Martes de la III Semana de Cuaresma

Dan 3, 25. 34-43

En la primera lectura oímos la oración de un pueblo humillado, cautivo y luego disperso, no tiene lo que hacía su gloria y orgullo, se ha visto despojado de todas sus expresividades religiosas, cultuales, de identidad nacional.

Es una oración confiada, ya no en el propio valor, sino totalmente centrada en la grandeza y el amor de Dios.  Cuando miramos nuestras miserias, tenemos que ver también la infinita misericordia de Dios.

Azarías expresa también cómo el despojo y pobreza que sufría el pueblo lo ha ido centrando en lo realmente importante, en lo que nadie, de ninguna manera, le puede arrebatar.

Azarías hace oración desde el fuego a donde había sido arrojado por su fidelidad a Dios.

Mt 18, 21-35

Pedro tal vez se sintió ultrageneroso al poner en siete el número de veces para perdonar una ofensa personal.  Siete es un número amplísimo, de perfección, una totalidad.

Jesús rompe esa totalidad, y la amplía, aún más, la absolutiza: «setenta veces siete», es decir siempre.  Y luego escuchamos la más espléndida exégesis a la quinta petición del Padrenuestro: «Perdona mis ofensas como yo perdono…»  La desproporción de las dos deudas, la perdonada por el rey y la no perdonada por el servidor, es como de 50 millones de monedas de oro, a una de unas 8 monedas de oro.

Es otra forma de recordarnos el mandato supremo y característico expresado en aquello de «como yo los he amado».

El espíritu de la Cuaresma nos lleva a reflexionar sobre este punto básico: ¿estoy haciendo seriamente la lucha de actuar con ese parámetro, como Él, como Cristo?

La Palabra nos ha trazado la senda, el Sacramento nos dará la fuerza.