1 Sam 4, 1-11
Ayer oímos el inicio de la vocación profética de Samuel: «Samuel creció y el Señor estaba con él. Y todo lo que el Señor le decía, se cumplía».
El libro de Samuel nos cuenta que los hijos del sacerdote Elí no vivían su vida de servicio sacerdotal como quería el Señor, sino que se aprovechaban de ello para su propio beneficio y abusaban de los demás, y no escuchaban las recomendaciones de su padre.
El castigo de Dios fue anunciado, pero también fue anunciada una restauración sacerdotal con Samuel; el Señor dijo: «Yo haré surgir para mí un sacerdote fiel, que actuará conforme a mi corazón y a mis deseos».
Hoy escuchamos el cumplimiento de la predicción del castigo: la gran derrota de Israel a manos de los filisteos y sobre todo la pérdida del arca, la expresión plástica de la presencia de Dios con su pueblo, aunque pronto fue devuelta.
Allí, como lo oímos, murieron los dos hijos de Elí; con la impresión de los desastres murió también Elí.
Samuel se convirtió en juez, es decir, en portavoz de Dios y guía de su pueblo.
Mc 1, 40-45
San Marcos nos ha narrado un milagro situado en los inicios del ministerio de Jesús.
El profeta Isaías había presentado la curación de la lepra como una característica de los tiempos mesiánicos (Is 35, 8). La lepra, al destruir la integridad física, era vista como un castigo especial del pecado: constituía al enfermo en un separado de la sociedad religiosa y civil. Tocar a un leproso comunicaba su impureza. Jesús no hace caso de esa prescripción porque quiere mostrarse implicado en el sufrimiento del enfermo: «Venga a mí todos los que se sientan fatigados y abrumados por la carga, y Yo les daré alivio».
La primera condición de la salvación, el poder misericordioso de Dios, no falla, pero necesita corresponder a ella la fe, la disponibilidad y apertura del creyente.
La plegaria IV de la misa dice: «Tú tiendes la mano a todos para que pueda encontrarte el que te busca».
La expresión del leproso: «Si quieres, puedes curarme», es ejemplar. Expresa la fe en el poder y en el amor del Salvador.
La palabra evangélica nos impulsa a presentarle al Señor todo lo que en nosotros está necesitado de salvación, de curación, de restauración. Con grande fe repitamos la súplica del leproso: «si quieres, puedes curarme».