiere decir que se deba hacer proselitismo: no. Pero Él murió por todos, justificó a todos.

 
Cristo murió por todos: ¡sigamos adelante!”. Tenemos un solo Redentor, una sola unidad: Cristo murió por todos. En cambio, la tentación… hasta Pablo la sufrió: “Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de este, yo soy del otro…”. Y pensemos en nosotros, hace 50 años, en el postconcilio: las divisiones que sufrió la Iglesia. “Yo estoy de esta parte, yo pienso así, tú así…”. Sí, es lícito pensar así, pero en la unidad de la Iglesia, bajo el Pastor Jesús.

 
Dos cosas. El reproche de los apóstoles a Pedro por haber entrado en la casa de los paganos y Jesús que dice: “Yo soy pastor de todos”. Y: “Tengo otras ovejas que no provienen de este redil. Y debo guiarlas también a ellas. Escucharán mi voz y serán un solo rebaño”. Es la oración por la unidad de todos los hombres, porque todos, hombres y mujeres, todos tenemos un único Pastor: Jesús.

 
Que el Señor nos libre de la psicología de la división, de separar, y nos ayude a ver esto tan grande de Jesús: que en Él todos somos hermanos y Él es el Pastor de todos. Hoy, esta palabra: “Todos, todos”, que nos acompañe durante la jornada.

Jueves de la III Semana de Pascua

Hech 8, 26-40

Estamos escuchando los hechos del diácono Felipe.

Felipe es un «lleno del Espíritu»; fue la condición para su elección al diaconado.  Ahora lo vemos como un «movido por el Espíritu»: «acércate y camina junto al carro…».  Luego, el Espíritu del Señor lo arrebató y lo llevó más lejos.

¡Felipe es un obediente al Espíritu!  ¿Somos obedientes nosotros a su acción?

La Escritura, de por sí, no suscita la fe en el Señor.  El etíope lee y no comprende.  Se necesita la palabra de la Iglesia que lea e interprete.  El descubrimiento de Jesús, de su resurrección, lleva a la expresión sacramental.

De nuevo la característica del encuentro con Cristo: «prosiguió su viaje lleno de alegría».

Con esto llega la fe cristiana hasta el actual Sudán; la Iglesia va siendo católica-universal.

Jn 6, 44-51

Los profetas habían anunciado que en los últimos tiempos ya no se conocería a Dios «por haber oído decir», sino por experiencia personal.  Esto se realiza en Cristo, el Hijo único de Dios, su Palabra personal: «Dios, que de tantos modos habló por los profetas, en estos últimos tiempos nos habló por su propio Hijo».

Cristo es, pues, el don del amor de Dios.  Conocerlo, unirse a El, es un regalo del Padre.  Cristo es el revelador del Padre, pero hay que abrirse a ese don.

El evangelista nos lo presenta como una enseñanza; hay que escucharla y seguirla.

De nuevo escuchamos la afirmación: «Yo soy el pan de la vida».   Y de nuevo se compara a la imagen simbólica del maná.  Jesús, es el verdadero maná.

La última frase que oímos: «El pan que Yo les voy a dar es mi carne…» apunta a la Eucaristía y va a suscitar la polémica: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»

Acerquémonos al Señor, Pan de Vida, en su Palabra y en su memorial.

Miércoles de la III Semana de Pascua

Hech 8, 1-8

Hoy iniciamos los hechos de Felipe, otro de los primeros diáconos.

La muerte de Esteban es punto de partida para la primera gran persecución a la comunidad cristiana.  Nunca faltarán las persecuciones en la historia de la Iglesia.  La primera persecución es causa de la expansión del Evangelio.  Lo que se miraba destructivo y catastrófico es inicio de vida nueva.

La Iglesia con esto alcanzará sus verdaderos horizontes de universalidad.

Saulo que, una vez convertido, pondrá al servicio de Cristo toda su fogosidad, ahora la está empleando contra la Iglesia, que a sus ojos no era sino un grupo herético que venía a romper la tradición de su religión y de su patria.

La reacción samaritana a la predicación y a los hechos maravillosos de Felipe es la típica reacción cristiana: «esto despertó una gran alegría»

Jn 6, 35-40

En el evangelio de Juan hemos escuchado las preguntas que hacían sus paisanos: «¿de dónde viene éste?», «¿quién pretende ser?»

En el  mismo Evangelio encontramos la respuesta expresada en muchos modos: «Yo soy la luz del mundo», «Yo soy la puerta…», «Yo soy el Buen Pastor», «Yo soy la verdadera Vida», «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida».  Hoy oímos otra afirmación: «Yo soy el pan de la Vida».

«Ir a Jesús», «creer en Jesús», son equivalentes.  No es la fe en Jesús meramente el asentimiento a una serie de verdades abstractas; es el don de Dios, recibido, cultivado y expresado en frutos de bien hasta llegar a la vida eterna.

Nos hemos reunido a celebrar la Cena del Señor, a alimentarnos de sus dos mesas: la de la Palabra y la del Sacramento.  Vayamos luego y demos frutos vitales de la misma vida del Señor.

Martes de la III Semana de Pascua

Hech 7, 51-8,1

Hoy hemos seguido oyendo el testimonio de Esteban, primer diácono y primer mártir.

Hay muchos parecidos entre el discípulo Esteban y Cristo el Maestro.

Los vemos unidos en la muerte-testimonio y hasta en la casi literalidad de las últimas palabras de uno y de otro.

El testimonio supremo, el de la vida de Esteban, es para afirmar la realidad de Cristo resucitado; él mismo se une a la muerte dolorosa de su Maestro y por ello es unido a su gloria, a su vida nueva.  El texto usa una fórmula: «se durmió en el Señor»; muerte-dormición; se despertará a una vida definitiva y gloriosa.  A los lugares donde «descansan» nuestros difuntos los llamamos «cementerios»,  que quiere decir «dormitorios».

Los primeros cristianos decían: «la sangre de los mártires es semilla de cristianos».  La sangre de Esteban da frutos óptimos en Saulo, el que «estuvo de acuerdo en que mataran a Esteban» y cuidó los mantos de los verdugos.

Jn 6, 30-35

Hoy hemos escuchado un importantísimo texto de san Juan sobre la Eucaristía, el llamado «sermón del pan de vida».

Nos aparece los contrastes entre imagen profética y realidad de cumplimiento, entre el pueblo antiguo y el pueblo nuevo, entre los dos jefes, Moisés y Cristo, y entre los dos alimentos, el maná «pan del cielo» y el verdadero «pan del cielo», el «pan de la vida», Cristo Señor.

Los escuchas del Señor eran gentes muy sencillas de Galilea, agricultoras, pescadoras, artesanas, y hablan y entienden sólo desde las necesidades primarias humanas; Jesús lo quiere elevar a otra vida, a  otras necesidades.

Conociendo nosotros esta vida, estas necesidades, hagamos hoy al Señor la misma súplica que acabamos de escuchar: «Señor, danos siempre de ese pan».

Lunes de la III Semana de Pascua

Hech 6, 8-15

Al escuchar esta lectura nos llena de admiración el odio que se puede llegar a crear sobre una persona por el simple hecho de creer en Jesús.

Sin embargo, que lejos estaban las comunidades cristianas de aquel tiempo en pensar que esto sucedido a Esteban lo haríamos nosotros los cristianos con nuestros propios hermanos cristianos.

Las divisiones que han existido y que aun desgraciadamente existen en la Iglesia, han sido motivo para calumniar, herir, desterrar e incluso llegar a matar aquellos que no profesan la fe de la misma manera. Las luchas religiosas en todo el mundo lo único que han dejado es hambre, miseria, muerte, desolación y sobre todo grandes heridas en el corazón de los creyentes. ¿La causa?, que no dejamos que Dios arregle las cosas, sino que las queremos arreglar nosotros y de esta manera el odio, solo engendra más odio.

Esteban, nos dice la escritura, lleno del Espíritu Santo, dejó que Dios hablara por medio de él, con palabra de amor, no con espadas y con lanzas. En tu trato con hermanos que nos profesan la fe como tú, permite a Dios actuar… si te atacan, siéntete feliz de padecer por el nombre de Jesús y tu caridad mostrará a tus adversarios, que Dios verdaderamente vive en ti. Recuerda que el amor siempre vence.

Jn 6, 22-29

La gente que había escuchado a Jesús durante todo el día, y luego había tenido esta gracia de la multiplicación de los panes y había visto el poder de Jesús, quería hacerlo rey. Primero fueron donde Jesús para escuchar la palabra y también para pedir la curación de los enfermos. Se quedaron todo el día escuchando a Jesús sin aburrirse, sin cansarse: estaban allí, felices. Cuando luego vieron que Jesús les daba de comer, y eso no se lo esperaban, pensaron: “Este sería un buen gobernante para nosotros y seguramente podrá liberarnos del poder de los romanos y sacar el país adelante”. Y se entusiasmaron por hacerlo rey. Su intención había cambiado, porque vieron y pensaron: “Una persona que realiza este milagro, que alimenta a la gente, puede ser un buen gobernante”. Pero habían olvidado en ese momento el entusiasmo que la palabra de Jesús hacía nacer en sus corazones.

Jesús se marchó y se fue a rezar. La gente se quedó allí y al día siguiente buscaba a Jesús, “porque debe estar aquí” decían, ya que habían visto que no subió a la barca con los demás. Y allí se había quedado otra barca. Pero no sabían que Jesús había alcanzado a los otros caminando sobre las aguas. Así que decidieron ir al otro lado del Mar de Tiberíades para buscar a Jesús y cuando lo vieron, la primera palabra que le dicen fue: «Rabbí, ¿cuándo has llegado aquí?», como diciendo: “No entendemos, esto parece una cosa extraña”.

 
Y Jesús les hace volver al primer sentimiento, al que tenían antes de la multiplicación de los panes, cuando escuchaban la palabra de Dios: «En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no porque habéis visto signos —como al principio, los signos de la palabra, que les emocionaban, los signos de la curación—, sino porque habéis comido pan y os habéis saciado». Jesús les hace ver que han cambiado de actitud y ellos en vez de justificarse: “No, Señor, no…”, fueron humildes. Jesús continúa: «No trabajéis por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello». Y ellos, buena gente, le dijeron: «¿Qué hemos de hacer para realizar las obras de Dios?». “Que creáis en el Hijo de Dios”. Este es un caso en el que Jesús corrige la actitud de la gente, de la multitud, porque a mitad del camino se había desviado un poco del primer momento, del primer consuelo espiritual y había tomado un camino que no era el correcto, un camino más mundano que evangélico.

 
Esto nos hace pensar que muchas veces en la vida empezamos a seguir a Jesús, vamos detrás de Jesús con los valores del Evangelio, y a mitad de camino se nos presenta otra idea, vemos otros signos y nos alejamos y nos conformamos con algo más temporal, más material, más mundano, tal vez, y perdemos el recuerdo de ese primer entusiasmo que tuvimos cuando escuchábamos hablar a Jesús. El Señor siempre nos hace volver al primer encuentro, al primer momento en que nos miró, nos habló e hizo nacer en nosotros el deseo de seguirle. Esta es una gracia que hay que pedirle al Señor, porque en la vida siempre tendremos la tentación de alejarnos porque vemos otra cosa: “Eso irá bien, esa idea es buena…”. Nos alejamos. La gracia de volver siempre a la primera llamada, al primer momento: no olvidar, no olvidar mi historia, cuando Jesús me miró con amor y me dijo: “Este es tu camino”; cuando Jesús, a través de tantas personas, me hizo comprender cuál era el camino del Evangelio y no otras sendas un poco mundanas, con otros valores. Volver al primer encuentro.

 
Siempre me ha llamado la atención que —entre las cosas que Jesús dijo la mañana de la Resurrección— afirmara: “Id, anunciad a mis discípulos que vayan a Galilea, allí me verán”, Galilea era el lugar del primer encuentro. Allí habían conocido a Jesús. Y cada uno tiene su propia “Galilea” interior, nuestro momento propio, cuando Jesús se acercó y nos dijo: “Sígueme”. En la vida sucede lo que le pasó a esa gente —gente buena, porque luego le pregunta: “¿Qué hemos de hacer?”, y obedecieron inmediatamente—, nos alejamos y buscamos otros valores, otra hermenéutica, otras cosas, y perdemos la frescura de la primera llamada. El autor de la carta a los Hebreos también nos lo recuerda: “Acordaos de los días pasados”. La memoria, la memoria del primer encuentro, la memoria de “mi Galilea”, cuando el Señor me miró con amor y me dijo: “Sígueme”.

Sábado de la II Semana de Pascua

Hech 6, 1-7; Jn 6, 16-21

El evangelio de hoy nos presenta el episodio de Jesús que camina sobre las aguas del lago. Después de la multiplicación de los panes y de los peces, Él invita a los discípulos a subir a la barca y a esperarle en la otra orilla, mientras se despide de la multitud y después se retira solo a rezar en el monte, hasta la noche tarde.

Y mientras tanto en el lago se levantó una fuerte tempestad, y justamente en medio de la tempestad Jesús va a la barca de los discípulos, caminando sobre las aguas del lago. Cuando los discípulos lo ven se asustan, piensan que es un fantasma, pero Él los tranquiliza: «Coraje, soy yo, no tengan miedo.

En la barca están todos los discípulos, unidos por la experiencia de la debilidad, de la duda, del miedo, de la poca fe. Pero cuando en esa barca sube Jesús, el clima inmediatamente cambia: todos se sienten unidos en la fe en Él. Todos pequeños y asustados se vuelven grandes en el momento en el cual se arrodillan y reconocen en su maestro al Hijo de Dios.

Cuantas veces también a nosotros nos sucede lo mismo: sin Jesús, lejos de Jesús nos sentimos miedosos e inadecuados, a tal punto que pensamos no poder lograr nada. Falta la fe, pero Jesús está siempre con nosotros y escondido quizás, pero presente y siempre pronto a sostenernos.

Esta es una imagen eficaz de la Iglesia: una barca que debe afrontar las tempestades y algunas veces parece estar en la situación de ser arrollada. Lo que la salva no son las cualidades y la valentía de sus hombres, sino la fe, que permite caminar incluso en la oscuridad, en medio de las dificultades.

La fe nos da la seguridad de la presencia de Jesús siempre a nuestro lado, con su mano que nos sostiene para apartarnos del peligro. Todos nosotros estamos en esta barca, y aquí nos sentimos seguros a pesar de nuestros límites y nuestras debilidades.

Estamos seguros sobre todo cuando sabemos ponernos de rodillas y adorar a Jesús, el único Señor de nuestra vida.

Viernes de la II Semana de Pascua

Hech 5, 34-42

El Sanedrín se había reunido para deliberar sobre el problema que estaba poniendo la predicación apostólica.  Hay una voz, la de Gamaliel, maestro de Saulo en el fariseísmo.  Con ejemplos de la historia reciente, presenta un principio de juicio iluminador para toda la vida de la Iglesia: «Si lo que están haciendo es de origen humano, se acabará por sí mismo, pero si es cosa de Dios, no podrán ustedes deshacerlo».  Esto se ha repetido muchas otras veces, a todos los niveles, y aplicado a infinidad de circunstancias personales, familiares o comunitarias.  Es esta lectura una invitación a mirar todas nuestras circunstancias, especialmente las que nos propongan un dilema, a la luz de esa perenne lección de vida que hoy la palabra de Dios nos ha presentado.

Jn 6, 1-15

¿Qué significa este hecho maravilloso de Jesús?  Él se nos presenta como el «Pan de Vida».  Este signo de Jesús da pie al siguiente «Sermón del pan de vida».

El pan es el alimento humano prototipo, expresa todo lo bueno; ¿no decimos ganarse el «pan», «compartir el pan»?

El pan es un producto humano muy sencillo, pero que expresa una red de colaboración y de servicio humanos.

Jesús es nuestro alimento, es decir, vida, aliento, expresión de unidad y fiesta, y lo es en todas las formas como hoy se nos hace presente: en su Iglesia, en su Palabra, en sus sacramentos, en el prójimo, en todos los acontecimientos.   Pero principalmente y como centro, en la Eucaristía: «tomó Jesús los panes y, después de dar gracias a Dios, se los fue repartiendo», apunta directamente a la Eucaristía.

Reconozcamos y agradezcamos este don del amor de Cristo y, en su seguimiento, tratemos de ser pan bueno, vital, que se parte y reparte.

Jueves de la II Semana de Pascua

Hech 5, 27-33

Una curiosa mezcla de autoritarismo y de miedo expresa la reacción represiva de los jefes judíos ante las enseñanzas apostólicas, de ahí que los apóstoles digan: «Primero hay que obedecer a Dios y luego a los hombre».

Los apóstoles no pierden oportunidad para presentar la convicción de su fe: la Pascua de Jesús, el contraste muerte-vida, humillación-exaltación y la vida y la glorificación, no como «final feliz», sino como «causa-efecto»: «se entregó hasta la muerte…. por eso Dios le dio un nombre sobre todo nombre…»

¿Por qué este testimonio tan franco, tan eficaz, tan entusiasta?  Porque es el testimonio mismo del Espíritu Santo.

¿Nuestro testimonio tiene las características del testimonio de los apóstoles?  Si la respuesta es negativa, quiere decir que nos está faltando el elemento «entusiasmador» (fuerza activa de Dios), el mismo Espíritu Santo.

Jn 3, 31-36

Jesús se revela a sí mismo como «El que viene de lo alto», «El que viene del cielo», «Aquel a quien Dios envió».  El es, pues, el revelador del Padre, su testigo, el que nos comunica su propia vida.

Jesús es el «pleno del Espíritu».  Cuando hablamos de Cristo, normalmente sólo pensamos en el Hijo de Dios hecho hombre; pocas veces el nombre de «Cristo» nos hace darnos cuenta de que tiene una referencia directa al Espíritu Santo; Jesús, el Cristo, nos da ese Espíritu que «Dios le ha concedido sin medida».

Ante este testimonio, ante esta vida que se nos quiere comunicar, no hay más que dos actitudes, creer o no obedecer, pero el resultado es «tener vida».

Vivamos nuestra Eucaristía con todo el sentido pascual del tiempo litúrgico.

Miércoles de la II Semana de Pascua

Hech 5, 17-26

Una nueva prueba para los apóstoles: de nuevo la cárcel; pero los hechos nos presentan la intervención milagrosa que los libera, y la orden: «póngase a enseñar al pueblo».

En la noche son liberados, en la madrugada ya están predicando.

Hemos oído la palabra «entusiasmo», que quiere decir: fuerza divina que mueve.

En el mundo de la publicidad y de los negocios se habla de «agresividad», es decir de una fuerza, un ímpetu, una ingeniosidad para mostrar o proponer algo.

Decía el Señor: «son más astutos los hijos de las tinieblas que los hijos de la luz».

¿Nos falta «agresividad» porque nos falta entusiasmo?  Es decir, ¿dejarnos llenar por la fuerza del Espíritu?  Considerémoslo ante el Señor.

Jn 3, 16-21

Hoy terminamos de escuchar el diálogo nocturno entre Jesús y Nicodemo.

Hay tres temas: Jesús es la expresión concreta, visible y palpable del infinito amor de Dios.  Es la carta de amor que el Padre nos envía.

Pero esta vida, que en el Padre tiene su origen y que Cristo nos comunica, tiene que ser efectivamente vida en nosotros, la podemos aceptar o la podemos rechazar.  El rechazo del amor, de la vida, es, en términos del juicio mismo de Dios.

Luego es presentado este juicio en términos de luz-tinieblas.  Cristo es la luz que viene del Padre, pero nosotros tenemos que ser luz desde El.  ¿Recuerdan el signo del cirio pascual en la noche de Pascua?

«Que así luzca su luz, para que viendo los hombres sus buenas obras glorifiquen al Padre».

Cumplamos este deseo del Señor.

Martes de la II Semana de Pascua

Hech 4, 32-37

El retrato de la primitiva comunidad que hemos contemplado hoy no es una fotografía de la situación real, pues la comunidad primitiva también estaba constituida por hombres con debilidad y pecado, sino el proyecto ideal al que toda comunidad cristiana tiene que mirar para comparar su situación real y avanzar hacia la situación que quiere el Señor.

La fe en el Señor Jesús viviente y actuante, se manifiesta en el testimonio apostólico, la predicación apoyada en los prodigios que obraban; pero estaba otro testimonio tan importante como el primero: la unidad en el Señor: «Un solo corazón y una sola alma», que se expresa hasta en la comunidad de bienes.  Hoy escuchamos el ejemplo en positivo de José Bernabé.

Nuestra comunidad ¿está tendiendo efectivamente a parecerse a ese relato ideal trazado por el Señor?

Jn 3, 7-15

Escuchamos la segunda parte del diálogo entre Jesús y Nicodemo.

Mientras Jesús hablaba de un nacimiento nuevo, totalmente distinto del primero.  Nicodemo entendía un renacer biológico.

Por esto Jesús lo dirige al motor de este movimiento, al que por su mismo nombre, Espíritu-Viento, se manifiesta como fuerza, como vida nueva, como dinamismo transformador.

Jesús habla de sí mismo y se manifiesta como el testigo supremo de Dios; la expresión viviente, tangible y sensible del Dios infinito e inefable.  Él es el Salvador y Redentor del mundo.  La imagen profética de la serpiente de bronce manifiesta a Jesús crucificado-glorificado-salvador.

La palabra nos ilumina, el sacramento nos vivifica; demos testimonio eficaz.