Martes de la IV Semana de Cuaresma

Ez 47, 1-9. 12

Para entender mejor la fuerza de las imágenes de la profecía pensemos en el marco geográfico en que fue escrita.  Una ciudad siempre muy escasa de agua, una tierra desértica, un lago cerrado, salado, sin vida.

El profeta había mirado la grandiosidad de una Jerusalén futura, de dimensiones y grandiosidad impresionantes; ahora nos habla de la fuente que brota del templo: el agua es cada vez más abundante y va por el valle inferior del Jordán, hasta el mar Muerto, que será transformado; la vegetación a orillas de la corriente de vida es prodigiosa: verdor, lozanía, árboles de todas clases, maravillosa y perennemente fructíferos, y hasta medicinales.

Juan, usará las mismas imágenes para hablarnos de la Jerusalén del cielo: «Luego me mostró el río de agua de vida, brillante como el cristal que brotaba del trono de Dios y del Cordero… “(Ap 22, 1.2).

Es la imagen esperanzadora de la vida en Dios.

Jn 5, 1-3. 5-16

El milagro que hoy escuchamos es un signo que nos comunica muchas cosas.

Ante la pobreza del paralítico: «Señor no tengo a nadie…», la misericordia presurosa de Cristo que se acerca a él; ante la impotencia del enfermo, la fuerza dinamizadora del Señor.  «Levántate… anda».

El nombre de la piscina, Betesdá, significa «Casa de la  misericordia».

Donde sólo había misericordia salvífica, para los judíos no hay sino ruptura de la Ley: Jesús curando y el antiguo paralítico cargando la camilla.

¿Nuestra mano se parece a la de Cristo?, ¿es para levantar, sostener, consolar?, o ¿se parece a la de los judíos del evangelio de hoy, mano para señalar pecado, para acusar, para castigar?

Nuestra reunión eucarística tiene que ser una auténtica Betesdá: Casa de la misericordia; la misericordia infinita de Dios que se encuentra con nuestra miseria; nuestra misericordia, eco de la de Dios ante las miserias del prójimo.

Lunes de la IV Semana de Cuaresma

Is 65, 17-21

El tema escatológico de la nueva creación: «Voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva» ha motivado siempre la esperanzada labor de todos los que han luchado por la vida cristiana.  El profeta lo ha anunciado.  Pedro trabajaba con ese aliento: «esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en la que habite la justicia» y el vidente Juan lo miraba realizado: «Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva… vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén…».

El profeta hablaba a un pueblo que apenas acababa de regresar del destierro, de los años de amargura.  Por esto, las perspectivas de alegría y gozo, de Jerusalén renovada, de ya no más muertes prematuras, de lugar permanente, de morada de abundancia, tiene una fuerza y un relieve muy especiales.

Apliquemos estas perspectivas esperanzadoras del profeta a nuestra situación cuaresmal.  Es una llamada más de Dios a nuestra conversión radical.

Jn 4, 43-54

A partir de hoy y hasta el martes santo, nuestro guía evangélico será san Juan.

Cada uno de los milagros narrados por Juan  son llamados por él «signos»,  es decir, no debemos de mirar sólo lo maravilloso del acontecimiento para admirarlo, sino que debemos ver qué nos señala, a qué nos lleva, qué realidad nos descubre.

Junto con los ejemplos de Nicodemo y de la mujer samaritana, el que hoy escuchamos es un ejemplo que tipifica al que va en busca de la fe.  El primero, un hombre religioso, serio, aunque algo atemorizado; la segunda, una mujer de un pueblo no estimado por los judíos; el tercero, un pagano.

El evangelio usó una expresión: «creyó con todos los de su casa»,  como se dice de las conversiones de paganos en los Hechos de los apóstoles.

Hemos recibido la palabra del Señor.  El Señor es la misma Palabra personal del Padre; creamos en Él con fe, no sólo de pensamiento ni sólo de palabra, sino en la verdad de los hechos.

Sábado de la III Semana de Cuaresma

Os 6, 1-6

Nosotros solemos, al hablar de Dios, aplicarle conceptos humanos; y es natural, no tenemos otra cosa para hablar de Él que nuestras experiencias, nuestras realidades, nuestras imágenes, nuestro vocabulario; pero ninguna palabra, ningún concepto, puede abarcar a Dios ni definirlo totalmente.  Uno de los conceptos que aplicamos a Dios desde nuestra experiencia es el enojo, el castigo.  Si habláramos de castigo de Dios como revancha, explosión de ira destructora, no contenida («la haces, la pagas»), estéril, estaríamos muy equivocados.  Todo en Dios es amor, toda su acción es amorosa, toda, aun la que nos desconcierta por dolorosa.

Las tribus de Efraín y Judá lo reconocen, en la lectura profética que escuchamos: «Él nos curará, Él nos vendará, nos devolverá la vida».

Otra muy bella alusión pascual se nos hizo presente: «en dos días nos devolverá la vida y al tercero nos levantará».  No olvidemos que el camino de conversión de la Cuaresma nos lleva a desembocar en las celebraciones pascuales, fiestas de vida nueva en Cristo Señor.

Lc 18, 9-14

Nos habremos fijado en los contrastes de los dos protagonistas de la parábola de hoy: un fariseo, es decir, un perteneciente a un grupo religioso muy fuerte, los «perusim» (los separados).  Ellos se llamaban a sí mismos «haberim» (los compañeros); y otro con un gran letrero en la frente: «pecador», un publicano.  Dos posturas, dos lugares, dos oraciones.  Una casi exigencia: yo ayuno, yo pago… -de orgullo: no soy como los demás… -de falta de caridad: no soy como ese publicano.  La otra, de humildad y reconocimiento, al mismo tiempo, del propio mal y de la piedad amorosa de Dios.

Y dos resultados: uno, justificado; el otro, hay que suponer que no, al contrario, su oración fue un insulto a Dios y a los demás.

¿Al cuál de estas dos actitudes y oraciones se asemeja la nuestra?

Viernes de la III Semana de Cuaresma

Os 14, 2-10

La amorosa invitación a la conversión que hemos escuchado cierra el libro de Oseas.

Todas las acciones de Dios para su pueblo y que han sido tan mal correspondidas, llevan a una llamada a la conversión que desemboca en la confiada oración: «perdona todas nuestras maldades, acepta nuestro arrepentimiento sincero…»

El profeta brinda, de parte de Dios, el perdón restaurador.

Tal vez nos dimos cuenta de las imágenes vegetales que usó el profeta.  Tengamos en cuenta que está  hablando en una región desértica, donde el agua está gritando: vida.  Nos habló del rocío que florecerá en lirios, de humedad que se manifestará en álamos, olivos, cedros y cipreses, de feracidad que aparecerá en trigales y viñedos.  ¿No son una muy buena imagen de los dones de Dios y de cómo nos requiere para que se manifiesten en nosotros en obras de salvación para los demás?

Mc 12, 28-34

El evangelista Marcos nos presenta una serie de «acercamientos» al Señor, de dirigentes del pueblo de Israel: los sumos sacerdotes, los ancianos, fariseos, herodianos, saduceos, y, por fin, el escriba de hoy; pero su recurso al Señor no es en apertura y disponibilidad sino que es reclamación, para sorprenderlo, objetarlo; la respuesta a la pregunta que hizo el escriba es totalmente obvia.  Aún hoy los judíos piadosos recitan varias veces al día la profesión de fe: «Shemá Israel…».  Preguntar cuál es el principal mandamiento a un rabí es como preguntar ¿cuánto es dos por tres? a un buen matemático.  Pero Jesús aprovecha para unir al mandamiento del amor a Dios el mandato del amor al prójimo.  «No estás lejos del Reino de Dios», dice Jesús al escriba que repitió la afirmación.

No olvidemos que no basta conocer el mandamiento y anunciarlo, hay que vivirlo.  «El que diga que ama a Dios y no ama a su prójimo, es un mentiroso».

Nuestro camino de conversión a Dios que es la Cuaresma, exige igualmente nuestra conversión al prójimo.

Jueves de la III Semana de Cuaresma

Jer 7, 23-28

Hemos oído el doloroso contraste entre las cuidadosas predilecciones de Dios para su pueblo, entre todas las enseñanzas del recto camino y la culminación de la alianza y las repuestas del pueblo, llenas de ingratitud, desobediencia y ruptura.  Jeremías centra ese contraste en el envío de los profetas, portavoces de Dios, y la respuesta fallida al llamado.  El mismo es un profeta y siente en sí mismo la afrenta del rechazo.

Si nosotros oímos esta lectura como quien se vuelve a mirar una realidad histórica del pasado, cerraremos el libro con un juicio muy negativo del pueblo ingrato.  Pero nosotros, al acabar la lectura, aclamamos aseverando la afirmación: «Palabra de Dios», y esto quiere decir que es una palabra de Dios para mí, hoy.  Yo también he sido objeto de las premuras amorosas de Dios.  Cristo me ha hecho objeto de su alianza; igualmente me ha enviado sus profetas, los que hablan en su nombre, la Sagrada Escritura, personas, circunstancias, ¿cómo he respondido?

Lc 11, 14-23

Cuando en el evangelio se habla de demonios, nos sentimos algo incómodos.  ¿No es algo «pasado de moda»?, ¿algo «superado»?  Ciertamente tenemos que dejar de lado imágenes infantiles de cuernos, cola y tridente, pero la realidad es que el mal, sobre todo el interior, no se puede explicar sólo con la libertad humana.  El mal tiene raíces más profundas que no alcanzamos a conocer, que tiene implicaciones cósmicas, radicales, colectivas, y Jesús nos ha venido a salvar de este mal, el imperio de Satanás.

El juicio negativo del origen del poder de Jesús lo hace reaccionar violentamente.

Lo que era prueba de la presencia del Reino de Dios ha sido interpretado como acción del príncipe del mal y no del mismo Espíritu Santo.

Pongámonos ante la acción salvífica del Señor para que sane radicalmente todo nuestro mal.

Miércoles de la III Semana de Cuaresma

Deut 4, 1. 5-9

Escuchamos la segunda parte del primer gran discurso de Moisés en el libro del Deuteronomio.  Una insistente recomendación al cumplimiento fiel de los mandatos de Dios en correspondencia a la fidelidad de su amor.

El Deuteronomio («segunda ley») insiste en la interioridad de esa ley.  No es un bozal o una cadena, es una guía amorosamente dada por Dios.  Todo está en clave de amor.  Cuando nosotros escuchamos estas recomendaciones, lo hacemos aceptándolas como suma expresión del amor de Cristo y del sumo mandato de la caridad: «Como yo los he amado».

¿Somos conscientes de la cercanía de Dios en Cristo, en su Iglesia, en sus sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, en  los prójimos, sobre todo en los más despreciados?

Mt 5, 17-19

«No he venido a abolir, sino a dar plenitud», oímos que decía el Señor en el evangelio.  Es la expresión de la culminación y perfección de la Antigua Alianza en la Nueva.  Es la relación entre la promesa y el cumplimiento; es la yemita del árbol que se perfecciona en la flor y luego en el fruto.  Obstinarse en situarse en lo que es etapa y no llegar a la meta es una falla.

Así se deben entender también la serie de mandatos del Señor: «Oyeron que se dijo a los antiguos, pero yo les digo…»

La minuciosidad en el cumplimiento de los «preceptos menores» viene no de un legalismo, sino de la finura detallista del amor.  No como algo impuesto desde afuera, sino desde la delicadeza de la fidelidad que brota del corazón.

Escuchemos el mensaje y tratemos de hacerlo «verdad y vida».

Martes de la III Semana de Cuaresma

Dan 3, 25. 34-43

En la primera lectura oímos la oración de un pueblo humillado, cautivo y luego disperso, no tiene lo que hacía su gloria y orgullo, se ha visto despojado de todas sus expresividades religiosas, cultuales, de identidad nacional.

Es una oración confiada, ya no en el propio valor, sino totalmente centrada en la grandeza y el amor de Dios.  Cuando miramos nuestras miserias, tenemos que ver también la infinita misericordia de Dios.

Azarías expresa también cómo el despojo y pobreza que sufría el pueblo lo ha ido centrando en lo realmente importante, en lo que nadie, de ninguna manera, le puede arrebatar.

Azarías hace oración desde el fuego a donde había sido arrojado por su fidelidad a Dios.

Mt 18, 21-35

Pedro tal vez se sintió ultrageneroso al poner en siete el número de veces para perdonar una ofensa personal.  Siete es un número amplísimo, de perfección, una totalidad.

Jesús rompe esa totalidad, y la amplía, aún más, la absolutiza: «setenta veces siete», es decir siempre.  Y luego escuchamos la más espléndida exégesis a la quinta petición del Padrenuestro: «Perdona mis ofensas como yo perdono…»  La desproporción de las dos deudas, la perdonada por el rey y la no perdonada por el servidor, es como de 50 millones de monedas de oro, a una de unas 8 monedas de oro.

Es otra forma de recordarnos el mandato supremo y característico expresado en aquello de «como yo los he amado».

El espíritu de la Cuaresma nos lleva a reflexionar sobre este punto básico: ¿estoy haciendo seriamente la lucha de actuar con ese parámetro, como Él, como Cristo?

La Palabra nos ha trazado la senda, el Sacramento nos dará la fuerza.

Lunes de la III Semana de Cuaresma

2 Re 5, 1-15

Es obvio que la primera lectura de hoy fue escogida en relación con la lectura evangélica; esto es lo ordinario en los domingos y en los tiempos especiales litúrgicos como la Cuaresma que estamos viviendo.

La primera idea que aparece es la universalidad de la salvación que proviene de un único Dios que preside los destinos de todo el universo, contra la idea que dominaba en la época de dioses locales para pueblos particulares; dice Naamán: «sé que no hay más Dios que el de Israel».  Pero hay otra idea no expresada tan claramente como la anterior: de los pequeño y humilde puede seguirse lo grande e impensado, del consejo de una esclavita viene el que el poderoso general sea curado.  De las aguas del Jordán, río menos importante que el Abaná y el Farfar, es de donde viene la salud.  No son los ritos espléndidos los que salvarán al enfermo, sino su obediencia y docilidad.

Lc 4, 24-30

Recordemos el marco de la narración evangélica: Cristo comienza su ministerio; hasta su pueblo ha llegado la noticia de que predica de un modo muy original y de que va haciendo obras maravillosas.  Fue invitado a hacer la segunda lectura en la reunión sinagogal, en su tierra, entre los suyos.  Leyó el pasaje de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido, me ha enviado a anunciar la Buena Nueva…».  Y luego, la maravillosa «homilía»: «Esta escritura que acaban de oír se ha cumplido hoy».  «Todos se sorprendían de sus palabras y se preguntaban; ¿No es éste el hijo de José?»

A nosotros no extraña que la inmediatez de Jesús, el que sea «uno de los suyos», alguien a quien vieron crecer y trabajar, sea la causa del rechazo.  Los antiguos judíos decían llenos de orgullo: «¿Qué pueblo tiene tan cerca a su Dios como nosotros?

Pero hoy nosotros tenemos también a Cristo muy cercano, en la Iglesia, en la liturgia, en su palabra, el prójimo, sobre todo en el más pobre y el más necesitado.  ¿Lo aceptamos?, ¿lo rechazamos?

Sábado de la II Semana de Cuaresma

Miq 7, 14-15. 18-20

El pueblo ha regresado del destierro, se siente pobre y abandonado, «como ovejas aisladas en la maleza».  De allí la oración confiada al pastor de Israel.

Se le recuerdan a Dios las figuras de los grandes antepasados que fueron tan sus amigos.  Se le recuerdan sus amorosas intervenciones para convocar al pueblo, para guiarlo hasta la tierra prometida, el perdón que había concedido a los olvidos y traiciones.

Se le pide lleve de nuevo a su rebaño a los ricos pastizales de Transjordania, figuras de una vida nueva, rica en la fidelidad y el amor.

Lc 15, 1-3. 11-32

Nunca nos cansemos de escuchar la bellísima y emotiva parábola que llamamos del hijo pródigo, que más bien tendría que llamarse del «padre amoroso», o más ampliamente, del «padre generoso y del hermano cerrado, tacaño».

Usa el Señor todas las imágenes contrastantes de la actitud del hijo menor, tan desamorado, tan heridor del padre, tan dilapidador de los bienes.  Y la del padre, en expectativa amorosa del retorno de su hijo: «estaba todavía lejos cuando su padre lo vio»; su generosidad sin límites: «pronto… hagamos fiesta…»

Claro que es también un llamado a nuestra confianza en ese amor generoso, sin límites del Padre.  Es un llamado a nuestra conversión constante: «me levantaré y volveré a mi Padre…»

Es la parábola un contraste entre la generosidad del padre: «comamos y hagamos fiesta  porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida…», y la pequeñez de corazón del hijo mayor que se enoja por la generosidad del padre y se lo echa en cara: «no quería entrar»; que no reconoce a su hermano: «ese hijo tuyo…»

¿Qué nos dice esta parábola en nuestra relación con Dios?  ¿Y en nuestra relación con los demás?

Jueves de la II Semana de Cuaresma

Jer 17, 5-10

Para captar la fuerza de las imágenes proféticas, nos tenemos que situar en el ambiente geográfico donde fueron escritas: el contraste entre la estepa, tierra árida y quemada por el calor, y las márgenes del río, con su humedad vivificante.

¿En quién confiamos nosotros?, ¿en los valores puramente humanos, materiales, el poder, el prestigio, la riqueza, los honores?, o ¿en Dios?, ¿pura y sencillamente?

En nuestras realidades humanas es relativamente fácil aparecer y no ser, tener y no ser, crear una máscara muy diferente del verdadero rostro, engañar, comprar… Ante Dios esto es imposible.  Dejemos que su Palabra penetre, escrute.  Seamos un árbol fructífero, plantado junto al agua.

Lc 16, 19-31

El Señor Jesús usaba un sistema de enseñanza: las parábolas, pequeñas narraciones llenas de realidades, de situaciones, de cosas que todos conocían o habían experimentado, y de ahí provenía la enseñanza.  En la parábola hay una serie de personajes, palabras, situaciones, y la enseñanza viene al final.  De la parábola de las jóvenes previsoras no hay por qué pensar que Jesús enseña a no compartir los bienes; o de la parábola del administrador infiel, que el Señor enseñe a robar.  En esta parábola no se quiere enseñar que hay que sufrir en esta vida o en la otra.

Ni tiene una implicación de «luchas de clases».

La riqueza no es mala en sí, pero lleva muy de cerca el peligro de cerrarse a Dios, de olvidarse de lo realmente importante, de quedarse en las apariencias, y también lleva, muy de cerca, el peligro de cerrarse a los demás.

Los hermanos del rico, como él, tenían la Ley y los profetas y no les hicieron caso: «no harán caso».

La comunidad primitiva, al oír aquello de «ni aunque resucite un muerto»,  pensarían inmediatamente en la resurrección de Cristo.

¿Qué nos dice esta parábola hoy a nosotros?