Mt 20, 1-16
Dicen que la envidia es la tristeza por el bien ajeno o la alegría por el mal del hermano. Muchos de nuestros grupos y familias padecen está cruel enfermedad que destruye y no deja crecer. El ejemplo de hoy es claro.
Pongámonos a pensar ¿qué hubiera pasado si el dueño no busca otros trabajadores a horas inoportunas? Seguramente aquellos trabajadores abrían regresado a sus casas contentos por haber obtenido un sueldo justo y digno. Pero al mirar a los demás se llenan de amargura y juzgan como una injusticia que el propietario pueda ser generoso, que otro con menor esfuerzo alcance el sueldo que él logro durante todo el día.
Sí comprendiéramos esta parábola seguramente nos evitaríamos muchos problemas y dificultades, pues seríamos también más generosos y reconoceríamos la generosidad de Dios.
Compararse con los demás nos hace que seamos acomplejados, orgullosos, porque siempre encontraremos a quién juzguemos porque tiene más que nosotros o a quienes tienen menos que nosotros en cualidades, pertenencias o suerte. La envidia deja al descubierto las verdaderas ambiciones.
La parábola de hoy nos muestra dos formas de relaciones, tanto con los hombres como con Dios. Una, la relación mercantil o patronal, donde miramos a los demás y al mismo Dios como comerciantes que deben responder y corresponder a lo que nosotros aportamos, y la otra relación, es la relación familiar, de amistad o de amor, que se basa en el cariño que hay entre personas y sobre todo en la generosidad que Dios tiene con nosotros.
Así nos enseña Jesús que Dios no es un patrón sino un Papá que gratuitamente nos da todo.
El llamado de Jesús a construir su Reino nunca termina y no por haber llegado más pronto tendremos más méritos.