La Inmaculada Concepción

Hoy celebramos la fiesta de la Inmaculada Concepción, una fiesta que nos sitúa en el camino difícil de la lucha entre el bien y el mal, y la elección sabia que todo hombre debe hacer.

La primera lectura del Génesis nos pone en el marco de herida que nos ocasiona todo pecado al mostrarnos el primer pecado del hombre y nos descubre la base de todo pecado, la ambición del hombre y el deseo de hacerse dios, y las consecuencias perjudiciales y negativas que le ocasiona.

Todo hombre lleva en su interior esta difícil lucha y todo hombre debe a cada momento ponerse humildemente en la presencia de Dios. Se corre el riesgo de perder la esperanza descubriendo el enorme poder del mal en nuestro mundo y aún en nuestro interior.

La fiesta de la Inmaculada Concepción nos da una sólida esperanza de que podemos vencer en esta lucha.

María fue preservada del pecado, en virtud de la Resurrección de Jesús, y así también nosotros, aunque hemos vivido en el pecado, tenemos la seguridad que podremos superarlo y vencerlo gracias al triunfo de Jesús.

Las palabras de consuelo del ángel a María, podrían también ser para nosotros: “No temáis”. Nuestra seguridad de vencer este temor no se basa en los propios méritos o fortalezas, sino en el gran amor y el gran poder del Señor Jesús. No son invitación a quedarnos cruzados de brazos mientras Él vence al mal, sino una invitación a un esfuerzo solidario para hacer triunfar el bien. Así mientras alabamos a María por su inmaculada concepción, nos comprometemos a una lucha firme contra todas las manifestaciones de una cultura de pecado y de muerte. No temas porque el Señor está contigo.

Viernes de la I semana de Adviento

Mt 9, 27-31 

La gente de hoy vive angustiada porque no ha sabido distinguir los límites de su acción. No sabe dejar a Dios actuar. Y esto se debe, principalmente, a una gran falta de fe.

Los textos de este día nos conducen a la luz y el Salmo nos hace exclamar con anhelo y con entusiasmo: “El Señor es mi luz y mi salvación”. Todos los textos hablan de la necesidad de esa luz y, en el sentido opuesto, de la oscuridad que causa la ceguera. Desde Isaías que en sus anuncios proféticos alienta al pueblo anunciando que “en aquel día se abrirán los ojos de los ciegos y verán sin tinieblas ni oscuridad”, hasta el texto evangélico donde Jesús se deja enternecer por el grito de los dos ciegos que al lado del camino claman: “¡Hijo de David, compadécete de nosotros!”. Este texto nos sitúa claramente en un contexto de fe.

Para poder ver, para descubrir la luz, se necesita la fe. Cuando el Papa Benedicto preocupado por la oscuridad y el sin sentido de nuestras generaciones, proclamaba un año de la fe, pero de una fe viva, una fe comprometida, una fe explícita, nos proponía: “Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas”

Frente a este mundo sin sentido nos propone “La puerta de la fe”, que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, y que está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Muy claramente lo descubrimos en el texto evangélico. Jesús nos enseña que no basta pedir, se necesita hacerlo con fe, creer de verdad que Jesús pueda dar luz, salvación y vida.

Que estos días de Adviento nos acerquemos a Jesús, escuchemos su Palabra y la pongamos firmemente en nuestro corazón.

Jueves de la I semana de Adviento

Mt 7,21.24-27

Cuando escucho estas palabras de Jesús, vienen a mi mente las imágenes de personas que parecían llenas de éxito cuando la vida les sonreía, sin embargo, en un momento de su vida aparecieron los problemas, las enfermedades y los fracasos comerciales, y todo se derrumbó. Aquello que parecía tan sólido quedó hecho polvo. Las seguridades que pretendían tener eran aparentes y su éxito solo radicaba en cosas materiales.

Jesús en este día nos presenta opciones muy diversas y propuestas de éxito muy diferentes. El éxito o el fracaso se encontrarán en la medida que escuchemos sus palabras, las dejemos penetrar en nuestro corazón y las llevemos a la práctica. Y atención, no se trata de que hagamos bellas predicaciones, ni siquiera que entonemos bellas oraciones, Cristo basa la verdadera felicidad y el verdadero éxito en la práctica de su Palabra.

Ya Isaías, en la primera lectura, hacia una comparación entre la ciudad fuerte, bien cimentada que confía en el Señor, que busca la justicia y la otra ciudad que se eleva orgullosa y altiva que la reduce al polvo para que la pisen los pies de los humildes.

Es tiempo de Adviento y es tiempo de revisión y de conversión; es tiempo de reconocer en dónde están nuestros cimientos. ¿No es cierto que muchas de nuestras tristezas y desengaños van de la mano con ambiciones terrenas y egoístas? ¿No es cierto que nos preocupamos más del qué dirán que de lo que hay en nuestro interior?

En el tiempo del Adviento busquemos espacios para escuchar la Palabra de Dios en el silencio y el recogimiento. Demos tiempo y espacio a Dios y escuchemos lo que quiere de nosotros y después enderecemos nuestros caminos, hagamos rectas nuestras sendas y esperemos la llegada de Jesús.

Este tiempo se presta tanto para el silencio y la reflexión, como para las superficialidades y el derroche. Es triste que Navidad pase como un tiempo de fiestas y comidas de empresas, y que no demos tiempo ni espacio para acoger a la Palabra que se ha hecho carne.

Dios ha pronunciado su Palabra con tanto amor que se hace tierno Niño acurrucado entre pañales. Pero para que esta Palabra anide en nuestro corazón necesitamos abrirnos a ella, acogerla y hacerla vida concreta, tangible y real.

El hombre, la sociedad, la civilización, que se funda en la Palabra de Jesús no perecerá nunca porque está basada en valores firmes e imperecederos. Jesús es la roca perpetua, como dice Isaías. Y por la fe en Cristo-Jesús nos hacemos firmes e invencibles, a pesar de los vientos contrarios que soplen sobre nuestras vidas.

Para ello es preciso acoger la Palabra de Jesús con fe y practicarla con decisión y alegría. Preparemos así nuestra Navidad.

Miércoles de la I semana de Adviento

Mt 15,29-37 

El Evangelio de san Mateo que acabamos de oír recoge una esperanzadora profecía de Isaías donde el Señor promete un festín de manjares suculentos y arrancar todo aquello que oscurece a las naciones y enjugar las lágrimas de todos los rostros. Son los sueños largamente alimentados por un pueblo que ahora los ha hecho realidades Jesús, que se compadece de su pueblo, les impone las manos a sus enfermos, ayuda a caminar a los lisiados, da vista a los ciegos y pan a los que tienen hambre.

A orillas del lago de Galilea, Jesús realiza todos estos prodigios y fortalece la esperanza de su pueblo. Son las señales de que el Mesías ha llegado, pero no solamente en aquellos tiempos, el camino del Adviento nos lleva también a nosotros a ser realidad esta señales de que el Reino ha llegado, pues Jesús nos anima a sentir la responsabilidad de ofrecer alternativas de vida a quien está sufriendo.

Una mano que levanta, una luz que muestra el camino y un pan compartido son los milagros que pueden despertar esperanza en un pueblo que está adolorido y pierde esa esperanza.

El grito del Adviento “Ven, Señor y no tardes, ilumina los secretos de las tinieblas y manifiéstate a las naciones”, se hace presente en las señales que el cristiano ofrece a su hermano lastimado.

La oración y la súplica por la presencia del Señor, se transforman en solidaridad frente a las urgentes llamadas de ayuda de quienes se ha quedado sin pan y sin ilusión.

Adviento es preparar el camino del Señor, pero el camino se prepara caminando, enderezando, rellenando, allanando y compartiendo.

Adviento es mirar a Cristo que llega para sostener nuestros sueños, pero al mismo tiempo es hacerlo presente en nuestras mesas compartidas y en nuestras respuestas al llamado de quienes sufren a nuestro lado.

Que hoy, con nuestra oración, con nuestra súplica, con nuestras obras gritemos fuerte “Ven, Señor Jesús”.

Viernes de la XXXIV semana del tiempo ordinario

Lucas 21, 29-33

Nos interesan mucho los pronósticos. Ponemos atención al reporte del clima para saber si saldremos o no al campo. A los aficionados, el de la Liga de fútbol. A los empresarios, el de la Bolsa de valores. ¡Qué previsores! Nos gusta saber todo con antelación para estar preparados. Jesucristo ya lo había constatado hace más de 2000 años, cuando no había ni telediarios, no existía el fútbol, ni mucho menos la Bolsa de Valores. Pero los hombres de entonces, ya sabían cuándo se acercaba el verano, porque veían los brotes en los árboles.

A veces nos cuesta mucho entender las parábolas del Señor porque hemos perdido el contacto con la naturaleza, porque nos hemos encerrado en fortalezas de cemento. Muchos no sabemos cómo son los brotes de la higuera, no somos capaces de distinguir los periodos de la luna, nos hemos olvidado de las estaciones del año y pasamos indiferentes de una estación a otra.

Quizás percibimos el frío o el calor, pero pronto nos sumergimos en nuestros climas artificiales y nos olvidamos de los ciclos del tiempo. Pero lo más triste es que hemos dejado de percibir la presencia del Señor. Nos hemos llenado de trabajo, preocupaciones y prisas, nos hemos protegido tanto que nos quedamos encerrados en nuestras protecciones que llegan a convertirse en verdaderas cárceles.

Hemos creado en nuestro entorno un clima artificial, pero hemos caído en la trampa y nos convertimos también nosotros en artificiales.

El Reino de Dios es silencioso, crece dentro. Lo hace crecer el Espíritu Santo con nuestra disponibilidad, en nuestra tierra, que nosotros debemos preparar.

Después, también para el Reino llegará el momento de la manifestación de la fuerza, pero será sólo al final de los tiempos.

El día que hará ruido, lo hará como el rayo, chispeando, que se desliza de un lado al otro del cielo. Así será el Hijo del hombre en su día, el día que hará ruido.

Y cuando uno piensa en la perseverancia de tantos cristianos, que llevan adelante su familia, hombres, mujeres, que se ocupan de sus hijos, cuidan a los abuelos y llegan a fin de mes sólo con medio euro, pero rezan. Ahí está el Reino de Dios, escondido, en esa santidad de la vida cotidiana, esa santidad de todos los días.

Porque el Reino de Dios no está lejos de nosotros, ¡está cerca! Ésta es una de sus características: cercanía de todos los días.

Pidamos hoy, que sepamos descubrir las señales de la presencia de Dios. Que este día, en el encuentro con cada hermano, en el rayito de luz que llega hasta nosotros, podamos percibir la inmensidad de tu amor.

Que cada momento podamos sentir tu caricia, tu presencia, tu cercanía. No nos dejes fríos, impasibles, indiferentes.

Que hoy descubramos al Señor, que su palabra no se escurra entre nuestras preocupaciones. No puede pasar la palabra de Jesús sin dejar sus semillas de esperanza en nuestro corazón.

Que experimentemos hoy tu presencia amable y protectora.

Jueves de la XXXIV semana del tiempo ordinario

Lc 21,20-28

Este evangelio en sus últimos versículos nos presenta la actitud que el cristiano debe tener ante el fin del mundo. Para el cristiano, como diría san Pablo: «La vida es Cristo y la muerte una ganancia».

El cristiano vive gozosamente la llegada del Reino (cuando ésta sea), pues para él la llegada de Cristo es el momento más gozoso y esperado. Este encuentro con Aquel a quien tanto se ha amado y por quien tanto se puede haber sufrido, es el momento más preciosos del cristiano.

Este momento puede ocurrir de manera particular, es decir cuando una persona muere, o de manera colectiva, que será la llegada definitiva de Cristo. No sabemos que ocurrirá primero.

Los cristianos del tiempo de Lucas pensaban que era inminente, pero Jerusalén fue totalmente destruida (la profecía cumplida) y todavía estamos esperando.

Vivamos pues alegremente y con una esperanza llena de optimismo en el amor de Aquel que nos espera en la casa del Padre.

Nuestra espera, por tanto, es dinámica, activa, comprometida. Tenemos mucho que trabajar para bien de la humanidad, llevando a cabo la misión que inició Cristo y que luego nos encomendó a nosotros. Pero bien nos viene pensar que la meta es la vida, la victoria final, junto al Hijo del Hombre. Meta que nos conducirá a la paz eterna en la gloria de Dios.

Miércoles de la XXXIV semana del tiempo ordinario

Lc 21,12-19

Siempre he creído que ser cristiano cuando las cosas caminan bien no es problema. Lo difícil es, como dice el Señor, perseverar en los momentos difíciles.

Son los últimos días del año litúrgico y las lecturas nos van encaminando, poco a poco, a una reflexión sobre el tiempo final.

¿Qué espero yo al final de mi vida? ¿Qué epitafio me gustaría que pusieran en mi lápida? ¿Lo que estoy haciendo me está llevando a eso que espero?

A veces, me he puesto a imaginar las terribles escenas que nos cuenta el libro de Daniel, como la de hoy en la primera lectura, ya sé que son escenas de un libro apocalíptico y que tienen su propia finalidad, pero precisamente por eso tenemos que reflexionar sobre esas escenas.

En medio de un banquete, ante el asombro del Rey Baltasar y todos sus acompañantes, aparecieron los dedos de una mano que se pusieron a escribir sobre la pared del palacio. Ellos que bebían y disfrutaban profanando los vasos sagrados quedaron impresionado por la visión, pero no lograban entender las palabras.

Daniel es llamado para interpretarlas y descifrar su mensaje. Contado, pesado y dividido eran las enigmáticas palabras y claro que se referían concretamente a la situación del poderoso Rey Baltasar, pero también podemos hacer una interpretación y aplicárnosla a cada uno de nosotros.

Si nuestros días están contados, si no somos eternos, si estamos de paso, ¿Por qué no vivir con desapego y libertad frente a los bienes del mundo? ¿Por qué nos limitan tantas ambiciones?

Pesado. La balanza de Dios, tiene como gran finalidad medir nuestras obras a favor de los más necesitados. Cristo mismo nos dice que el juicio será sobre lo que hayamos hecho por Él, pero en la persona de los pequeños e insignificantes. ¿Cuánto pesarán esas obras que parecen desconocidas, hechas a favor de los que no cuentan para los ojos del mundo?

Finalmente la palabra dividido, aunque se refería de manera muy clara a las posesiones del Rey, también puede ser muy fácilmente aplicada a lo que pretendemos poseer nosotros. ¿A mano de quien van a parar nuestras posesiones cuando muramos? ¿Valieron la pena todos los sacrificios que hicimos por nuestras posesiones?

Si esta lectura nos lanza por el camino de una seria evaluación, el pasaje evangélica, por el contrario, nos anima para que nos sostengamos en la esperanza de los últimos tiempos. Aunque haya persecuciones, aunque existan traiciones, aunque parezca que estamos solos, si nos mantenemos firmes conseguiremos la vida porque el Señor camina con nosotros.

Martes de la XXXIV semana del tiempo ordinario

Lc 21,5-11

No busquemos aterrarnos mutuamente ni vivir en el miedo pensando en que el tiempo está cerca y ya se acaba la figura de este mundo con la venida del Justo Juez, Cristo. Y no es así porque El mismo nos lo acaba de decir: no se dejen engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: «Yo soy» y «el tiempo está cerca». ¿Quiere Cristo que vivamos atemorizados? No.

Inquietudes de todos los tiempos son las que le presentan a Jesús, inquietudes que pueden disimularse, que pueden hacerse a un lado tratando de ignorarlas, pero que siempre estarán volviendo una y otra vez con insistencia: ¿Cuándo será el fin del mundo?

Hacemos obras grandiosas y después nos enorgullecemos o nos asombramos y nos sentimos inmortales, como la Torre de Babel, nos sentimos más grandes que Dios. Pero todo esto va a pasar y al final “no quedará piedra sobre piedra”

Entre más admiramos las grandezas, más parece asómbranos la incógnita sobre el final del mundo y la desaparición de todo. Hay muchas teorías, pero ninguna parece satisfacer nuestra curiosidad.

¿Qué pensarán las generaciones venideras sobre nuestros aires de grandeza y nuestra pretensión de inmortalidad?

Ya los israelitas se asombraban de la grandeza del Templo y sabemos que muy pronto fue destruido.

Las palabras de Jesús son para prevenirnos, no para infundirnos miedo. Las palabras de Jesús son para que demos a cada cosa su verdadero valor y para que miremos el futuro. No somos eternos, somos polvo que hoy es y mañana no existe. ¿Por qué entonces tanto orgullo y tanta seguridad? Muchas veces se nos olvida que somos peregrinos y nos atamos a las cosas como si nunca las fuéramos a dejar, nos esclavizan y condicionan.

Necesitamos recuperar nuestro sentido y nuestra actitud de peregrinos en esta vida, saber que esta vida pasa, y prepararnos para la futura morada.

Las palabras de Jesús hoy tienen que despertarnos de nuestro letargo y espabilarnos de nuestro sueño. Es cierto, no sabemos ni el día ni la hora, pero también es muy cierto que el final llegará y que tendremos que estar preparados.

Si hoy fuera para nosotros el último día, ¿cómo lo viviríamos?, ¿Qué cambiaríamos si supiéramos que hoy sería nuestro último día?

¿Qué le decimos a Jesús si hoy fuera nuestro último día?

Viernes de la XXXIII semana del tiempo ordinario

1Mac 4,36-37.52-59; Lc 19,45-48

Las lecturas de este día nos ofrecen dos actitudes muy diferentes frente al Templo.

La primera lectura tomada del primer libro de los Macabeos expresa la gran alegría de un pueblo que mira en el Templo la presencia de Dios que escucha, anima y fortalece a los hermanos. Después de haber sufrido tanta destrucción y opresión de sus enemigos, ahora Judas con el resto de Israel, puede nuevamente adorar y hacer oración al Dios que los ha sostenido en la prueba.

Por otra parte el evangelio de san Lucas nos presenta una gran crítica a la profanación del culto ofrecido en el Templo.

Jesús ya está en Jerusalén. Es la última etapa de su vida. Y lo primero que hace es “purificar el templo”, echando de él todo aquello que lo profanaba.En continuidad con los profetas que lucharon para que el culto del Templo de Jerusalén no fuera una práctica desencarnada, vacía, hueca, nos ofrece una valiosa reflexión sobre el verdadero culto.

El hecho de que Jesús expulse del Templo a los vendedores de ovejas y palomas es una fuerte crítica a este culto que ha olvidado que el Templo es un lugar de encuentro con Dios, no un pretexto para el comercio o para el abuso de los pobres que quieren dar su ofrenda al Templo.

Así, Cristo nos sitúa en el verdadero sentido del Templo. Tendremos que reflexionar cada uno de nosotros. Tenemos, a veces, poco tiempo para ir a los Templos y muchas veces lo hacemos de manera irreflexiva, quizás por pura costumbre.

Ojalá que cada día busquemos más hacer esa oración personal y nuestro culto vaya a lo más profundo del corazón.

El respeto al Templo nos llevará también al respeto de cada una de las personas que son Templos del Espíritu Santo. Es triste descubrir que cada vez es más frecuente la trata de menores, la prostitución, el desprecio a los débiles y a los pobres. Que hay quienes devalúan y denigran a las personas, olvidándose que somos hijos de Dios e imagen y semejanza suya.

Este día la Palabra de Dios nos lleve a esta reflexión de respeto tanta de nuestras iglesias, nuestros templos que deben ser casas de oración, como al respeto de nuestro propio cuerpo y al de nuestros hermanos que son Templos vivos del Espíritu Santo.

¿No podemos visitar una Iglesia y hacer un momento de oración? ¿No podremos revisar si en nuestros templos no se da la comercialización?, y claro, como algo muy importante, también tendremos que revisar si tratamos a cada hermano como Templos de Dios.

Hoy, vive tú como Templo vivo de Dios que está en ti.

Jueves de la XXXIII semana del tiempo ordinario

Lc 19,41-44

Jesús también lloraba, igual que tú. Tenía sentimientos, se alegraba con las buenas noticias de sus discípulos y se entristecía con la muerte de su amigo Lázaro. Igual que nosotros. Por eso conoce perfectamente el corazón humano, pues Él pasó por los mismos estados de ánimo que experimentamos nosotros.

Pocas escenas tan conmovedoras como el evangelio de hoy que acabamos de escuchar. Muchos artistas se han basado en esta narración para presentarnos a Jesús contemplando la ciudad. De verdad que es impresionante contemplar a Jesús llorando ante la ciudad escogida por Dios, la que había sido anunciada por los profetas, la que lleva en su nombre mismo su misión: la paz. Ahora sometida a un imperio pagano, saqueada por la ambición de sus dirigentes y muy lejana de Dios.

“Si conocieras lo que puede conducirte a la paz”. No son las armas ni la riqueza, no son los puestos públicos ni las alianzas con los poderosos, ni siquiera serán las costosas ofrendas y sacrificios que a diario se presentan en el Templo.

Jerusalén ha desviado su misión y ha olvidado su verdadero camino, pretende ser grande sostenida por la fuerza y por las tropas imperiales, pero ha descuidado el mandamiento de Dios, ha olvidado a sus pequeños, ha caminado por otros caminos y esto sin darse cuenta, quedando oculto a sus ojos.

En el ambiente de injusticia y violencia que estamos padeciendo, con frecuencia nos preguntamos cuál será el camino para la paz y pretendemos que con nuevos enfrentamientos y guerras, con vallas que nos protejan, con nuevas alarmas podemos escapar y encontrar la paz, pero me da la impresión que nos pasa como a Jerusalén, queda oculto a nuestros ojos lo verdaderamente importante.

Podemos incrementar nuevas penas para los secuestradores y delincuentes y ellos se burlarán y manipularan las leyes; podremos imponer nuevas medidas restrictivas y los salteadores encontraran la manera de violarlas.

Mientras no se cambie el corazón, no encontraremos el camino de la paz. La paz no se puede encontrar lejos de Dios, sólo quien tiene a Dios en su corazón, sólo quien vive plenamente su amor encuentra la paz. Todos los otros camino, tarde o temprano, acabarán en injusticias, en violencia y en dificultades. No puede ni las armas, ni el dinero, ni las apariencias darnos la verdadera paz.

Jerusalén ha dado la espalda a Dios y a Jesús su enviado y pronto encontrará las consecuencias a sus propios actos porque no aprovechó la oportunidad que Dios le daba.

Es tiempo de crisis, pero también es un tiempo de oportunidad para descubrir qué es lo más importante y qué es lo que nos lleva a la paz. Que no perdamos el camino y que no erremos los métodos.

Jesús sigue a nuestro lado, esperando nuestra respuesta.