Viernes de la II Semana de Adviento

Is 48, 17-19

Dios iba enseñando a su pueblo a leer los acontecimientos de su historia a la luz de la fe.  Los profetas eran los encargados de ir revelando estas perspectivas.

El pueblo estaba abatido, sus circunstancias eran muy tristes, la enseñanza había sido dolorosa, pero tenía que ser tomada en una perspectiva muy esperanzadora.

Oímos que Dios dice: «Yo soy el que te instruye en lo que es provechoso, el que te guía por el camino que debes seguir».

Así pues, la lejanía de la patria expresa la lejanía de la obediencia de Dios.  Oímos la reconvención de Dios, que al mismo tiempo es queja amorosa: «Ojalá hubieras obedecido  mis mandatos».  Esto preludia la queja amorosa de Cristo: «Jerusalén, ¡cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos!».

Se nos presenta, pues, con tristeza lo que podría haber sido un panorama de paz, de justicia, de prosperidad, y al mismo tiempo se nos alienta: «¡Todo esto puede ser realidad para ti si cambias de actitud!».

Mt 11, 16-19

El alejamiento del Señor, el no escuchar sus palabras y no obedecer sus mandamientos, no fue sólo actitud de los contemporáneos de Isaías, fue también la de la mayoría de los contemporáneos de Jesús y puede ser la nuestra.

Ante dos grandes testigos de Dios, el precursor y el Mesías, la respuesta fue la misma: el rechazo.

Juan, el austero profeta del desierto, ascético y ayunador, fue calificado de loco, de fanático extravagante.  Jesús anuncia la Buena Nueva, lleva una vida normal, se relaciona familiarmente con todos, y es considerado un borracho y comelón, una persona muy sospechosa, por convivir con gente de mala fama.

Por eso Jesús compara esas actitudes a las actitudes infantiles e inmaduras expresadas en un juego de niños en el que una de las partes se niega a hacer lo que le corresponde.

¿Cuál es nuestra actitud?  ¿Queremos contentar a Dios y al mundo?  ¿Decimos que cumplimos la voluntad de Dios mientras que en realidad hacemos la nuestra?