Hoy conmemoramos y recordamos a nuestros difuntos de una manera especial. Hoy recordamos a todos esos seres queridos, que echamos de menos, porque caminaron más deprisa que nosotros y dejamos de verlos como se deja de ver a quien camina delante de nosotros y lo perdemos de vista. Hoy también es un día de añoranza, pero ¡ojalá sea hoy también un día de oración, para que nuestros difuntos sean acogidos en la plenitud de vida, por la misericordia de Dios!
Estamos de paso en esta vida, pues nuestro destino es el cielo. Sin embargo la realidad de la muerte nos sigue desconcertando porque hay en nosotros un deseo de vivir, de ser eternos, por eso a muchas personas les angustia la muerte, les da miedo, pues creen que con la muerte se acaba todo.
Hay personas que quieren olvidar lo más pronto posible este triste suceso y volver de nuevo a la rutina de la vida. Pero tarde o temprano, la muerte va visitando nuestros hogares, quitándonos nuestros seres más queridos.
¿Cómo reaccionar ante esa muerte de un ser querido? ¿Qué hacer ante el vacío que van dejando en nuestras vidas tantos familiares y amigos queridos que han muerto?
La muerte es una puerta que cada uno tiene que pasarla en solitario. Una vez cerrada la puerta, el muerto se nos oculta para siempre. Ya no lo vemos más físicamente. Ese ser tan querido y cercano se nos pierde en el misterio de Dios.
¿Cómo podemos relacionarnos con nuestros difuntos? La Iglesia nos dice cómo tenemos que hacerlo. La Iglesia no se limita a asistir pasivamente al hecho de la muerte ni tan sólo a consolar a los que quedamos aquí llorando a nuestros seres queridos. La Iglesia se solidariza fraternalmente con el difunto. La Iglesia acompaña al difunto, pide por él para que pueda encontrarse con Dios en el cielo.
Cuando rezamos y pedimos por nuestros difuntos, tenemos que hacerlo desde una oración de confianza. Hay que decirle a Dios: “Padre de bondad, en tus manos encomendamos el alma de nuestro hermano”.
Decir esto es como si dijéramos a ese ser querido que se nos ha muerto: “Te seguimos queriendo, pero tú te vas y tu partida nos entristece. Sin embargo, sabemos que te dejamos en mejores manos. Esas manos de Dios son un lugar más seguro que todo lo que nosotros te podemos ofrecer ahora. Dios te quiere como nosotros no hemos sabido quererte. En Dios te dejamos confiados”.
Esta confianza nace de nuestra fe en Jesucristo. Jesucristo ha resucitado y nosotros vamos a resucitar con Él. Sin la resurrección, nuestra fe sería absurda. ¿Para qué creer en un Dios creador del universo y de la humanidad y que al cabo de unos millones de años, ese Dios vuelva a quedarse sólo con una tierra convertida en un cementerio donde estuvieran enterrados los millones de seres humanos –sus hijos– que Él ha creado?
¿No sería totalmente absurdo que el Hijo de Dios se haga uno de nosotros, y diera su vida por nosotros y después de marcharse de nuevo al cielo, todos nosotros nos convirtiéramos en ceniza de sepulcro? ¿A qué vendría hacerse hombre y mujer, trabajar, sufrir y morir como seres humanos que al fin van a desaparecer?
El Evangelio está lleno de palabras de resurrección: “Yo soy la resurrección y la vida”, “quien cree en mi tiene vida eterna”, “el que come mi carne tiene vida eterna”.
Por eso celebraciones como la de hoy es para reafirmarnos en que nuestros seres queridos, aunque no los veamos están. Y están envueltos en el cariño de Dios, disfrutando de la belleza de Dios, participando de la energía de Dios que fue capaz de sacar de la nada lo que existe.
La fe nos dice que no hemos sido creados para la muerte, sino para la vida; que Dios no lo es de muertos sino de vivos; que la muerte, que entró en el mundo por el pecado, ha sido vencida por Cristo Resucitado. Y nosotros, aunque tengamos que morir, no vamos a la nada, vamos al amor de Dios que nos espera más allá de la muerte.
Por eso, no tengamos miedo a la muerte, porque si amamos, si hemos vivido abiertos al amor de Dios y de los demás, pasaremos por el trago de la muerte, pero no moriremos para siempre.
Hay que aprender a aceptar la muerte como algo que forma parte de la vida. Esto se logra poco a poco, fiándonos de Dios, poniendo en Él nuestra confianza. Los cristianos sabemos que todo no acaba con la muerte. Sabemos que el amor es más fuerte que la muerte.
Cuando muere una persona que queremos, nuestro amor hacia ella permanece intacto y, aunque pasen los años, el amor no muere nunca. Por eso hoy hemos de decirnos: “Voy a resucitar. Me voy a morir y voy a resucitar”
Eso estamos proclamando en esta celebración, en la conmemoración de los fieles difuntos: estamos diciendo que Dios nos creó para una vida que supera al tiempo y al espacio.