Sábado de la II Semana de Adviento

Eclo 48, 1—4. 9—11

Nuestros dos primeros guías de Adviento, los profetas y Juan el Bautista, están presentes en nuestra lectura de la Palabra de Dios.

Hace unos cuantos días veíamos que en el tiempo del Señor había una creencia de que el profeta Elías aparecería para anunciar la proximidad del Mesías.  El 23 de diciembre escucharemos una profecía de Malaquías: “Yo os enviaré al profeta Elías antes que llegue el día del Señor…”, y recordamos lo que respondieron a Jesús cuando Él preguntó quién decía la gente que era Él: “Elías… o uno de los profetas”; lo mismo pensaban de Juan el Bautista: “Es Elías”, “es un profeta”.

El libro del Sirácide o libro del Eclesiástico, no presenta hoy la figura imponente del profeta Elías: “Un profeta de fuego”, campeón de la religión de Dios bajo el rey Ajab, “escrito está que volverás… para hace que el corazón de los padres se vuelva hacia los hijos y congregar a las tribus de Israel”.

Mt 17, 10—13

De ahí la pregunta de los discípulos: “¿por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías?”.

Los discípulos iban reconociendo que Jesús era el Mesías y les extrañaba que no hubiera aparecido Elías como precursor, según la profecía de Malaquías.

Jesús afirma que el papel de Elías lo ha desempeñado Juan el Bautista, a quien no se le reconoció.

Dios nos ha hecho el regalo magnífico de la libertad, por ella somos capaces de amar, de decirle sí a Dios; de otra manera seríamos como un títere o un robot.  Pero la posibilidad de decir sí a Dios es también, desgraciadamente, la posibilidad de decir ¡no!

Nuestra Eucaristía tendrá que ser un gran sí a Dios, un sí comprometedor y amoroso.

Viernes de la II Semana de Adviento

Is 48, 17-19

Dios iba enseñando a su pueblo a leer los acontecimientos de su historia a la luz de la fe.  Los profetas eran los encargados de ir revelando estas perspectivas.

El pueblo estaba abatido, sus circunstancias eran muy tristes, la enseñanza había sido dolorosa, pero tenía que ser tomada en una perspectiva muy esperanzadora.

Oímos que Dios dice: «Yo soy el que te instruye en lo que es provechoso, el que te guía por el camino que debes seguir».

Así pues, la lejanía de la patria expresa la lejanía de la obediencia de Dios.  Oímos la reconvención de Dios, que al mismo tiempo es queja amorosa: «Ojalá hubieras obedecido  mis mandatos».  Esto preludia la queja amorosa de Cristo: «Jerusalén, ¡cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos!».

Se nos presenta, pues, con tristeza lo que podría haber sido un panorama de paz, de justicia, de prosperidad, y al mismo tiempo se nos alienta: «¡Todo esto puede ser realidad para ti si cambias de actitud!».

Mt 11, 16-19

El alejamiento del Señor, el no escuchar sus palabras y no obedecer sus mandamientos, no fue sólo actitud de los contemporáneos de Isaías, fue también la de la mayoría de los contemporáneos de Jesús y puede ser la nuestra.

Ante dos grandes testigos de Dios, el precursor y el Mesías, la respuesta fue la misma: el rechazo.

Juan, el austero profeta del desierto, ascético y ayunador, fue calificado de loco, de fanático extravagante.  Jesús anuncia la Buena Nueva, lleva una vida normal, se relaciona familiarmente con todos, y es considerado un borracho y comelón, una persona muy sospechosa, por convivir con gente de mala fama.

Por eso Jesús compara esas actitudes a las actitudes infantiles e inmaduras expresadas en un juego de niños en el que una de las partes se niega a hacer lo que le corresponde.

¿Cuál es nuestra actitud?  ¿Queremos contentar a Dios y al mundo?  ¿Decimos que cumplimos la voluntad de Dios mientras que en realidad hacemos la nuestra?

Jueves de la II Semana de Adviento

Is 41, 13-20

Seguimos escuchando el libro de las consolaciones.  Son palabras de Dios dirigidas a nosotros, en nuestro hoy y en nuestras circunstancias.  Aunque proclamadas hace muchos siglos, son palabras de Dios como lo hemos afirmado al terminar la lectura, y por ser palabra de Dios tiene una perennidad y una actualidad siempre presentes.

Al comenzar nuestra caminata de Adviento considerábamos que para realizar un viaje se necesitan tres cosas: primero,  el interés por la meta.  Si no hay algo que amamos, que nos interesa, jamás caminaremos.  Segundo, el saber de algún modo por dónde ir, un mapa, una agencia turística o, mejor, alguien que con su experiencia, no ayude a saber el camino.  Y tercero, el medio de avanzar, tal vez a pie, a caballo, en un vehículo.

La Iglesia tiene esto en cuenta, por eso nos va presentado a Cristo y su salvación y luego nos da la guía segura de algunas personas que prepararon la venida histórica del Señor: los profetas, Juan el Bautista, la Santísima Virgen María.

Mt 11, 11-15

Desde el domingo nos aparece Juan el Bautista y hoy la afirmación del Señor que nos desconcierta.  ¿Qué Juan no es del Reino de los Cielos?  Lo que Jesús quiere enseñarnos es que el cumplimiento es más grande que la promesa y la realidad más que la imagen.

Juan es el eslabón que une una etapa a la otra.  En la traición judía estaba que un profeta, Elías, el mayor, abriría las puertas al Mesías que llegaba.  Este profeta es Juan el Bautista, el testigo del Señor.

Vivamos nuestra Eucaristía a la luz de la palabra proclamada y comentada.

Miércoles de la II Semana de Adviento

Is 40, 25-31

La primera lectura de hoy preludia las palabras evangélicas que escuchamos: «Venid a mí todos lo que estáis fatigado y agobiado por la carga y yo os aliviaré».

El Señor es la vida misma, la fuerza, el vigor, el aliento dinamizante, que no se cansa ni se gasta, ni pierde energía como nosotros; pero que no es una realidad sublime, inaccesible, puesta en alto sólo para la admiración contemplativa; es una realidad que se comunica, que se nos comunica.  En contraste con la perfección suma de la fuerza de Dios, está nuestra debilidad, como lo expresa el profeta: «hasta los jóvenes se cansan y se rinden, los más valientes tropiezan y caen».  Pero está también la esperanza: «los que ponen su esperanza en el Señor…. corren y no se casan, caminan y no se fatigan».

Mt 11, 28-30

La invitación del Señor en el Evangelio nos inquieta y desconcierta: por una parte aparece como algo sumamente atractivo: «Todos los que están fatigados y agobiados por la carga, venid a mí y yo os aliviaré»,  y por otra, se nos habla por dos veces de un yugo que hay que tomar y de una carga que hay que llevar.

La carga fatigosa y agobiante de la que habla Jesús es, ante todo, el legalismo, la casuística y el moralismo estrecho de los escribas y fariseos.

Los adjetivos «suave» y «ligero»,  puesto al yugo y a la carga del Señor, no nos quitan la desconfianza que estas palabras nos provocan.  Jesús nos presenta un seguimiento suyo que es exigente y muchas veces difícil: «si alguno quiere seguirme, renuncie a sí mismo, tome su cruz y sígame»; y nos habla de puerta «estrecha».  Pero por otra parte, nos presenta su ley como una liberación, una ley del Espíritu, una ley de hijos de un Padre amoroso.  La clave es el amor que inspira, que fortalece, que anima, que da esperanza.

A la luz de estas palabras, debemos de revisar lo fundamental de nuestra actitud ante la vida cristiana.  ¿Qué es lo que realmente nos mueve?  ¿El temor?  ¿La simple costumbre?  ¿El amor?

Martes de la II Semana de Adviento

Is 40, 1-11

La parte del libro que estamos leyendo hoy es llamada del libro de las consolaciones y fueron en ese tono las primeras palabras que hoy escuchamos: «Consolad, consolad a mi pueblo, dice nuestro Dios».  Y habla a un pueblo que casi había sido destruido, había sido invadido su territorio y su gente deportada.  En aquel ambiente tan obscuro aparece esta luz de ánimo.

La imagen de la preparación del camino es una de las predominantes en Adviento, y será tema de la predicación de Juan el Bautista.

Mt 18, 12-14

El evangelio igualmente nos anima en una de las situaciones que más nos podrían encadenar y abatir.  Cuando comprobamos nuestro propio pecado, cuando experimentamos nuestra miseria, viene la tentación de no levantarse, de no seguir caminando, ¿para qué?, ¡no puedo!

Otra realidad nos determina en nuestro abatimiento.  Nos falta confianza en la misericordia siempre perdonadora de Dios.  Reflejamos en Dios nuestras propias reacciones ante los que nos han ofendido.  Nuestro tener siempre presentes las faltas que se nos han inflingido, nuestro deseo de revancha, de no dejar sin respuesta el daño.

La parábola de hoy nos presenta una cosa totalmente diversa y apela a nuestra experiencia, la alegría que se siente al recuperar algo apreciable y que creíamos perdido.

Esto nos anima: infinitamente más grande que nuestros pecados es la amorosa misericordia de Dios.

Démosle al Señor la alegría del reencuentro.

En esta Eucaristía, presencia de la persona redentora de Cristo, presencia en forma de comida, signo de unidad, hagamos nuestro reencuentro con el Padre amoroso, con el Pastor preocupado por nuestros alejamientos.

Lunes de la II Semana de Adviento

Is 35, 1—10

Hemos comenzado, hermanos, la segunda semana de nuestro caminar hacia el Señor que viene.

El profeta Isaías sigue siendo nuestro guía especial.  Hoy, de nuevo, nos presenta en el horizonte un panorama esperanzador.  Como buen poeta que es, tal vez el mayor de los poetas hebreos, usa imágenes llenas de colorido entre las que predomina la imagen de la fertilidad de los campos, del agua que transforma los desiertos y renueva todo.  A esta “salud” de la naturaleza se añaden las imágenes de la salud física y de la “salud”  social; se nos habla de redimidos y rescatados.

Lc 5, 17—26

La clave de estas imágenes nos la da el Evangelio, porque Cristo es el cumplimiento de todas las promesas y la realidad que hace ya inútiles las imágenes, al cumplirlas.

Nos podemos imaginar con gran facilidad la escena, pues, Lucas es un magnífico pintor, si no con los pinceles, sí con la pluma.

¿Ustedes creen que el trabajo de los amigos del enfermo fue un trabajo “limpio”?  Nos podemos imaginar los gritos y protestas de los que rodeaban a Jesús.

La fe del enfermo y de sus compañeros es capaz de sobrepasar todos los obstáculos.

Las palabras del Señor: “Se te perdonan tus pecados”, los habrán desanimado: “nosotros no trajimos a nuestro enfermo para esto”.

Y escuchamos la reacción escandalizada de los sabios y la gente religiosa.

Jesús nos da la clave de tantos otros de sus milagros: “para que vean que el Hijo del Hombre tiene poder…”.

De la curación física, fácilmente comprobable, se saca como consecuencia la realidad íntima y escondida del perdón de los pecados.

Esta interrelación entre lo visible y lo invisible, lo material y lo espiritual, es clave en la salvación, en Cristo, en la liturgia toda.

Vivamos esta relación en nuestra Eucaristía; los signos materiales nos hacen presentes las realidades sobrenaturales.

Acerquémonos al Señor con la misma fe audaz y activa del enfermo y sus amigos.

Sábado de la I Semana de Adviento

Is 30, 19—21. 23—26

De nuevo las lecturas de la palabra de Dios nos presentan la mirada profética y la realización evangélica.

Tendríamos nosotros el peligro de escuchar las dos lecturas como solamente mirando el pasado: hechos sucedidos y palabras dichas hace muchos siglos; pero sabemos que es Palabra de Dios, y por lo mismo, tiene una actualidad y una presencia para nosotros hoy.

De nuevo nos presenta el profeta, con imágenes muy de relieve, la perspectiva de la salvación que se realizará en el Mesías.

Dos series de comparaciones destacan, una es de nuevo el agua y la vida que de ella se sigue.  Habrá agua hasta en las partes elevadas: montes y colinas.

El agua nos evoca por una parte purificación y por otra vida.  Con el agua lavamos nuestros cuerpos, aseamos nuestros utensilios, nuestra ropa.  Y todo ser viviente necesita del agua; uno mismo está, en gran parte, hecho de agua.  El agua nos evoca la vida nueva del Señor resucitado que recibimos básicamente en el agua bautismal.

La otra comparación es la salud física.  Las heridas son vendadas, las llagas sanadas.  Esta imagen vista en perspectiva lejana, el Evangelio la presenta realizada en Cristo Señor.

Mt 9, 35—10, 1.  6—8

Es el evangelio del Reino predicado y realizado, primero por Cristo, y luego por sus discípulos.

No olvidemos lo que quiere decir Evangelio: Buena Nueva, Feliz Noticia.

La palabra del Señor a sus discípulos inmediatos es ahora dicha a nosotros, a cada uno: “Vayan, proclamen, curen…”.

Cada uno de nosotros, cada quien a su manera, según su vocación especial, es, debe ser, trabajador de los campos de Cristo.

En esta Eucaristía, escuchemos esa palabra, recibamos ese mandato y, con la gracia del Señor, salgamos a realizar ese trabajo.

Inmaculada Concepción de la Virgen María

La fiesta que estamos celebrando hoy es para que todos nos llenemos de alegría y esperanza.  No sólo es la fiesta de una mujer, María de Nazaret, concebida por sus padres ya sin mancha alguna de pecado porque iba a ser la Madre del Mesías.

Hoy es la fiesta también de todos los que nos sentimos de alguna manera representados por ella.

La Virgen, es el inicio de la Iglesia.  Ya desde la primera página de la historia humana, como escuchamos en la primera lectura, cuando los hombres cometieron el primer pecado, Dios tomó la iniciativa y anunció la llegada del Salvador que llevaría a término la victoria sobre el mal.  Y junto a Él ya desde el libro del Génesis aparece «la Mujer», su Madre, asociada de algún modo a esta victoria.

Hoy celebramos con gozo que María fue la primera salvada, la que participó de modo privilegiado de ese nuevo orden de cosas que su Hijo vino a traer a este mundo.  En la primera oración de la misa decíamos: «Preparaste una digna morada a tu Hijo» y en previsión de su muerte, «preservaste a María de toda mancha de pecado».

Pero si estamos celebrando el «Sí» que Dios ha dado a la raza humana en la persona de María, también nos gozamos hoy de cómo Ella, María de Nazaret, cuando le llegó la llamada de Dios, le respondió con un «Sí» decidido.  El «sí» de María, podemos decir que es el «Sí»  de tanto y tantos millones de personas que a lo largo de los siglos han tenido fe en Dios, personas que tal vez no veían claro, que pasaban por dificultades, pero se fiaron de Dios y dijeron como María: «Cúmplase en mí lo que me has dicho».

María, la mujer creyente, la mejor discípula de Jesús, la primera cristiana.  Ella no era una persona importante de su tiempo.  Era una mujer sencilla de pueblo, una muchacha pobre, novia y luego esposa de un humilde trabajador.  Pero Dios se complace en los humildes, y la eligió a Ella como Madre del Mesías.  Y Ella desde su sencillez, supo decir «Sí» a Dios.

Pero a la vez, se puede decir que esta fiesta es también nuestra.   

La Virgen María, en el momento de su elección y de su «Sí» a Dios, fue «imagen y comienzo de la Iglesia».   Cuando Ella aceptó el anuncio del ángel, de parte de Dios, se puede decir que empezó la Iglesia: la humanidad empezó a decir sí a la salvación que Dios ofrecía con la llegada del Mesías.

En María quedó bendecida toda la humanidad: la podemos mirar como modelo de fe y motivo de esperanza y alegría.

Tenemos en María una buena maestra para este Adviento y para la Navidad.  Nosotros queremos prepararnos a acoger bien en nuestras vidas la venida del Salvador.  Ella, María, la Madre, fue la que mejor vivió en sí misma el Adviento y la Navidad y la manifestación de Jesús como el Salvador.

Que nuestras Eucaristía de hoy, sea una entrañable acción de gracia a Dios, porque ha tomado la iniciativa para salvarnos y porque ya lo ha empezado a realizar en la Virgen María.

Jueves de la I Semana de Adviento

Isaías 26, 1-6.

El profeta está viendo la «liberación» del pueblo y vislumbra la vida dichosa que se realizará en la ciudad santa porque «Dios está con ellos». Será un pueblo justo que conservará la paz porque vivirá en lealtad con Dios.

El profeta Isaías ofrece un himno de acción de gracias a Dios porque ha invertido la situación del pueblo: ha derribado la ciudad encumbrada y soberbia y ha exaltado a los pobres y humildes. El Señor ha favorecido a los que confiaban en Él, de ahí su firmeza y su fuerza.

En la lucha entre los que se oponen al establecimiento del reino mesiánico («ciudad soberbia») y los pobres que lo esperan y lo anhelan vencerán éstos, el pueblo justo, porque Dios les envía al salvador. Así, los pies de los pobres se sobrepondrán a los opresores.

Las promesas del Señor se cumplirán: los enemigos serán derrotados y reinará una paz perfecta por la fidelidad de los humildes.

La ciudad pagana, que ha confiado en «sus murallas», yace ahora en montón de ruinas.

La ciudad de Dios se levantará fuerte e invencible, protegiendo a los que viven dentro de su lealtad a Dios y su esperanza en el «ungido» del Señor. No necesita murallas.

Mt 7,21.24-27

El Reino de los cielos se construye obedeciendo la palabra de Dios. ¿De qué nos sirve el que Jesús nos haya dejado su Palabra si no la conocemos, o si aun conociéndola no estamos interesado en obedecerla.

Ciertamente no toda la Palabra de Dios es fácil de vivir, sin embargo, aun ésta es necesaria si verdaderamente queremos que el Reino de los cielos se haga una realidad en nuestras vidas.

El tiempo de Adviento, pues, nos invita no solo a profundizar en la Palabra, sino a buscar la forma de que ésta se haga una realidad en nuestra vida. No te permitas el construir sobre la arena… esfuérzate hoy por poner en práctica algo de la Palabra de Dios, la casa se construye de ladrillo en ladrillo.

El hombre, la sociedad, la civilización, que se funda en la Palabra de Jesús no perecerá nunca porque está basada en valores firmes e imperecederos.  Jesús es la roca perpetua, como dice Isaías. Y por la fe en Cristo-Jesús nos hacemos firmes e invencibles, a pesar de los vientos contrarios que soplen sobre nuestras vidas. Para ello es preciso acoger la Palabra de Jesús con fe y practicarla con decisión y alegría.

Miércoles de la I Semana de Adviento

Isaías 25, 6-l0a.

Después de la confrontación habida entre las fuerzas del bien y del mal (narrado en el capítulo anterior de Isaías), se nos anuncia la victoria del bien, la victoria de Dios.

Esa victoria es celebrada con un banquete para todos los pueblos. El banquete es símbolo de alegría y de vida. Por eso se celebra alegremente el triunfo definitivo de la vida; porque Dios ha intervenido trayendo la salvación y destruyendo todos los signos de llanto y de duelo.

Los alimentos reservados para la divinidad se comparten entre todos los hombres. Desde ese momento, en el que se comparte la cercanía de Dios, la esperanza se convierte en alegría y júbilo.

En el Reino anunciado por los profetas, a los pobres se les hará justicia y los hambrientos serán saciados.

Mt 15,29-37

El Evangelio de san Mateo que acabamos de oír recoge una esperanzadora profecía de Isaías donde el Señor promete un festín de manjares suculentos y arrancar todo aquello que oscurece a las naciones y enjugar las lágrimas de todos los rostros.  Son los sueños largamente alimentados por un pueblo que ahora los ha hecho realidades Jesús, que se compadece de su pueblo, les impone las manos a sus enfermos, ayuda a caminar a los lisiados, da vista a los ciegos y pan a los que tienen hambre.

A orillas del lago de Galilea, Jesús realiza todos estos prodigios y fortalece la esperanza de su pueblo.  Son las señales de que el Mesías ha llegado, pero no solamente en aquellos tiempos, el camino del Adviento nos lleva también a nosotros a ser realidad esta señales de que el Reino ha llegado, pues Jesús nos anima a sentir la responsabilidad de ofrecer alternativas de vida a quien está sufriendo.

Una mano que levanta, una luz que muestra el camino y un pan compartido son los milagros que pueden despertar esperanza en un pueblo que está adolorido y pierde esa esperanza.

El grito del Adviento “Ven, Señor y no tardes, ilumina los secretos de las tinieblas y manifiéstate a las naciones”, se hace presente en las señales que el cristiano ofrece a su hermano lastimado.

La oración y la súplica por la presencia del Señor, se transforman en solidaridad frente a las urgentes llamadas de ayuda de quienes se ha quedado sin pan y sin ilusión.

Adviento es preparar el camino del Señor, pero el camino se prepara caminando, enderezando, rellenando, allanando y compartiendo.

Adviento es mirar a Cristo que llega para sostener nuestros sueños, pero al mismo tiempo es hacerlo presente en nuestras mesas compartidas y en nuestras respuestas al llamado de quienes sufren a nuestro lado.

Que hoy, con nuestra oración, con nuestra súplica, con nuestras obras gritemos fuerte “Ven, Señor Jesús”.