Sábado de la I Semana Ordinaria

1 Sam 9, 1-4. 10. 17-19; 10, 1

Ayer oíamos cómo Samuel, después de insistir mucho sobre los riesgos de tener un rey, acepta la decisión del pueblo.

Hoy escuchamos la designación de parte de Dios de Saúl y su unción como el primer rey de Israel.

Una serie de acontecimientos que parecen no tener mucha importancia ni mucho significado en ellos mismos, serán marco y realidad donde se exprese la voluntad de Dios.  Aquí en el caso, la pérdida de las burras y su afanosa búsqueda, lleva a Saúl y a sus criados a buscar al vidente para que les dé una pista.  En realidad, los animales ya habían sido encontrados.

El vidente le reveló a Saúl los designios que Dios tenía sobre él, «para que fuera rey de su pueblo».

Saúl contesta con humildad: «¿No soy yo de Benjamín, una de las más pequeñas tribus de Israel y mi clan no es el más insignificante de todos los de la tribu de Benjamín?»

La unción es el signo de la toma de posesión de Dios, el aceite penetra, permanece, transforma.  Más tarde «ungido» =Mesías= Cristo, será el nombre del Señor Jesús, el pleno del Espíritu, que nos comunica de su plenitud.

Mc 2, 13-17

El llamamiento a Leví, el publicano, está lleno de enseñanza.  No olvidemos que los publicanos eran los recaudadores del impuesto para los romanos.  Eran vistos como pecadores de oficio, y al mismo tiempo como traidores a la religión y a la patria.

El Señor llama a uno de éstos para que sea su apóstol.  Aparece aquí, como en la llamada a los otros apóstoles, una notable inmediatez tanto en el llamado como en la respuesta.

Podría decirse que hubo una fiesta de «despedida de publicano» de Leví-Mateo.  Los escribas y fariseos critican la actitud de Jesús.  Muchas, muchísimas veces, en el Evangelio nos aparecen los «malos» de «profesión»: publicanos, pecadores, samaritanos, como más cercanos a la salvación que los «buenos»: los fariseos (los más religiosos), los escribas (los sabios de la Escritura), por su orgullo y su cerrazón.

No es el pertenecer a un grupo, a una raza, a una casta, lo que redime, sino la fe sencilla y humilde, el reconocimiento de la necesidad de salvación y el acercamiento confiado al Salvador.

«No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores».

Viernes de la I Semana Ordinaria

1 Sam 8, 4-7. 10-22

Samuel como juez, portavoz de Dios y líder del pueblo, actúa en nombre de Dios.

La desorganización de las tribus debilitaba al pueblo en su defensa contra los enemigos que lo rodeaban, especialmente los filisteos.

La conveniencia de una organización más estructurada, con un rey que unificara y organizara el pueblo, se iba abriendo camino.  Además pesaba el ejemplo de los pueblos vecinos Edom, Moab, Ammon, para no hablar de los grandes reinos del Nilo o Mesopotamia.

Como vimos, Samuel ya es viejo y sus hijos, Yoel y Abiyyá, nos son de ninguna manera ejemplares.

Los hebreos habían mirado a Dios como su único jefe y guía, el que los había hecho pueblo y mantenido por más de dos siglos.  De ahí las palabras de Dios: «… no es a ti a quien rechazan, sino a mí, porque no me quieren por rey».  Pero al fin está la palabra: «Hazles caso y que los gobierne un rey».

Mc 2, 1-12

El milagro que escuchamos es enormemente significativo.  La fe de los que llevaban al paralítico es ejemplar; ellos creían de veras en el poder de Jesús.  Esta fe los llevó  a superar ingeniosamente los obstáculos.  Nos podemos imaginar los reproches de los que rodeaban a Jesús cuando comenzaron a quitar los obstáculos para bajar al enfermo.  No pudo haber sido un trabajo «limpio».  Y nos imaginamos su reacción cuando Jesús dijo: «Hijito, tus pecados quedan perdonados».  Ellos lo traían para su curación física.  Escuchamos también la reacción de los escribas: «Este blasfema».

La salud espiritual que, efectivamente, sólo Dios puede dar, es imposible de comprobar sensiblemente.  La salud física, ésta sí es fácil de comprobar y también sólo de Dios puede venir.  De ahí la palabra de Jesús: «Para que sepan que el Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados, yo te ordeno…»

Es el camino de Dios mostrársenos por medio de las realidades materiales; es el sentido de «sacramento» entendido en su forma más amplia; es la necesaria relación entre lo interno y lo externo, entre lo material y lo espiritual.

Vivamos sinceramente nuestra Eucaristía.  Que la belleza y claridad de nuestros ritos, sostengan su espíritu y que nuestra fe, entrega y compromiso animen y hagan verdaderos nuestros ritos.

Jueves de la I Semana Ordinaria

1 Sam 4, 1-11

Ayer oímos el inicio de la vocación profética de Samuel: «Samuel creció y el Señor estaba con él.  Y todo lo que el Señor le decía, se cumplía».

El libro de Samuel nos cuenta que los hijos del sacerdote Elí no vivían su vida de servicio sacerdotal como quería el Señor, sino que se aprovechaban de ello para su propio beneficio y abusaban de los demás, y no escuchaban las recomendaciones de su padre.

El castigo de Dios fue anunciado, pero también fue anunciada una restauración sacerdotal con Samuel; el Señor dijo: «Yo haré surgir para mí un sacerdote fiel, que actuará conforme a mi corazón y a mis deseos».

Hoy escuchamos el cumplimiento de la predicción del castigo: la gran derrota de Israel a manos de los filisteos y sobre todo la pérdida del arca, la expresión plástica de la presencia de Dios con su pueblo, aunque pronto fue devuelta.

Allí, como lo oímos, murieron los dos hijos de Elí; con la impresión de los desastres murió también Elí.

Samuel se convirtió en juez, es decir, en portavoz de Dios y guía de su pueblo.

Mc 1, 40-45

San Marcos nos ha narrado un milagro situado en los inicios del ministerio de Jesús.

El profeta Isaías había presentado la curación de la lepra como una característica de los tiempos mesiánicos (Is 35, 8).  La lepra, al destruir la integridad física, era vista como un castigo especial del pecado: constituía al enfermo en un separado de la sociedad religiosa y civil.  Tocar a un leproso comunicaba su impureza.  Jesús no hace caso de esa prescripción porque quiere mostrarse implicado en el sufrimiento del enfermo: «Venga a mí todos los que se sientan fatigados y abrumados por la carga, y Yo les daré alivio».

La primera condición de la salvación, el poder misericordioso de Dios, no falla, pero necesita corresponder a ella la fe, la disponibilidad y apertura del creyente. 

La plegaria IV de la misa dice: «Tú tiendes la mano a todos para que pueda encontrarte el que te busca».

La expresión del leproso: «Si quieres, puedes curarme», es ejemplar.  Expresa la fe en el poder y en el amor del Salvador.

La palabra evangélica nos impulsa a presentarle al Señor todo lo que en nosotros está necesitado de salvación, de curación, de restauración.  Con grande fe repitamos la súplica del leproso: «si quieres, puedes curarme».

Miércoles de la I Semana Ordinaria

1 Sam 3, 1-10. 19-20

El niño Samuel, concebido maravillosamente gracias a las oraciones de su madre, que era estéril, fue llevado, tal como lo había prometido Ana, al santuario.  Consagrado al Señor, creció en el templo.

Nos aparece, en este ambiente, la vocación profética de Samuel.  La vocación es un llamado (eso significa la palabra) a cumplir una misión.

El libro de Samuel dice: «Por entonces, la palabra de Dios se dejaba oír raras veces y no eran frecuentes las visiones».

Samuel será guía por muchos años del pueblo de Dios y decisivo en los inicios del reino y de la institución de los primeros reyes.

El llamado de Dios suele manifestarse por medios muy cercanos y naturales, hay que discernirlo como tal, y esto no puede hacerse sin ayuda del Señor.  Samuel no discernía la voz de Dios, creía que era Elí.  La oración que Samuel hace es todo un modelo: «Habla, Señor, tu siervo te escucha».

El profeta, y todos tenemos en algún modo que serlo, es el que habla palabras de Dios, pero para esto, para no confundir las palabras de Dios con las palabras propias, hay que ser primero un dócil y fino escuchador del Señor.

Mc 1, 29-39

Jesús va a casa de Simón y Andrés al terminar la reunión de la sinagoga.  En obsequio de la amistad al discípulo, cura a la suegra de Pedro.  Una vez que termina el reposo sabático, le traen más enfermos; de nuevo la palabra iluminadora se hace acción salvífica.

El silencio mesiánico que Jesús impone a los demonios, es porque Jesús no quiere sino el testimonio de la fe.  Jesús no quiere la fama o el ruido.  Las ideas mesiánicas de la mayoría de sus paisanos eran de un gran jefe político, de un militar que con fuerza e imperio llevaría al pueblo judío a ser una gran nación.  El camino señalado por el Padre era muy distinto.

Jesús, entregado totalmente a su misión, no se queda en Cafarnaúm; hay que ir a otros lugares.

Nuestra Eucaristía nos identifica con Jesús, con su misión.  Somos continuadores de su trabajo.

Martes de la I Semana Ordinaria

1 Sam 1, 9-20

Ayer escuchábamos el cuadro de humillación y tristeza en que vivía Ana, afligida por su esterilidad y por las burlas de la otra esposa de su marido.

Habían subido a Siló, donde estaba el arca para hacer el culto con los sacrificios rituales que terminaban con la comida de la carne ofrecida como expresión de comunión con Dios.

El dolor se transforma en oración, como cuando el Señor decía: «He escuchado la pena de mi pueblo».  Aquí oímos la oración confiada de Ana.  Oración que en un momento fue mal interpretada por el sacerdote Elí, pero que luego fue apoyada por él: «Que Dios de Israel te conceda lo que le has pedido».

Esta confianza en Dios ilumina lo negro de su pena: «Su rostro no era ya el mismo de antes».

Y Dios le dio un hijo, Samuel, que será dado por Dios como Isaac, Sansón, Juan el Bautista, nacidos naturalmente de un acto humano, pero en circunstancias que hacen aparecer más claramente que es Dios quien actúa en todo y dirige todo.

En el salmo responsorial hemos oído el canto de agradecimiento de Ana.

Mc 1, 21-28

Marcos nos presenta los inicios del ministerio del Señor, su doble ministerio, o mejor, las dos vertientes de su único ministerio: la palabra que guía, que ilumina, que transforma y modela,  y los milagros, curaciones, resurrecciones.

Desde el principio causa admiración el modo de enseñar de Jesús: «Los enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas».  En efecto, la enseñanza tradicional de los maestros judíos estaba basada en citas de la Escritura y de los maestros anteriores.  Jesús habla desde su propia autoridad, anunciando ya implícitamente, aun antes de su manifestación milagrosa, su origen divino.

Aparece enseguida la primera lucha directa entre Jesús y el mal.  Jesús se muestra como dominador del mal; al espíritu maligno, lo lanza y le impone silencio.  Estas dos cosas, la autoridad expresada en la palabra y la autoridad expresada en la obra de curación, causan una grande admiración a los que lo ve.

Que encontremos en esta Eucaristía a Jesús, iluminador y Salvador, y que reconozcamos en El, el principal signo de amor del Padre.  Que cada uno de nosotros, con nuestra palabra y nuestra acción, exprese esta vida nueva que aquí recibimos.

5 de Enero

1Jn 3, 11-21; Jn 1, 43-51

La palabra clave de la primera lectura de hoy es: «amor», una palabra muy usada y por lo tanto desgastada. Tal vez no nos equivocamos si decimos que hay tantos significados de esta palabra como personas que la pronunciamos o pensamos. ¿Qué es para mí el amor? podríamos preguntarnos. Y un cristiano tendría que responderse esa pregunta a la luz de la Palabra de Dios cuya encarnación en Jesucristo estamos celebrando por estos días.

En primer lugar «amar», «amor», es para nosotros un mandato de Cristo. Su único mandamiento. Un mandamiento que nos ha dado Jesús como su testamento en la cena de despedida, la última cena que celebró con sus discípulos. Por eso la lectura de hoy nos dice que este mensaje lo hemos oído desde el principio, desde que comenzamos a ser cristianos, desde que recibimos la primera catequesis. Otra cosa es que lo hayamos olvidado, lo hayamos puesto en segundo o quinto o quién sabe qué lugar en nuestras vidas.

En la lectura se nos presenta una inquietante confrontación entre dos pares de palabras: amor y vida, odio y muerte. Quien no ama no vive y quien odia llega hasta matar, como Caín. Quien ama es capaz de llegar hasta a dar la vida por los que ama, como Jesús. El que no ama se cierra en su egoísmo estéril. Esta es la verdadera dimensión del amor: cuando es creador, cuando da vida, cuando difunde en torno suyo alegría y paz, solidaridad, comprensión, perdón, cuando construye comunidad y hace de los que se aman una familia de hermanos. Todo lo contrario de la fatídica imagen de Caín.

Las palabras de la carta 1ª de Juan resuenan entonces absolutamente realistas: «quien odia a su hermano es un homicida»; «hijos míos no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras».

La lectura evangélica continúa presentándonos el llamamiento de los primeros discípulos. Jesús llama a Felipe con una llamada imposible de no escuchar: «¡sígueme!»; y Felipe a su vez anuncia a su hermano Natanael el gran encuentro: «Aquel de quien escribieron en la Ley Moisés y los Profetas». Solo que Natanael no puede creer, que un pobre campesino, oriundo de la desconocida Nazaret, hijo de un carpintero, sea el Mesías anunciado y esperado por siglos. Jesús les anuncia, al asombrado Natanael y a sus compañeros, que a su lado verán maravillas: verán la irrupción del cielo en la tierra, la definitiva intervención de Dios en la historia de los seres humanos, las palabras del juicio final que serán consuelo y salvación para las víctimas, los mártires, los pobres y humillados de la tierra, y en cambio serán la condenación de la soberbia, del orgullo, la violencia y la codicia. Es lo que significan las imágenes del lenguaje apocalíptico que el evangelista pone en labios de Jesús.

4 de Enero

1Jn 3, 7-10

La lectura de la 1ª carta de Juan es tan breve, apenas 4 versículos, ¡pero tan densa! En primer lugar una advertencia: que nadie nos engañe…

Se trata, según el autor de la 1ª carta de Juan, de ser hijos de Dios o del diablo. O nos ponemos de parte de la justicia y del amor o en contra suya, asumimos con seriedad y compromiso las implicaciones de nuestra fe cristiana, o nos acomodamos al mundo de la codicia, la opresión y la rapiña. A estas actitudes extremas el autor las representa como dos bandos irreconciliables: el de los hijos de Dios y el de los hijos del diablo, porque nos está llamando a definirnos claramente y a salir de nuestra mediocridad.

En este tiempo de Navidad pueden sonar duras las palabras de la 1ª carta de Juan: cuando estamos un tanto acomodados por las alegrías de las fiestas, los regalos, las costumbres familiares en torno al Nacimiento, las expectativas del comienzo del año. Como un campanazo de alerta se nos llama a la responsabilidad consciente, a tomarnos en serio la fe que profesamos. Sin que esto signifique que no podamos alegrarnos en las celebraciones navideñas.

Jn 1, 35-42

Verdaderamente cada uno tiene su encuentro con Jesús. Pensemos en los primeros discípulos que seguían a Jesús y permanecieron con Él toda la tarde – Juan y Andrés, el primer encuentro – y fueron felices por esto.

Andrés fue al encuentro de su hermano Pedro – se llamaba Simón en ese tiempo – y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías». Es otro encuentro entusiasta, feliz, y condujo a Pedro hacia Jesús. Siguió, luego, el encuentro de Pedro con Jesús que fijó su mirada en él. Y Jesús le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Juan. Te llamarás Cefas», es decir piedra.

Los encuentros son verdaderamente muchos. Está, por ejemplo, el de Natanael, el escéptico. Inmediatamente Jesús con dos palabras lo tira por los suelos. De tal modo que el intelectual admite: «¡Tú eres el Mesías!».

Está también el encuentro de la Samaritana que, a un cierto punto, se siente en medio de un problema e intenta ser teóloga: «Pero este monte, el otro…». Y Jesús le responde: «Pero tu marido, tu verdad». La mujer en el propio pecado encuentra a Jesús y va a anunciarlo a los de la ciudad: «Me ha dicho todo lo que he hecho; ¡será tal vez el Mesías?»

Recordemos también el encuentro del leproso, uno de los diez curados, que regresa para agradecer. Y, además, el encuentro de la mujer enferma desde hacía dieciocho años, que pensaba: «Si al menos lograra tocar el manto estaría curada» y encuentra a Jesús.

Y también el encuentro con el endemoniado del que Jesús expulsa tantos demonios que se dirigen hacia los cerdos y después quiere seguirlo y Jesús le dice: «No, vete a casa con los tuyos y anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo».

Así podemos hallar muchos encuentros en la Biblia, porque el Señor nos busca para tener un encuentro con nosotros y cada uno de nosotros tiene su propio encuentro con Jesús.

Quizá lo olvidamos, perdemos la memoria hasta el punto de preguntarnos: «Pero ¡cuándo yo me encontré con Jesús o cuándo Jesús me encontró?».

Seguramente Jesús te encontró el día de tu Bautismo: eso es verdad, eras niño. Y con el Bautismo te ha justificado y te ha hecho parte de su pueblo.

Todos nosotros hemos tenido en nuestra vida algún encuentro con Él, un encuentro verdadero en el que sentí que Jesús me miraba. No es una experiencia sólo para santos. Y si no recordamos, será bonito hacer un poco de memoria y pedir al Señor que nos dé la memoria, porque Él se acuerda, Él recuerda el encuentro…

Una buena tarea para hacer en casa sería precisamente volver a pensar cuando sentí verdaderamente al Señor cerca de mí, cuando sentí que tenía que cambiar de vida y ser mejor o perdonar a una persona, cuando sentí al Señor que me pedía algo y, por ello, cuando me encontré al Señor.

El Santísimo Nombre de Jesús

1Jn 2, 29 – 3,6; Jn 1, 29-34

El concepto de justicia en la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, no es un concepto secular, del ámbito de lo puramente social y político como lo es el nuestro. La justicia en las Escrituras es un concepto eminentemente religioso, tiene que ver necesaria y esencialmente con Dios, con el ejercicio de su voluntad salvífica, de su misericordia y su amor. Dios no es justo en la Biblia, simplemente porque castigue o declare inocente a alguien, como un juez de nuestros tribunales. Dios es justo porque ama y perdona, porque mantiene su alianza a pesar de los pecados del pueblo o de la iglesia, porque permanece fiel a pesar de nuestras infidelidades.

Es lo que nos quiere decir san Juan en la 1ª lectura: que Cristo representa y revela la justicia divina, perdonando y realizando la voluntad salvífica del Padre a favor de los pobres, los pequeños y los pecadores. Nacemos de Dios o de Cristo cuando asumimos ese ideal de justicia. No de la fría y tantas veces tortuosa justicia de los seres humanos, sino de la justicia que es amor, misericordia, solidaridad y perdón.

Esa justicia divina, tan diferente de la justicia humana, ha llegado hasta el extremo de hacernos hijos de Dios, si queremos. Y siendo hijos de Dios aspiramos a ser semejantes a Él, a verle tal cual es, como los hijos ven a su padre. La exigencia que se nos hace a cambio de tanto amor y de tan divina justicia, es que nos purifiquemos del pecado, para ser dignos de Dios. Si estamos en Cristo no pecamos, dice san Juan, porque en El no hay pecado, porque Él quita los pecados.

En el Evangelio de hoy Juan el Bautista le hace eco a la 1ª lectura exclamando ante la gente que lo rodeaba: «Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo». El cordero era la víctima pascual que ofrecían los judíos al celebrar cada año la cena pascual. Ahora nuestro cordero es Cristo: Él se ha sacrificado por nosotros y con su sacrificio nos ha dado la posibilidad de ser justos como Dios: amando y perdonando.

En estos días de Navidad puede suceder que se infantilice nuestra fe, que la vivamos como si se tratara de un cuento de hadas, con estrellas mágicas, reyes orientales que abren sus tesoros fabulosos, alegres pastorcitos que cantan villancicos. Puede suceder también que nuestra fe sea víctima en estos días de Navidad de los mercaderes de todo lo divino y lo humano. Que nos sintamos obligados a gastar y a derrochar aún a pesar de nuestra pobreza. Juan Bautista nos recuerda que el niño recién nacido se manifestará algún día ante el mundo, bautizará a los suyos con el fuego del Espíritu y dará la vida para el perdón de nuestros pecados. Solo nuestro testimonio de amor y de servicio puede hacer creíble la historia de la Navidad: que Dios envió a su Hijo en carne humana para devolvernos a todos la alegría, la paz y la vida.

SANTOS BASILIO MAGNO Y GREGORIO NACIANCENO

1 Jn 2, 22-28; Jn 1, 19-28

Nos llamamos «cristianos» porque creemos que Jesús, el hijo de María, nacido en Belén de Judá hace ya más de 2000 años, es el «Cristo», el «Mesías» esperado, el enviado definitivo del Padre. Es nuestra relación con Cristo, viviendo su evangelio, asumiendo su Palabra, la que define nuestro ser de cristianos. Por eso el autor de la 1ª carta de Juan nos dice hoy que negar a Cristo es negar a Dios, es ser mentirosos, es abandonar la fe que recibimos. Y por eso también insiste en la acción de «permanecer», de estar firme y activamente presentes en la comunidad, de ser inconmovibles en la fe, de mantenernos en la comunión con Dios Padre y con su Hijo Jesucristo. No se trata simplemente de afirmar lo que nos enseñaron en el catecismo. Más que eso, debemos vivir y actuar como cristianos, así permanecemos en Cristo, podemos esperar confiados su venida.

Las fiestas navideñas que estamos celebrando, pueden hacernos olvidar el verdadero compromiso cristiano. Permanecer en Cristo debe significar comprometernos con su causa: el servicio de los hermanos, especialmente de los pobres y de los que sufren; el compromiso con la voluntad salvífica de Dios Padre que Cristo vino a revelarnos. El Padre quiere que todos se salven, es decir, lleguen a la plenitud de su existencia. Ese es el reto de los cristianos hoy y siempre. No se trata sólo de confesar la fe, de recitar el credo como cualquier otra fórmula, de memoria. Se trata también de actuar como nos enseñó y nos mandó Jesús. Los anticristos no son solo los que niegan verbalmente a Cristo, también nosotros somos anticristos cuando no amamos a los hermanos y no nos comprometemos con ellos.

Como a Juan Bautista en el evangelio que acabamos de leer, a nosotros también se nos pide aquí y ahora, dar testimonio de Jesús, cuyo nacimiento estamos celebrando. Muchas personas, de diversas creencias, de variados intereses y distintos oficios y profesiones nos preguntarán por qué creemos y predicamos el Evangelio, por qué bautizamos. Y Juan Bautista nos enseña a responder. Él y nosotros no somos otra cosa que «la voz que clama en el desierto», a quien quiera oírla, a quien se pregunte por la persona de Jesús. No somos, como no lo quiso ser Juan Bautista, ningún profeta famoso y lleno de poder, mucho menos el Mesías esperado, porque el Mesías es precisamente Jesús. Somos la voz que grita, en el desierto del mundo injusto y violento, que Jesús viene con nosotros a ofrecer su palabra, su buena noticia de salvación, a todo el que experimente el dolor, el mal y el sufrimiento.

Que Jesús nos ofrece en su palabra, en su Evangelio, la fuerza divina que puede transformar personalmente, a cada uno; y puede transformar la historia de exclusión y de explotación que los países pobres del mundo, que son la mayoría, están padeciendo a causa de la ceguera y la ambición de los pocos países ricos que dominan la economía mundial. Porque el Evangelio de Jesús, que Juan Bautista prepara, es buena noticia de solidaridad, de compartir, de justicia y de paz, de respeto a todos los seres del mundo.

El evangelista nos dice que Juan Bautista dio su testimonio sobre Jesús a quienes vinieron a interrogarlo. Nos está diciendo que también nosotros debemos dar hoy, más de 2000 años después, nuestro testimonio. No solo con palabras, siempre necesarias sino, especialmente, con nuestras actitudes cristianas, nuestro compromiso concreto, nuestra vivencia comunitaria. Ser testigo es ser mártir, es llegar hasta la muerte por la causa que se defiende. Así Juan Bautista y tantos cristianos y cristianas a lo largo de estos 21 siglos. Ahora nos toca a nosotros afrontar esta posibilidad: de llegar hasta la muerte en el servicio de los hermanos, por amor al evangelio de Jesucristo.

VI DÍA DE LA INFRAOCTAVA DE NAVIDAD

1 Jn 2, 13-17

Estamos llegando ya al fin del año civil y esto nos pone en una circunstancia especial de escucha de la palabra de Dios.

El fragmento de la carta de san Juan que acabamos de escuchar, tiene una curiosa forma de expresión.  Podríamos decir que tiene una «dirección» triple: primero, al conjunto de los cristianos, «hijitos»; luego, a los mayores, los «padres», y por últimos a los de edad menor, los «jóvenes».  Recordemos las recomendaciones que nos hace san Juan:

         1.-A todos: «han sido perdonados sus pecados»; «conocen al Padre».  Cristo es el enviado del Padre: «quien me ve, ve al Padre».  La vida del Padre que se nos comunica en Cristo  como toda vida hay que ambientarla, alimentarla y defenderla.

         2.-A los mayores les repite lo mismo en forma distinta: «porque conocen al que existe desde el principio».  Es de nuevo una referencia directa al Padre, pero centrada en Cristo: «en el principio existía la Palabra», «y la Palabra era Dios», «la Palabra se hizo carne….»

         3.-A los jóvenes: «porque son fuertes y la Palabra de Dios permanece en ustedes y han vencido al demonio».

La recomendación que nos hace es que seamos fuertes, que la Palabra de Dios permanezca en nosotros y que venzamos al demonio.

El mundo de que nos habló Juan tiene el sentido del mal, de los que voluntariamente han rechazado a Cristo, de los que nos separa de Cristo.

Pero tiene que ser objeto de nuestra lucha, de nuestra oración, hacia el que tenemos que proyectar la luz de Cristo: «tanto amó Dios al mundo que le dio a su propio Hijo».

Lc 2, 36-40

En el evangelio nos apareció Ana para completar el número de dos testigos necesarios para la comprobación de un caso.  Profetisa iluminada por Dios, sabía hacer ver las cosas, las personas y los acontecimientos desde la perspectiva de Dios.

En la frase final: «el Niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con Él»,  hay un abismo de misterio: el Dios eterno, sabiduría pura, fuerza fundamental, por amor se

ha hecho hombre y, como todo hombre, tiene que crecer, tiene que aprender.

Que cada uno de nosotros, en nuestra propia vocación, sepamos anunciar con palabras, pero sobre todo con nuestra vida, la salvación que Cristo nos ha traído.