Viernes de la IV Semana Ordinaria

Mc 6, 14-29

Estamos ante un pasaje evangélico en los que la gente se pregunta por la identidad de Jesús: “Es un profeta como los antiguos”, “es Elías”, y la escena se centra en Herodes, que siente curiosidad por Jesús, y del que afirma que es Juan Bautista, a quien él había mandado decapitar, y que ha resucitado. El pasaje de Marcos a continuación narra la historia de la muerte de Juan Bautista.

Quiero centrarme en la parte en que el rey Herodes hace una promesa a la hija de Herodías, seducido por su baile: “Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino”. Nos podemos fijar en los personajes. Por un lado, está un rey embriagado, sin capacidad de discernir, incapacitado para pensar sobre decisiones fundamentales de la vida, sobre todo cuando está en juego la vida de un profeta. Por otro lado, está la hija, que pide la orientación de su madre Herodías, y que se deja manipular por la ira y venganza de su madre. Por último, está Herodías, que se muestra implacable porque ve la oportunidad de vengarse del profeta. El texto dice que aborrecía a Juan el Bautista y quería quitarlo de en medio.

Embriaguez, incapacidad, desorientación, manipulación y venganza dieron por aniquilada la vida de un profeta. No siempre es la verdad profética lo que genera vida. No siempre es la estabilidad, el bienestar o el poder lo que garantiza los derechos y la justicia. En ocasiones median otros intereses políticos, personales, culturales o religiosos que ciegan nuestra vida. ¿Cuál es la verdad profética que lanzaremos a los hombres de hoy cuando son estas actitudes las que se fomentan en nuestra cultura? ¿Cuál es la esperanza frente a la aniquilación? ¿Cuál nuestra sed de justicia frente al abuso de poder? ¿Cuál es la verdad que pronunciamos frente a la manipulación? ¿A quién dirigirnos que no nos encamine a la venganza de sus intereses? ¿Cuál es la historia de las personas que aborreces? ¿Cuál fue la verdad que cuestionó tu vida?

Cristo es nuestro horizonte y la respuesta a todas las preguntas. Su fama puede extenderse en nuestra vida. Su identidad responde al amor, a la verdad, a la justicia, a la fraternidad, a la lealtad para con el Padre, a una historia de fidelidad a Dios y a los hombres. Una historia de sacrificio, una historia de perdón.

A veces la verdad no es bien acogida. Una llamada al cambio y a la conversión no siempre tiene una respuesta positiva de las personas. Siempre puede haber resistencias tanto al cambio como al amor que se nos brinda. Cuando no respondemos a la llamada de la fe y no consideramos la verdad de nuestra vida, puede ser motivo para desatar actitudes que van de la erosión de la misma vida a la nulidad de la estabilidad.

La Presentación del Señor

Lc 2, 22-40

En la fiesta de la Presentación del Señor, la primera reflexión está relacionada con las personas que han consagrado sus vidas al servicio de Dios, ya que hoy se celebra la Jornada de la Vida Consagrada. Son unos mensajeros que brindan su mano, acogen y acompañan sin pedir nada a cambio. Son luz para cuantas personas se cruzan con ellos y que van despistadas caminando en medio de la oscuridad de la vida. Se sienten solidarios.

La segunda la encontramos en la lectura de Malaquías, “Yo envío a mi mensajero para que prepare el camino ante mí”. ¿Quién es este misterioso mensajero que precede al Señor preparando su camino? Algunos pensaban que era Elías. En tiempo de Jesús todavía lo estaban esperando y hubo quienes creyeron que ese mensajero anunciado, ese nuevo Elías, era el mismo Jesús.

Ante la pregunta que hizo Jesús a sus discípulos sobre: ¿quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Unos contestaron que Juan el Bautista, otros que Elías; otros que Jeremías o uno de los profetas. Y sigue preguntando Jesús: y vosotros ¿quién decís que soy yo? Simón Pedro fue el único que contestó “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.

Pero Jesús aplicó esta profecía a Juan el Bautista. “He aquí que yo envío mi mensajero delante de ti, que preparará tu camino por delante de ti”. Y no hay que esperar a nadie más. Jesús es el Señor que ha venido. Él ha entrado en el templo para restaurar el verdadero culto.

El salmo que precede a la lectura es un canto que parece recordar la entrada del arca de la alianza en el santuario de Jerusalén. Una procesión entusiasta acompaña el arca. El Señor, aunque invisible, está presente en ella. Los participantes proclaman el dominio de Dios sobre todo el mundo. Al acercarse al templo se apodera de ellos un profundo respeto hacia la santidad de Dios.

Jesús es el Señor de la Gloria, viene a nosotros: se hace hombre; Jesús, santo e inocente sin mancha, entra en Jerusalén. Salgamos a su encuentro. El que tenga limpio el corazón verá a Dios y el que ame a su hermano está en la luz y Dios está con él.

Luz para alumbrar a las naciones

Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, Jesús es llevado al templo por sus padres para someterse al cumplimiento de la ley de Moisés. En el Evangelio San Lucas da a este hecho una especial importancia. Estamos en la primera manifestación grandiosa de Jesús.

El ambiente está bien preparado, un escenario solemne: el templo santo. Unos personajes justos y ancianos, envejecidos en la espera del cumplimiento de la promesa de Dios: Simeón y Ana, prototipos del pueblo de Israel, fiel a su Señor.

La tensión acumulada durante tantos años de espera comienza a desatarse. Por eso Simeón empieza a cantar: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz: porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel.”

En este canto de Simeón, San Lucas sigue completando las características de la salvación que anuncia. “La salvación de Dios es universal”. La salvación es luz que da sentido a la vida. El Niño es la Luz en brazos de Simeón. La salvación es gloria para Israel, presencia de Dios en medio de su pueblo.

Al entrar el Niño en el templo, aparece de nuevo la gloria de Yahvé habitando en su casa. Jesús es la presencia nueva y definitiva de Dios en medio de su pueblo. Está presente como Salvador. El Niño acaba de recibir un nombre, Jesús, es decir «Salvador».

Comienza una larga historia de alegrías y de decepciones que llega hasta nuestros días. No cabe la postura de brazos cruzados ante Jesús. La salvación que trae no se impone ni se hereda. Se acoge, libre y personalmente o se rechaza.

¡Para cuántos, todavía hoy, sigue siendo Jesús un escándalo, una bandera discutida, un signo por el que los hombres lucharán entre sí!  Es el misterio de Dios que aparece en Cristo y en sus condiciones de vida.

Este Evangelio ilumina a la familia como primera experiencia de la Iglesia y toda nuestra vida de creyente. Se nos presenta la verdadera felicidad, el Encuentro definitivo con Dios.

Como persona y como cristiano ¿Hay luz en mi vida o camino a oscuras?

¿Cuál ha sido mi Encuentro definitivo con Dios? ¿Soy feliz de haberlo encontrado? ¿Por qué? Como cristiano ¿Qué objetivo tengo para el año? 

Miércoles de la IV Semana Ordinaria

Mc 6, 1-6

En nuestra iglesia, con frecuencia, parece cumplirse cabalmente el proverbio que hoy nos ofrece Jesús. Rehusamos aceptar a un profeta de nuestro propio pueblo, cuesta trabajo aceptar a los hermanos, aún en los más sencillos servicios.

Es difícil aceptar como ministro extraordinario de la comunión a quien conocemos de toda la vida, pues si es cierto que reconocemos sus cualidades, también conocemos sus defectos. En nuestros grupos preferimos a la religiosa o al sacerdote que a un vecino nuestro aunque esté bien preparado.

Así, imaginemos a Jesús que se ha encarnado plenamente en su pueblo, que lo conocen como hijo del carpintero y han convivido con Él todo el tiempo. Es cierto que en un primer momento causa admiración y todos se pregunta cómo es posible tanta autoridad. Les llama la atención el origen de sus palabras, la sabiduría que posee y los milagros que realiza. Pero todo esto contrasta con la familiaridad que los nazarenos creían tener con Él, dado que conocían a sus padres y hermanos. Quienes en el evangelio se describe como los hermanos de Jesús, de acuerdo como se usaba la palabra hermano en el pueblo de Israel, son sus parientes y paisanos de Nazaret.

Para los que se relacionan con Jesús, tanto en los tiempos de la primera comunidad, como para nuestra comunidad, resulta inquietante, hasta incomprensible la humanidad de Jesús: tan cercano, tan de casa, tan de la familia lo hemos sentido que podemos quedarnos sin fe, sin conocerlo y sin aceptar su amor.

Hoy tenemos que dejarnos tocar por este Jesús tan cercano y tan nuestro pero que quiere profundizar nuestra relación.

Quizás, también a nosotros nos pase que toda la vida hemos vivido en un ambiente de familiaridad con el Evangelio y ya no nos cause sorpresa y si no nos toca, y si no llega al corazón, entonces Jesús tampoco podrá hacer milagros en medio de nosotros.

Te invito a que este día, en las personas, en los acontecimientos y en el mismo Evangelio te dejes encontrar por Jesús y lo encuentres como algo novedoso, diferente, inquietante, para que también en ti haga milagros.

Jesús está cerca de ti.

Martes de la IV Semana Ordinaria

Mc 5, 21-43

La mujer que nos presenta este pasaje del Evangelio, debido a su enfermedad, era considerada «impura» en la mentalidad de los judíos y contaminaba a todo el que tocara. Pero Jesús le dice: Tu fe te ha salvado.

Muchas personas que se creen instruidas y formadas, miran con desprecio actitudes similares a esta, que son otras tantas expresiones de la «religiosidad popular». Pero Jesús no juzga por las apariencias; vio el gesto de la mujer y la fe que la animaba: «Padre, te doy gracias porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños» Y nosotros podemos hoy preguntarnos: ¿A qué se debe el milagro? ¿Lo produce la fe del que pide, o es Cristo quien lo realiza?

La mayoría de las curaciones que cuenta el Evangelio no se parecen a las que hace un curandero. Está claro que los que venían a Jesús tenían la convicción íntima de que Dios les reservaba algo bueno por medio de Él, y esta fe los disponía para recibir la gracia de Dios en su cuerpo y en su alma. Pero en la presente página se destaca el poder de Cristo: Jesús se dio cuenta de que un poder había salido de Él, y el papel de la fe: Tu fe te ha salvado. Jesús dice «te ha salvado», y no «te ha sanado», pues esta fe y el consiguiente milagro habían revelado a la mujer el amor con que Dios la amaba.

Nos cuesta a veces creer, con nuestra inteligencia moderna e ilustrada, que el milagro es posible. Olvidamos que Dios está presente en el corazón mismo de la existencia humana y que nada le es ajeno en nuestra vida. Alguien dirá: Si Dios hace milagros, ¿por qué no sanó a tal o cual persona, o por qué no respondió a mi plegaria? Pero, ¿quiénes somos nosotros, para pedir cuentas a Dios?

Dios actúa cuando quiere y como quiere, pero siempre con una sabiduría y un amor que nos supera infinitamente. ¡Los padres tampoco dan a sus hijos todo lo que les piden…! Jamás el Señor nos negará nada que le pidamos y que sea bueno para nuestra salvación.

Vamos a pedir hoy al Señor que se incremente en nosotros la fe. Que creamos verdaderamente que Él todo lo puede, y que nuestra vida sea coherente con esa fe, en un constante depositar nuestra confianza en Jesús y abandonarnos en sus manos.

Lunes de las IV Semana Ordinaria

Mc 5, 1-20

¿Por qué camino quieres ir, el que parece no tener dificultades y no te enseña cómo superarlas, buscar la comodidad y la superficialidad, pensando en que nada tiene importancia? ¿Prefieres asumir los riesgos y aprender de los golpes, al igual que se aprende de lo que nos hace disfrutar?

¿Qué es lo mejor?

Por norma general cuando nos enfrentamos a algo nuevo, solemos poner sobre la mesa los pros y los contras, las posibles dificultades, el tiempo que vamos a tener, cómo temporizar las pequeñas metas para llegar al final de lo que nos ocupa… Cuando lo que tenemos delante es una dificultad a resolver, la situación se vuelve más tensa, puede que el miedo no nos deje pensar con claridad, tomar las decisiones de forma fría y objetiva, todo esto es lo normal, pero ¿qué debemos hacer?, cada uno debe contestar a esta pregunta porque ni todos somos iguales, ni los problemas son iguales para todos.

Las soluciones siempre benefician a unos y perjudican a otros, hay que buscar la que es mejor, siendo beneficiosa para unos y no perjudicando demasiado a otros, intentar alcanzar un equilibrio que nos lleve a pensar que es lo mejor que se podía hacer. Si nos toca ser facilitadores de esa solución hemos de ser conscientes de que unos nos felicitarán y podremos ser alabados como “héroes-heroínas” a la vez que de otros recibiremos todo lo contrario, reproches, acusaciones, insultos, puede que te pidan que te alejes… todo eso es posible.

Está claro, “Nunca llueve a gusto de todos” pero la lluvia es necesaria, lo que hagas no siempre va a gustar a todos por igual, eso no debe impedir que hagamos lo que creemos conveniente, lo que sea mejor, buscando las soluciones más óptimas a las dificultades o a las circunstancias que se nos vayan presentando cada día.

Tú eliges

Sábado de la III Semana Ordinaria

Mc 4, 35-41

En este día la Palabra nos va marcando un itinerario, comienza con la carta a los Hebreos, poniendo la FE como base, sostén y referencia. El salmo responsorial, tomado del Benedictus, nos ayuda y enseña el camino de la admiración y alabanza por la obras de Dios en nosotros.

Ahora  en el Evangelio se juntan la fe,  o su falta, con el nuevo asombro por la fuerza e intervención directa de Jesús,  por la confianza absoluta de Él en el Padre, por su dominio  sobre la creación con tal naturalidad como que es el Dueño;  por la paciencia de Jesús  con los apóstoles,  con nosotros, en un suave pero firme reproche junto a la apertura serena para que podamos seguir el camino del reencuentro y descubrimiento de nuestra fragilidad y la acogida del Corazón divino que da por hecho nuestra pertenencia a Él, su misión junto a nosotros y la conciencia de que estamos en camino, que este camino tiene tempestades que nos acobardan, que necesitamos aprender a confiar  y «saber de quién nos hemos fiado». Jesús va por delante, pero no deja de estar al lado.  

Somos privilegiados por estar en la misma barca con Él y poder gritarle en nuestras angustias y miedos, de poder descargar nuestra inquietud y recibir como respuesta un abrazo divino que nos conforta y alienta. 

Viernes de la III Semana Ordinaria

Mc 4, 26-34

La sencillez de lo pequeño y con ella, la grandeza y poder de lo insignificante. Jesús elige dos elementos minúsculos, pero poderosos: semilla (no dice cuál) y grano de mostaza. Ambas por si mismas no darían fruto, quedarían inermes en el recipiente que las cobijase. Se necesita la tierra, cuanto más esponjosa y aireada, mejor. Una vez sembradas, en el silencio de la noche, crecen. Cada una con su tamaño, la semilla no da un fruto grande, pero sí abundante de granos; la mostaza, planta grande, crece en árbol frondoso, siendo su semilla minúscula.

Jesús elige elementos del campo para que le comprendiesen. Sabe adaptarse. Y la mayoría -quizá no todos- le entendían, pero eso no le preocupaba en exceso. En el versículo 33 dice el texto: “De esta forma les enseñaba Jesús el mensaje, por medio de muchas parábolas como esta y hasta donde podían comprender”. Emplea Jesús muchas veces el símbolo de la semilla, de la tierra buena o mala en la que ha de crecer. Da suma importancia al “silencio” de ese crecimiento, sin meter ruido, pero sin cejar un instante en ir madurando, abriéndose paso en la tierra, para terminar floreciendo.

Nosotros sí podemos comprender. La tierra somos cada uno de nosotros. De su calidad, cuidados, regadíos y desvelos dependerá que calladamente, en la noche, a la espera del sol de justicia, a  la espera de la Palabra vivificadora, brote en cada uno las semillas plantadas bien por el bautismo recibido (agua necesaria), bien por la catequesis/resonancia (cuidados precisos de aprendizaje), bien por la poda y limpieza que debemos hacer para que las virtudes y los valores se desarrollen (educación imprescindible), bien por la actitud ante la vida una vez que han brotado esas semillas (posicionamiento ante la vida), bien por los encuentros y relaciones con otros (clima necesario para un buen crecimiento), bien por tantas pequeñas acciones, acontecimientos vivencias, expresiones de fe y esperanza que fortalezcan la maduración hacia arriba… Un día vendrá el tiempo de la siega, de ser útiles de otra forma y en otro lugar del Reino, pero mientras tanto nos toca vivir aquí con lo que somos… hasta la madurez/unificación total del encuentro definitivo con Dios.

La Palabra de Dios, cualquier palabra bien dicha con bondad y verdad, será nuestro caldo de cultivo interior y exterior.  No olvidemos que la semilla ínfima, imperceptible, contiene una frondosidad extraordinaria, un mundo inusitado de posibilidades, de oportunidades encubiertas. Decía A. Saint-Exupéry: “El árbol es semilla, después tallo, después tronco flexible, después madera muerta. El árbol es esa fuerza que lentamente desposa el cielo”.

Estamos llamados a ser árbol frondoso, para que en él aniden, reposen, canten, muchos pájaros que nos harán compañía, que nos utilicen y luego nos olviden. Y, sobre todo, para que muchos descansen a nuestra sombra.

Es bonito esto que dicen que dijo Buda al preguntarle: “¿Cuál es la diferencia entre “me gustas” y “te amo”? Buda respondió: “Cuando te gusta una flor, la arrancas. Cuando amas una flor, la riegas todos los días. Aquel que entienda esto, entiende la Vida”.

Estoy seguro de que ustedes entienden la Vida.

Santos Timoteo y Tito

Mc 4, 21-25

El amor contagia, la pasión por el Evangelio también.  Cómo es importante la relación de las personas.  Al reunirnos con personas que viven el Evangelio, fácilmente podremos también enamorarnos nosotros de la Palabra de Dios.  Al hacernos amigos de los poderosos, de los ricos y de los amantes del dinero, también empezaremos nosotros a tener esas preocupaciones y prioridades.

Hoy celebramos a dos santos que vivieron de muy cerca la pasión de Pablo enamorado de Jesús y ellos también se nos manifiestan como grandes enamorados del Evangelio: Timoteo y Tito.

Al mismo tiempo que nos manifiestan cómo se va propagando la Palabra de Dios y cómo hay discípulos capaces de entregar la vida en la difusión del Evangelio, nos muestran también el rostro de las primeras comunidades, llenas de entusiasmo, pero enfrentadas a graves dificultades tanto internas como externas.

El Espíritu Santo va suscitando nuevos servicios y ministerios en una Iglesia frágil, pero llena de ilusiones y de fuerzas en Jesús resucitado.

Las narraciones nos presentan a estos dos grandes apóstoles de una manera muy humana, con defectos y virtudes, con anhelos y fracasos.  A ellos, san Pablo busca sostenerlos en la fe y les confía el cuidado de una porción de la Iglesia.  Contemplando a estos dos grandes santos se nos hace muy presente nuestra iglesia actual, también enfrentada a dificultades externas, en un mundo que parecería que se cierra al Espíritu, pero que manifiesta hambre de verdad, de justicia y de paz.

Nuestra Iglesia, igual que la primitiva Iglesia debe enfrentar también a sus propias deficiencias, los errores de nosotros, miembros frágiles, pero no debe nunca caer en el pesimismo ni en la desesperación.  Deberemos sentirnos todos los miembros de la Iglesia muy unidos, fortalecidos en la esperanza, en un Dios que no miente y que se hace presente en medio de nosotros.  Y también nosotros, al igual que Pablo que Timoteo o Tito, nos sostengamos unos a otros no haciéndonos cómplices del mal, sino buscando la verdad, la justicia, la solidaridad y la verdadera fraternidad.

Que al contemplar la fidelidad de la primitiva Iglesia nos fortalezca también a nosotros.  Las dificultades son muy parecidas y el que nos sostiene es el mismo: Cristo Resucitado

Pidamos al Señor, que por intercesión de San Timoteo y Tito, nosotros seamos también esos evangelizadores audaces y valientes que el Señor espera de cada uno de nosotros.

La Conversión de San Pablo

Mc 16, 15-18

Recordamos la figura de Pablo de Tarso. Una figura sin detalles precisos como sucede con todos los personajes de aquella época.

Era “ciudadano romano”, pero griego en su personalidad y cultura; se expresaba en griego con corrección y agilidad ya que era la lengua que se hablaba en Tarso.

Y era un fariseo apegado fuertemente a las tradiciones de sus mayores. Y junto a ello podemos decir que era un verdadero «buscador de la verdad». De ahí que fuera un estudioso profundo.

San Pablo es modelo, en muchos sentidos, para el cristiano.  Es el audaz apóstol que no se atemoriza ante las dificultades, es el visionario que abres las posibilidades del Evangelio hasta otras fronteras, es el servidor capaz de llorar por una comunidad o el maestro que regaña y corrige con dolor a sus discípulos. Todo parte del gran acontecimiento que ha vivido: encontrarse con Jesús.  Y su encuentro, que a muchos nos parece maravilloso y espectacular, no debió ser sencillo, sino traumático y trastornante.

Todavía cuando Pablo narra su vida, su educación y su linaje, descubrimos rastros de ese orgullo de ser judío, fariseo, educado a los pies de Gamaliel, orgulloso de su religión. No le importa derramar sangre, no le importa destruir personas.  Por encima de todo está la Ley y su religión.

Cuando cae por tierra, la visión que le produce ceguera, puede ser el descubrimiento más grande, pero le hace cambiar totalmente su vida.  Descubrir a Jesús resucitado, vivo y presente en los hermanos que antes quería matar, viene a cambiar radicalmente su percepción, su vida y sus opciones.  Es una verdadera conversión. Los relatos bíblicos nos lo cuenta en unas cuantas palabras, pero todo el proceso debe ser lento, doloroso y con mucha conciencia.

Convertirse implica dar un cambio total a las decisiones, a los amigos, a las costumbres.  Conversión significa un cambio de mentalidad, una trasmutación de valores, un nacer nuevo por la presencia del Espíritu.  Es el pasar de las tinieblas a la Luz.  No es el cambio con nuevas promesa que nunca se cumplen.  No es el cambio externo de colores y de formas.  Es el cambio interior que nos llevará a una nueva visión.  Es dejar al hombre viejo y convertirse en un hombre nuevo. No son los propósitos fáciles, sino la verdadera transformación interior. Dejarse tocar por Jesús cambia de raíz toda nuestra vida.  En Pablo lo podemos constatar de una manera radical.

¿Cómo es nuestra conversión? ¿En qué ha cambiado nuestra vida en el encuentro con Jesús resucitado? 

San Pablo puede afirmar posteriormente “todo lo puedo en Aquel que me conforta” o bien “para mí la vida es Cristo y todo lo demás lo considero como basura”

¿Nosotros, cómo manifestamos nuestra conversión? ¿Hemos cambiado radicalmente y encontrado al Señor?

Martes de la III Semana Ordinaria

Mc 3, 31-35

Nada mejor para atraer la atención del público que acercar los temas a la vida de cada día. Así solía hacerlo Jesús. La gente lo seguía y lo escuchaba con interés. El resultado de sus explicaciones quedaba siempre a la responsabilidad de cada uno: “El que tenga oídos para oír, que oiga”… Una clara invitación a la reflexión. Él sembraba de forma amena. Partía siempre de la vida cotidiana, de aquello con lo que el público se sentía identificado. Por eso, sus parábolas no han perdido frescor y también hoy sostienen la atención del lector.

A nosotros, como seguidores suyos, nos interesan por lo que suponen de apoyo en nuestro caminar de creyentes. Lo escuchamos porque en esas palabras suyas vamos asentando nuestra condición de cristianos.

Dios, el sembrador, ¿cómo actúa en nuestras vidas?

Dios, nos dice Jesús, confía en nosotros porque nos ama. Nos conoce muy bien y, pese a ello, confía en que su acción en nosotros encuentre respuesta, “responsabilidad”. Como buen sembrador va esparciendo la semilla que es su Palabra. Esa Palabra que no es otro que el mismo Jesucristo. Una vez que la semilla ha sido depositada en el surco, se convierte en algo vivo que tiene su propio desarrollo dependiendo del cuidado que cada persona le proporciona.

¿Cuál es nuestra respuesta?

Según nuestras reacciones la semilla va fructificando. Jesús presenta cuatro posibilidades o reacciones ante esa semilla depositada en el surco de nuestra vida.

Hay una tierra dura, pedregosa. Suele estar representada por personas que creen no necesitar nada más allá de lo puramente material. Se creen autosuficientes. De ahí nace la indiferencia ante la llamada de Dios. Agarrados a sus seguridades materiales, tienen suficiente o se conforman con esas condiciones materiales, aunque éstas no proporcionen nada de lo que su corazón ansía en profundidad. Han dejado de lado la Palabra. Sus intereses acaban en lo inmediato. ¿Para qué más?

Hay otro grupo que forman los que acogen esa Palabra de forma superficial. “Es interesante, pero…” y ahí concluye cuanto ofrecen a la semilla. No puede germinar. La superficialidad se queda con el resplandor, pero no permite que esa luz ilumine de verdad su vida. No hay convicciones profundas que garanticen y estimulen el cuidado que la semilla requiere.

El tercer grupo lo representan aquellos que acogen con interés y entusiasmo la semilla. Pero ante las preocupaciones inmediatas que llegan a la vida, todo va quedando en un segundo lugar. Los intereses ajenos al Reino comienzan a ocupar el primer lugar y la semilla queda agostada. Está ahí sembrada y acogida, pero la falta de cuidado la dejan morir. Aquel entusiasmo primero, queda reducido a un simple recuerdo. La preocupación suele centrarse en las riquezas. Éstas absorben todo.

Hay un último grupo. Lo forman las personas que acogen, valoran, aprecian la semilla y la cuidan para que produzca fruto. Son personas que han sabido colocar sus intereses en una escala de valores que comienzan por apreciar la semilla como el primer valor. Por eso la cuidan, la riegan y le dan los nutrientes necesarios. Así acaban produciendo fruto. Éste será variado, pero habrá respondido a lo que el sembrador esperaba de la semilla.

Los que forman este cuarto grupo son aquellos que “oyen la palabra y la acogen, y dan fruto a treinta, a sesenta, y a ciento por uno.»

No hay mucho más que explicar. Solo falta analizar cómo cuidamos la semilla que hemos recibido de Dios.

Hoy, como a lo largo de toda la historia, escuchamos la parábola y quizá sentimos la necesidad de saber qué clase de tierra somos cada uno. Fácil respuesta si examinamos estas cuestiones: ¿Cuáles son mis valores? ¿Qué peso tiene en mi vida la Palabra de Dios? ¿Qué fuerza tiene en mí la persona de Jesucristo? 

Seguro que nuestro deseo es tener esa Palabra como supremo valor de nuestra vida. Para conservarla se nos piden tres actitudes a cultivar: responsabilidad, coherencia y perseverancia.

Son las tres actitudes que garantizan que la semilla ha encontrado buena tierra en nosotros y la vamos cuidando con esmero. Confiemos ahora en su fuerza para ir desarrollándose con los cuidados que le ofrecemos.

Acabamos de iniciar este 2023. Buen momento para asentar nuestra existencia confiando en la bondad del Sembrador que nunca se resiste cuando acudimos a Él con sinceridad.