Martes de la II Semana de Adviento

Is 40, 1-11

La parte del libro que estamos leyendo hoy es llamada del libro de las consolaciones y fueron en ese tono las primeras palabras que hoy escuchamos: «Consolad, consolad a mi pueblo, dice nuestro Dios».  Y habla a un pueblo que casi había sido destruido, había sido invadido su territorio y su gente deportada.  En aquel ambiente tan obscuro aparece esta luz de ánimo.

La imagen de la preparación del camino es una de las predominantes en Adviento, y será tema de la predicación de Juan el Bautista.

Mt 18, 12-14

El evangelio igualmente nos anima en una de las situaciones que más nos podrían encadenar y abatir.  Cuando comprobamos nuestro propio pecado, cuando experimentamos nuestra miseria, viene la tentación de no levantarse, de no seguir caminando, ¿para qué?, ¡no puedo!

Otra realidad nos determina en nuestro abatimiento.  Nos falta confianza en la misericordia siempre perdonadora de Dios.  Reflejamos en Dios nuestras propias reacciones ante los que nos han ofendido.  Nuestro tener siempre presentes las faltas que se nos han inflingido, nuestro deseo de revancha, de no dejar sin respuesta el daño.

La parábola de hoy nos presenta una cosa totalmente diversa y apela a nuestra experiencia, la alegría que se siente al recuperar algo apreciable y que creíamos perdido.

Esto nos anima: infinitamente más grande que nuestros pecados es la amorosa misericordia de Dios.

Démosle al Señor la alegría del reencuentro.

En esta Eucaristía, presencia de la persona redentora de Cristo, presencia en forma de comida, signo de unidad, hagamos nuestro reencuentro con el Padre amoroso, con el Pastor preocupado por nuestros alejamientos.