Jueves de la Octava de Pascua

Lc 24, 35-48

La evangelización en el mundo está basada en el testimonio. Jesús les dice a los que lo vieron, a los que comieron con él: «Vosotros sois testigos de estas cosas». 

Ciertamente nosotros no somos testigos oculares de la resurrección de Jesús, nosotros aceptamos el testimonio de la Iglesia y de la Escritura y creemos en estos fieles testigos. Sin embargo, Jesús se sigue presentando en nuestras asambleas litúrgicas, en nuestra misma oración personal para, que de una manera misteriosa asegurarnos, por medio de la fe, que está vivo. 

La resurrección de Jesús viene a cambiar sentimientos y actitudes de sus discípulos. Atrás quedan los miedos y las dudas, atrás quedan las huidas y los abandonos. Ahora escuchan atentos las palabras de Jesús y resuena en su corazón. Ya han escuchado los relatos de las mujeres y de los discípulos de Emaús y ahora se encuentran todos reunidos y expectantes por lo que se avecina. 

En medio de ellos, con su forma nueva de ser y aparecer, llega Jesús y da su saludo que llena de alegría y optimismo el corazón de los discípulos: » la paz esté con vosotros». Son las palabras iniciales. La paz que era la promesa mesiánica que llegaba a lo profundo del corazón; la paz interior del hombre está en perfecta concordancia consigo mismo, con la naturaleza, con sus prójimos y con Dios. Es la promesa cumplida, es la promesa que el Resucitado hace realidad. 

También nosotros hoy queremos encontrar la verdadera paz. Hemos roto la armonía interior por nuestras ambiciones, por nuestra lucha encarnizada por el poder, por haber desbaratado la recta escala de valores y colocar en primer lugar el poder, la ambición, la lucha de supremacías. 

Queremos vivir en paz, no en la violencia. El Resucitado nos viene a ofrecer esa verdadera paz. Ha resucitado y ha roto la muerte que es el peor de los enemigos. 

Escuchemos hoy las palabras de Jesús, abandonemos los temores y las angustias y miremos con esperanza el futuro porque contamos con la presencia de Jesús. Es muy real su presencia. Nos invita a tocar las llagas que ha padecido, como las padecen los pequeños y heridos, nos invita a resucitar y a salir adelante de esas heridas. 

Con Cristo podemos caminar en una vida nueva, en un nuevo camino, con Cristo resucitado encontramos nuestra paz. Esa será nuestra oración, nuestro regalo y nuestra tarea de construcción.

Miércoles de la Octava de Pascua

Lc 24, 13-35

Lucas, en este pasaje, sintetiza lo que ya desde el principio de su evangelio ha venido diciendo: Dios se ha acercado a nosotros, nos ha salido al camino haciéndose uno de nosotros. 

Sentirnos acompañados por Jesús, sentarnos a su mesa a compartir su pan es la más bella experiencia de Resurrección. 

El evangelio de los caminantes de Emaús, tan sumergidos en la tristeza y en el fracaso, pudiera ser el de cualquiera de nosotros que hemos pasado por frustraciones y tropiezos. Jesús se acerca, se involucra con los caminantes, los cuestiona y acopla su paso a los de los desconsolados; escucha con atención y comparte la pena, pero no solo comparte, ofrecer respuestas y proporciona luces. 

Ya en esos momentos comienza a arder el corazón de los que estaban tan fríos, pero la culminación llega manifestar su necesidad, al reconocer la oscuridad que se avecina y pedir que se quede con ellos: » quédate con nosotros porque ya es tarde y pronto va a anochecer». Y a la petición hecha por temor hay una respuesta que supera toda la imaginación. No solo se queda por un momento, sino que Hecho pan se ofrece para hacer partido y repartido. 

No solo vence la oscuridad, sino que enciende el fuego y la luz en los corazones que ahora se sienten capaces de retomar el camino que habían desandado por el fracaso. 

El partir el pan, el acoger la palabra, el sentarse a la mesa ha transformado el corazón de aquellos dos hombres que se sentían desahuciados. ¿Porque no hacer nosotros la misma petición? 

Jesús también a nosotros nos da compañía, nos da su palabra que ilumina, tiene puesta la mesa y el pan que compartirá. 

¿Nos acercamos a Jesús?

Martes de la Octava de Pascua

Jn 20, 11-18

En los últimos años la Iglesia ha insistido continuamente en la importantísima función que tienen los laicos dentro del proyecto salvífico de Dios como anunciadores y testigos de la resurrección de Cristo, como nos lo muestra hoy el evangelio. 

Muy significativa la narración que nos presenta san Juan de este encuentro de María Magdalena con Jesús resucitado. María magdalena, cómo muchos de nosotros, permanece en el llanto y la tristeza, sin imaginarse que Jesús pudiese resucitar. Todo lo da por perdido y ahora nada tiene sentido de aquel bello sueño deformar un mundo nuevo, diferente. Sin embargo, se queda junto al sepulcro, no huye, no abandona, aunque esté sumergida en el dolor y en el desconsuelo. 

En su tristeza no es capaz de reconocer los grandes prodigios que se están realizando junto a su alrededor; los ángeles en el sepulcro no le causa ninguna sorpresa y solo mira en una dirección: Cristo muerto y ya nada tiene sentido. Sus reclamos y frustraciones no cesan al acercarse a Jesús, también para Él es la pregunta y la acusación velada: “ si tú te lo llevaste…” le han quitado a su maestro y ella se aferra a su soledad, a la ausencia. No es capaz de reconocer al mismo Jesús. 

Ciertamente, la resurrección de Jesús no es un simple volver a la vida y tener el mismo cuerpo. La resurrección implica una nueva vida, diferente, plena, como nos lo muestran las narraciones en las que se aparece a sus discípulos. 

María Magdalena es capaz de reconocer a Jesús solo cuando escucha su voz pronunciando su nombre y entonces todo se transforma en alegría y felicidad; todo es plenitud y confianza. Adiós a los temores, adiós a la ceguera, adiós al fracaso. Se sabe amada, pronunciada por Jesús que ha resucitado y le encomienda una nueva misión. 

Esta experiencia de vida es la que hoy nos ofrece Jesús: No está muerto sino que está al lado nuestro, en nuestros aparentes fracasos, en nuestros desalientos, en su aparente ausencia. 

Cristo está con nosotros y también pronuncia nuestro nombre de una forma única y especial, porque su amor por cada uno de nosotros es irrepetible. 

Experimentemos hoy este encuentro con Jesús, que seamos capaces de descubrirlo a pesar de las apariencias en que se presente, cómo la sencillez de un jardinero, el dolor de un fracaso o la sonrisa de un niño. 

Cristo está vivo y te habla por tu nombre. ¿No te llena de ilusión y vida nueva?

Lunes de la Octava de Pascua

Alegría! ¡Alegría! ¡Alegría!… ¡Cristo ha resucitado! Como dice el profeta:
– ¡Iglesia santa, disfruta, goza, alégrate con todo el corazón! Y nos lo repite Pablo: – Alégrense siempre en el Señor. Se lo repito: ¡alégrense!… 


Es esto un anuncio espléndido. Nos dice que Dios ama a la Iglesia, la nueva Jerusalén. Y los cristianos, amándonos todos los unos a los otros, sabemos comunicarnos la felicidad que cada uno lleva dentro, recibida del Dios que mora en nuestros corazones. La felicidad de Cristo vivo. 


Hacemos una realidad aquello de Teresa de Jesús, cuando hablaba de sus humildes y felices conventos de Carmelitas: – Tristeza y melancolía no las quiero en casa mía. 


Sencillamente, porque en el corazón del cristiano no cabe más que la alegría de sentirse salvado por un Dios que le ama. Esta alegría cristiana tiene un precio. ¿Qué debemos hacer para conquistarla, para poseerla, para que perdure en medio del Pueblo de Dios? ¿Qué debemos hacer?…
– Practicar el amor y la misericordia. Está bien claro. Es un imposible disfrutar la alegría que Dios nos ha traído al mundo si no tenemos un amor efectivo a todos, basado en la honestidad de la vida propia y en el respeto a los demás. 


Como en aquellos tiempos, hoy nos pide Dios limpieza del corazón. Conciencia tranquila, porque sabemos rechazar con violencia el pecado: así, como suena, ese pecado del cual el mundo moderno ha perdido la noción. Hoy nadie quiere oír esa palabra fatídica, porque trae a la memoria un juicio posterior de Dios. 


Pero el grito de la propia conciencia no lo puede acallar nadie, y la alegría es un imposible cuando la conciencia no está en paz. Si en el mundo se observase mejor la Ley de Dios, habría mucha más alegría en todos nuestros pueblos. La alegría nos haría pasar la vida como en una fiesta ininterrumpida. 


Habiendo sido bautizados en el Espíritu Santo, o conservamos al Espíritu Divino dentro de nosotros, o la alegría del Cielo habrá huido de nosotros quizá para siempre… 

A esta condición diríamos personal de cada uno, se añade la obligación respecto de los demás. 


El Evangelio en muchas ocasiones nos recuerda a todos que la justicia y el respeto a la persona son condiciones indispensables para que haya alegría en la sociedad. 


No diremos que esto no es bien actual en nuestros países. Mientras muchos vivan sumidos en una pobreza injusta, y mientras exista la violencia, venga de donde venga, resultarán inútiles todos los esfuerzos que muchos hacen para implantar la felicidad y la alegría en el pueblo. 

Vigilia Pascual

¡Aleluya, hermanos! Es lo que los ángeles han anunciado a las mujeres que habían acudido temerosas al sepulcro de Jesús. Es la gran noticia que nosotros escuchamos en esta noche santa de Pascua: Cristo ha pasado a través de la muerte a una nueva existencia, definitiva, y vive para siempre.

Éste es el motivo por el que hoy nos hemos reunido aquí, de noche, y nos gozamos por la presencia del Señor Resucitado en medio de nosotros. Aunque no le veamos. Si los judíos se alegran, al celebrar la Pascua, de su liberación de la esclavitud y de su paso a la nueva vida en la tierra prometida, nosotros, los cristianos, nunca nos cansamos de celebrar que en medio de la oscuridad de la noche, Cristo Jesús fue liberado de la muerte y lleno del Espíritu de Dios, el Espíritu de la Vida.

“No temáis”, les dice el ángel a las mujeres.  Y después Jesús se lo vuelve a repetir: “No tengáis miedo”.  Es éste uno de los grandes mensajes de esta noche.   Este es el gran mensaje de Pascua, hoy: “No tengáis miedo”.

“Transcurrido el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena se dirige al sepulcro”.  Los hombres, los apóstoles, no están.  Se han quedado en casa, con las puertas bien cerradas, esperando con una secreta esperanza algo que, en el fondo de su corazón, están convencidos de que ha de suceder.   Algo que ni se atreven a formular, que ni se atreven a decirse unos a otros, pero que esperan, que creen. Y, no obstante, no van al sepulcro. Van las mujeres. Querían demasiado a Jesús, no podían quedarse en casa quietas, sin hacer nada. Van al sepulcro desconcertadas, atemorizadas, pero también con la secreta y extraña esperanza.

Y, allá en el sepulcro, todo es novedad, todo se transforma, cambia el mundo entero.   Y ellas experimentan el mundo renovado que empieza entonces.   Porque Jesús, el crucificado no ha quedado aprisionado por las cadenas de la muerte, la piedra del sepulcro no ha podido retener la fuerza infinita de amor que se manifestó en la cruz.   

Aquel camino fiel de Jesús, aquella entrega constante de su vida hacia los pobres, aquel combate contra todo mal que ahogara al hombre, aquel amor ¿cómo podría haber quedado encerrado, muerto ahí por siempre?  No, no quedó encerrado. La fuerza del amor de Jesús, la fuerza del amor de Dios, vence a la muerte y cambia el mundo.   Y por eso el ángel puede decir, y Jesús puede repetir después: “No tengáis miedo”.

El miedo es pensar que el mal y la muerte pueden vencer al amor, a la fraternidad, a la justicia, a la generosidad.   El miedo es pensar que Jesús ha fracasado. El miedo es no ser capaces de creer que Jesús ha resucitado y que, con su resurrección, podemos caminar en paz su mismo camino.

El miedo es no creer que, ocurra lo que ocurra, y aunque a veces no lo parezca, el amor vence siempre.

Esta es, hermanos nuestra fe.   Esta es la fe que expresábamos cuando, al empezar la celebración de esta noche santa, veníamos hacia aquí, hacia la Iglesia, guiados en medio de la noche, por la claridad de Jesucristo vivo.   Esta es la fe que se nos ha proclamado en las lecturas que acabamos de escuchar: la fe que empieza a encenderse con las primeras luces de la creación, la fe de Abraham, la fe del pueblo liberado de la esclavitud por el Dios que ama, la fe de los profetas, la fe del apóstol Pablo.   Esta es la fe que fue proclamada en nuestro bautismo.

Esta es la fe, que cada domingo, cuando celebramos la Eucaristía, recordamos y reafirmamos.   La fe de la confianza, la fe contra el miedo, la fe que nos dice que sí, que el camino de Jesucristo es nuestro camino, el único camino de vida.

Jesús, hoy, esta noche santa de Pascua, nos dice a cada uno de nosotros: “¡No tengáis miedo!” Id con los vuestros, a vuestro trabajo, a vuestras casas, a vuestros pueblos, ahí donde se construye vuestra vida, ahí donde sois felices y ahí donde sufrir.   Ahí me veréis porque Cristo ha resucitado.

Viernes Santo

Viernes Santo es un día de silencio, de dolor, de acompañamiento.

La liturgia del Viernes santo es muy especial: es el único día del año en que la Iglesia no celebra la eucaristía, y sólo en la parte final de la celebración se distribuye la comunión. Podemos decir que si habitualmente la parte central de la eucaristía es la consagración, hoy lo va a ser la presentación y la adoración de la cruz.

Hoy, Viernes Santo, podríamos preguntarnos: ¿Por qué?, ¿Cómo es posible que un hombre inocente termine despreciado de esta manera? Un hombre que había vivido de una manera sencilla, que era amigo de todos, que estaba siempre junto a los enfermos y débiles… Pero, eso sí, nunca había retrocedido cuando se trataba de defender la verdad y la justicia, la causa del Reino. Nunca hizo concesiones ante el amor apasionado por Dios y por los hombres, aunque sus enemigos invocaran leyes religiosas. Nada le apartaría del amor de Dios.

Los Sumos Sacerdotes y sus servidores gritaron: “¡Crucifícalo, crucifícalo!” “Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tienen que morir, porque se ha declarado Hijo de Dios”. ¿Cuál es esta ley? ¿No será acaso la ley que imponen los fuertes? ¿No es la ley que defiende los intereses de los poderosos? “Conviene que muera un solo hombre por el pueblo”, dijo Caifás, y podemos añadir nosotros, antes que el pueblo descubra la hipocresía de muchas palabras y gestos que dicen defender la paz, el bien, el orden y la cultura y que, en cambio, es sólo la defensa de unos privilegios o el afán de dominio sobre los demás.

“Tomaron a Jesús, y Él, cargando con la cruz, salió al sitio llamado “de la Calavera”…” ¿Cómo es posible? Bendecía a los niños, decía que era necesario poner la otra mejilla, perdonar setenta veces siete, compartir “los panes y los peces” fraternalmente…

Dentro de unos momentos haremos la adoración de este árbol que es la cruz. Árbol inmenso que une el cielo y la tierra. Árbol que tiene sus raíces en nuestro mundo, en esta tierra a veces reseca y pedregosa, a veces empapada de agua fecunda. Cristo es el árbol que da cobijo y arraiga en tantas personas que son capaces de darlo todo por los demás, sea en servicios humildes a la familia, en el trabajo, en responsabilidades sociales o profesionales, sea como mártires en países en los que los derechos humanos están muy lejos de ser respetados. Un árbol inmenso que lleva en su tronco las marcas de tantos sufrimientos, tantas humillaciones a la dignidad humana. Un árbol, no obstante, que tiene la fuerza de la vida en su interior. Que se eleva gozoso tocando con sus hojas el sol de la esperanza.

La cruz de los cristianos, la cruz de Jesús, es una cruz que nos conduce a la gloria, que ya es un signo de victoria porque sabemos que el amor de Dios que da vida, está ya presente en esta cruz. Porque sabemos que la corona de espinas que le colocaron los soldados, expresaba la profunda verdad del amor de Dios, la verdad del supremo valor de la vida humana y de toda la naturaleza.

Estamos llamados a identificarnos con Jesús. He aquí el misterio profundo del Viernes Santo: la contemplación y la adoración del Hombre-Dios crucificado que lo ha dado todo y se ha humillado hasta el extremo, para que nosotros nos demos cuenta del fango del pecado que hay en nosotros y en nuestro mundo y, con Él, nos levantemos para ser fieles a la Vida. 

Viernes Santo es un día para acompañar a Jesús y sentir su presencia. Acerquémonos a María, a Magdalena y a Juan, y juntos permanezcamos en respetuoso silencio junto a la cruz de Jesús. Contemplemos, callemos y manifestemos nuestro amor. 

Jueves Santo

Una vez más nos encontramos los cristianos reunidos para celebrar el Jueves Santo.  Con la celebración del Jueves Santo comienza el gran triduo pascual: los tres días conmemorativos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. 

Este día de Jueves Santo celebramos la institución por parte de Jesús de dos sacramentos: la Eucaristía y el Orden Sacerdotal, pero también recordamos el mandato que Jesús nos dejó ese día: el mandato de la Caridad con todos los hermanos, mandato que a través del gesto de lavarles los pies a sus discípulos, Jesús lo puso en práctica.

Jueves santo es el día de la entrega total de Jesús por todos los hombres. Su signo es un pan que se divide y comparte para ser comido por todos. Un pan que da vida y fortalece. Un pan que une y que restaura, un pan que hace comunión y reconoce la dignidad de cada uno de los comensales. Con el gesto del Pan partido y del Vino compartido, quiso que nosotros, a lo largo de la historia, hasta que Él vuelva, participáramos de su misma Vida. Él mismo quiso ser nuestro alimento y nuestra fuerza y alegría.

Jueves santo es el día de la Eucaristía. Es el día de la manifestación de Jesús que en su locura de amor se quiere quedar con los suyos para entrar en su interior, para unirse a ellos, para acompañarlos en su vida.

Pero ¿qué sentido tiene lo que hizo Jesús?, ¿qué celebramos el Jueves santo?, ¿qué significa en nuestras vidas celebrar la eucaristía? Porque hay que buscar el sentido que dio Jesús a todo esto y vivirlo. Para muchos, la misa es una rutina, una ceremonia, una obligación y hasta una evasión. Los jóvenes dejan de ir porque no les dice nada. A muchos que van no les cambia la vida, salen como entraron. Hay un clima de pasividad y de aburrimiento. Sin embargo, la Eucaristía es la fuente y cumbre de la vida cristiana. Y para muchos de nuestros fieles es el único momento que se reúnen en la iglesia y se encuentran con Dios.

El sentido de la eucaristía es el sentido de la vida de Jesús, lo que hizo y lo que dijo. Y ese sentido está bien claro: un amor verdadero que se entrega por los hermanos hasta la muerte. Sabiendo, dice san Juan, que se acercaba su hora, habiendo amado a los suyos, hasta el fin los amó. Esto es lo que recordamos y celebramos hoy. Es la memoria de Jesús, de cuanto dijo y de lo que hizo. ¡Qué pena que el rito, o la rutina, o la obligación, puedan oscurecer esto!

Hoy, la Iglesia recuerda también el gesto de lavar Jesús los pies a los apóstoles.   Jesús, el maestro y Señor, lava los pies a los discípulos.   

Lavar los pies a sus discípulos es la enseñanza básica de todo el que quiere seguir a Jesús. Solamente los esclavos hacen este servicio, pero el Maestro, el Mesías, es ahora quien se inclina para lavar los pies a sus discípulos. No es representación, es signo de lo que ha sido toda su vida: “No he venido a ser servido sino a servir”. En esto está la nota principal del seguimiento y lo que da sentido a una vida: servir. Pero servir desde el amor, por eso Jesús da lo que Él ha llamado “el nuevo mandamiento”: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. La medida de nuestro amor debe ser el amor de Jesús. Así como Él ama a todos, a justos y pecadores, hasta dar la vida por ellos, también nosotros debemos amar. Y jueves santo es el día del amor.

Jueves santo también es el día del sacerdocio. Este jueves santo seguimos recordando que Cristo deja en manos de hombres, débiles, frágiles y propensos a la caída, uno de sus más grandes tesoros: la Iglesia y sus sacramentos.

No os olvidéis nunca de hacer oración por cada uno de los sacerdotes, ayudadnos a sostenernos en fidelidad y amor a Cristo. 

Vivamos este Jueves Santo como el día del servicio, del amor, de la Eucaristía y del Sacerdocio. 

Miércoles Santo

Mt 26, 14-25

Hemos escuchado hoy en el evangelio, la traición de Judas.  La traición acaba con el amor más perfecto: el amor de la amistad.  La traición mata el amor, en su raíz.

¿Cómo se llega a la traición? Primero por el deseo desmedido de intereses materiales: el dinero, que me lleva al poder y a la vida egoísta, complaciente y sensual. Y en segundo lugar, por la falta de trato con el amigo, que me deja y me mantiene en la ignorancia, y al no conocer bien el valor del amigo: de lo que es, de lo que vale, de lo que tengo con su trato, de lo que me hace vivir, no le hago aprecio y entonces, sin dificultad, lo vendo o lo abandono.

Hoy vemos a Judas vendiendo a Jesús por un deseo desmedido de dinero.  El dinero y el poder, a Judas le hicieron traición. No lo olvidemos nosotros tampoco: el afán desmedido por el dinero, por el tener con avaricia, el gozar materialmente, sin límites, el prestigio de marcas en el vestir, me pueden hacer traición, y quedarme como un despojo de un mundo despiadado, sin amistad, y ver cómo me quedo solo, marginado, olvidado, cuando mi situación es adversa. 

Que sólo se quedó Judas, sin el amigo Jesús, porque el dinero no es amigo, es tirano, y Judas se ahorcó. Cada día hay más personas que se quitan la vida, hay dinero, pero no hay verdaderos amigos, solo compañeros de billeteras, tarjetas de crédito.  “Tanto tienes, tanto vales”.

Jesús hace un gesto de comunión, de amistad, al pedirle a Judas que sea él el primero que moje su pan. Es un gesto simbólico de reconocimiento, de aprecio, de amistad. Por parte de Jesús no hay ninguna condena, sino el ofrecimiento de su amistad, porque “Él nos amó primero”, como dice San Juan. Y nos ama  y nos acoge tal como somos y tal como estamos en cada momento; tal como tú te sientes: mediocre, miserable, marginado, perverso, traidor. 

Déjate perdonar para que empieces a vivir de nuevo, con una mayor realidad y sinceridad la amistad con Jesús, para que experimentes, para que sientas que te quiere como eres y cómo estás. Basta ya de traiciones grandes o pequeñas, porque la traición nunca es pequeña o grande; la traición es siempre traición.

Es Judas el que se cierra al amor y a la amistad, porque el deseo exagerado de dinero ha endurecido su corazón. Es él, el que se excluye, al rehusar la mano tendida de su amigo Jesús. Jesús estaba habituado a “comer con pecadores”. Y en esta noche de la cena Pascual, tampoco ha rechazado a un traidor. Es Judas, quien se separa de Él, porque en realidad de verdad, le conoce poco. Estaba con Él, pero su corazón estaba muy lejos de Él. Trabajaba con el grupo de los discípulos de Jesús, pero estaba con ellos con espíritu y actitud de jornalero.

Judas no conocía, ni trataba mucho a Jesús. Estaba con Él, pero vivía lejos de Él. Esto puede también ocurrir en nuestra vida y ser la causa por la que abandonamos o vendemos a Jesús: la falta de trato y conocimiento del amigo, que me mantiene en la ignorancia y en la falta de experiencia vivida, y al no conocer bien el valor de la amistad: de lo que es, de lo que vale, de lo que me enriquezco en el trato con este  amigo, de la vida abierta y esplendorosa que me hace vivir, entonces, sin dificultad lo vendo o lo abandono y lo critico, porque confundo a Jesucristo y su Iglesia, es decir los cristianos, con los judas, que encontramos en medio de la comunidad cristiana, sean padres, laicos u obispos. Y así estropeamos y destruimos el buen ambiente y fraternidad de una parroquia y hasta de un pueblo, porque nosotros no entendemos lo que es la amistad, ni de Jesús somos entonces amigos, pues, si entre sus apóstoles, que él mismo escogió, se dio un ladrón y traidor, Judas, ¿cómo vamos a pretender que en las asambleas cristianas de la diócesis o parroquias, no los haya?

Pero Judas, endurecida su mente y su corazón por el dinero y la falta de trato con el amigo, y así sólo, amargado, decepcionado de sí mismo, arrojará más tarde las treinta monedas de plata por el suelo del templo y se ahorcará, desesperado. No conoció al amigo. No supo lo que era la amistad, que es el amor más perfecto.

Que descubramos nosotros en esta Semana Santo, el amor con que nos ha amado Jesucristo, hasta morir, y su amistad que nos ha ofrecido y que nunca traicionemos ese amor a Él.

Martes Santo

Jn 13, 21-33; 36-38

Podemos imaginar la situación en la mesa: Uno de ustedes me va a traicionar, dice Jesús… pero ¿quién? Seguramente que todos nosotros de haber estado en la mesa hubiéramos dicho a nosotros mismos ¿Será posible que yo sea el que va traicionar al Maestro? 

Y la verdad es que la respuesta es «SI». Cada vez que, a pesar de que sabemos que lo que vamos a hacer es contra la fe, contra nuestro prójimo, contra Dios mismo, y lo realizamos, estamos actuando de la misma manera que Judas: Estamos traicionando la confianza de Jesús. 

Él nos llama amigos, nos ha llamado para seguirlo y para ser un instrumento de su amor y de su gracia, y en lugar de ello preferimos nuestros propios caminos nuestros propios métodos y metas. El mismo Pedro, que amaba con todo su corazón a Jesús, que decía estar dispuesto a morir por Él, lo traicionará no una, sino tres veces. Y es que no tenemos fuerza para ser fieles, aun esta fuerza viene de Dios. 

El amor al Maestro y el poder del Espíritu que mora en nosotros, son los únicos elementos que nos hacen ser verdaderamente fieles. Busquemos en estos días, crecer más en el amor, para que el Espíritu se fortalezca y podamos experimentar una Pascua maravillosa.

Lunes Santo

Jn 12, 1-11

Jesús se encuentra con sus amigos. Yo soy su amigo. Sale a mi encuentro. Es Él quien va a Betania y quien viene a tocar a mi puerta. Desea sentarse a mi mesa, partir el pan conmigo, hablar conmigo.

Toca a la puerta de mi corazón para iluminarlo y consolarlo: «Sólo Él tiene palabras de vida eterna» No sólo está a mi lado: me lleva en sus brazos para que las asperezas, las piedras y el barro no me salpiquen y no me hagan tropezar y caer, si yo quiero.

Y, aunque cayera, su amor no disminuiría, incluso me amaría más. Limpiaría mis heridas y manchas del camino. Él sería una María de Betania para con nosotros, nos perfumaría los pies y la cabeza. ¿No deberíamos nosotros hacer lo mismo? Ponernos a sus pies y llorar. Llorar por la tristeza de ofenderle y llorar por la alegría de su perdón. Las lágrimas son la mejor oración que podemos elevar a Dios. Y, también, perfumar sus pies; que el perfume de nuestras buenas obras y el ungüento de nuestro perdón sean dignos de un Dios tan misericordioso. Como Él perdona, así perdonar a quienes nos ofenden.

No nos fijemos en el «derroche» de este caro perfume. Es un perfume que nunca se acaba si es a Cristo a quien lo ofrecemos. Obrando así prepararemos la sepultura del Señor, su resurrección y su permanencia entre nosotros.