Hech 8, 26-40
Estamos escuchando los hechos del diácono Felipe.
Felipe es un «lleno del Espíritu»; fue la condición para su elección al diaconado. Ahora lo vemos como un «movido por el Espíritu»: «acércate y camina junto al carro…». Luego, el Espíritu del Señor lo arrebató y lo llevó más lejos.
¡Felipe es un obediente al Espíritu! ¿Somos obedientes nosotros a su acción?
La Escritura, de por sí, no suscita la fe en el Señor. El etíope lee y no comprende. Se necesita la palabra de la Iglesia que lea e interprete. El descubrimiento de Jesús, de su resurrección, lleva a la expresión sacramental.
De nuevo la característica del encuentro con Cristo: «prosiguió su viaje lleno de alegría».
Con esto llega la fe cristiana hasta el actual Sudán; la Iglesia va siendo católica-universal.
Jn 6, 44-51
Los profetas habían anunciado que en los últimos tiempos ya no se conocería a Dios «por haber oído decir», sino por experiencia personal. Esto se realiza en Cristo, el Hijo único de Dios, su Palabra personal: «Dios, que de tantos modos habló por los profetas, en estos últimos tiempos nos habló por su propio Hijo».
Cristo es, pues, el don del amor de Dios. Conocerlo, unirse a El, es un regalo del Padre. Cristo es el revelador del Padre, pero hay que abrirse a ese don.
El evangelista nos lo presenta como una enseñanza; hay que escucharla y seguirla.
De nuevo escuchamos la afirmación: «Yo soy el pan de la vida». Y de nuevo se compara a la imagen simbólica del maná. Jesús, es el verdadero maná.
La última frase que oímos: «El pan que Yo les voy a dar es mi carne…» apunta a la Eucaristía y va a suscitar la polémica: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Acerquémonos al Señor, Pan de Vida, en su Palabra y en su memorial.