Viernes de la III Semana de Pascua

Hech 9, 1-20

Hoy escuchamos la primera narración de la conversión de Saulo.

Este encuentro personal con Cristo le revela algo fundamental en su futura predicación: Cristo Jesús se identifica como cabeza con su cuerpo que es la Iglesia.

«¿Por qué me persigues?»  dice el Señor; «Yo soy Jesús a quien tú persigues».  Pablo hubiera podido replicar: «Yo no te persigo; a quien voy persiguiendo es a un grupo de personas que están rompiendo la unidad de nuestra tradición y están metiendo ideas subversivas».

La condición básica del apostolado, «haber visto al Resucitado y ser enviado por El», se da ahora en Pablo.  Pero esta llamada de Cristo tiene que ser confirmada por la Iglesia; por esto es enviado con Ananías, quien le abre los ojos material y espiritualmente, y lo bautiza.

Pablo comienza a dar su testimonio del Resucitado.

Jn 6, 52-59

Hoy escuchamos la enseñanza explícitamente sacramental del «sermón del Pan de Vida».

Carne y sangre en la mentalidad judía son la expresión del doble elemento del hombre, el material y el espiritual, lo físico y visible, y lo interno y motor.  Los dos forman la totalidad humana vital.  Comer y beber son los dos elementos de la alimentación que da vida.

«Tomen, coman, es mi Cuerpo que se entrega», «tomen, beban, es el cáliz de mi Sangre».

San Juan señala los efectos de la Eucaristía:

-La resurrección y la vida eterna: «Yo lo resucitaré».

-La identificación con Cristo: «permanece en mí y Yo en él».

-La vida por y para Cristo: «el que me come vivirá por mí».

Hagamos verdad y vida lo que hemos escuchado y lo que vamos a realizar.

Jueves de la III Semana de Pascua

Hech 8, 26-40

Estamos escuchando los hechos del diácono Felipe.

Felipe es un «lleno del Espíritu»; fue la condición para su elección al diaconado.  Ahora lo vemos como un «movido por el Espíritu»: «acércate y camina junto al carro…».  Luego, el Espíritu del Señor lo arrebató y lo llevó más lejos.

¡Felipe es un obediente al Espíritu!  ¿Somos obedientes nosotros a su acción?

La Escritura, de por sí, no suscita la fe en el Señor.  El etíope lee y no comprende.  Se necesita la palabra de la Iglesia que lea e interprete.  El descubrimiento de Jesús, de su resurrección, lleva a la expresión sacramental.

De nuevo la característica del encuentro con Cristo: «prosiguió su viaje lleno de alegría».

Con esto llega la fe cristiana hasta el actual Sudán; la Iglesia va siendo católica-universal.

Jn 6, 44-51

Los profetas habían anunciado que en los últimos tiempos ya no se conocería a Dios «por haber oído decir», sino por experiencia personal.  Esto se realiza en Cristo, el Hijo único de Dios, su Palabra personal: «Dios, que de tantos modos habló por los profetas, en estos últimos tiempos nos habló por su propio Hijo».

Cristo es, pues, el don del amor de Dios.  Conocerlo, unirse a El, es un regalo del Padre.  Cristo es el revelador del Padre, pero hay que abrirse a ese don.

El evangelista nos lo presenta como una enseñanza; hay que escucharla y seguirla.

De nuevo escuchamos la afirmación: «Yo soy el pan de la vida».   Y de nuevo se compara a la imagen simbólica del maná.  Jesús, es el verdadero maná.

La última frase que oímos: «El pan que Yo les voy a dar es mi carne…» apunta a la Eucaristía y va a suscitar la polémica: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»

Acerquémonos al Señor, Pan de Vida, en su Palabra y en su memorial.

Miércoles de la III Semana de Pascua

Hech 8, 1-8

Hoy iniciamos los hechos de Felipe, otro de los primeros diáconos.

La muerte de Esteban es punto de partida para la primera gran persecución a la comunidad cristiana.  Nunca faltarán las persecuciones en la historia de la Iglesia.  La primera persecución es causa de la expansión del Evangelio.  Lo que se miraba destructivo y catastrófico es inicio de vida nueva.

La Iglesia con esto alcanzará sus verdaderos horizontes de universalidad.

Saulo que, una vez convertido, pondrá al servicio de Cristo toda su fogosidad, ahora la está empleando contra la Iglesia, que a sus ojos no era sino un grupo herético que venía a romper la tradición de su religión y de su patria.

La reacción samaritana a la predicación y a los hechos maravillosos de Felipe es la típica reacción cristiana: «esto despertó una gran alegría»

Jn 6, 35-40

En el evangelio de Juan hemos escuchado las preguntas que hacían sus paisanos: «¿de dónde viene éste?», «¿quién pretende ser?»

En el  mismo Evangelio encontramos la respuesta expresada en muchos modos: «Yo soy la luz del mundo», «Yo soy la puerta…», «Yo soy el Buen Pastor», «Yo soy la verdadera Vida», «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida».  Hoy oímos otra afirmación: «Yo soy el pan de la Vida».

«Ir a Jesús», «creer en Jesús», son equivalentes.  No es la fe en Jesús meramente el asentimiento a una serie de verdades abstractas; es el don de Dios, recibido, cultivado y expresado en frutos de bien hasta llegar a la vida eterna.

Nos hemos reunido a celebrar la Cena del Señor, a alimentarnos de sus dos mesas: la de la Palabra y la del Sacramento.  Vayamos luego y demos frutos vitales de la misma vida del Señor.

Martes de la III Semana de Pascua

Hech 7, 51-8,1

Hoy hemos seguido oyendo el testimonio de Esteban, primer diácono y primer mártir.

Hay muchos parecidos entre el discípulo Esteban y Cristo el Maestro.

Los vemos unidos en la muerte-testimonio y hasta en la casi literalidad de las últimas palabras de uno y de otro.

El testimonio supremo, el de la vida de Esteban, es para afirmar la realidad de Cristo resucitado; él mismo se une a la muerte dolorosa de su Maestro y por ello es unido a su gloria, a su vida nueva.  El texto usa una fórmula: «se durmió en el Señor»; muerte-dormición; se despertará a una vida definitiva y gloriosa.  A los lugares donde «descansan» nuestros difuntos los llamamos «cementerios»,  que quiere decir «dormitorios».

Los primeros cristianos decían: «la sangre de los mártires es semilla de cristianos».  La sangre de Esteban da frutos óptimos en Saulo, el que «estuvo de acuerdo en que mataran a Esteban» y cuidó los mantos de los verdugos.

Jn 6, 30-35

Hoy hemos escuchado un importantísimo texto de san Juan sobre la Eucaristía, el llamado «sermón del pan de vida».

Nos aparece los contrastes entre imagen profética y realidad de cumplimiento, entre el pueblo antiguo y el pueblo nuevo, entre los dos jefes, Moisés y Cristo, y entre los dos alimentos, el maná «pan del cielo» y el verdadero «pan del cielo», el «pan de la vida», Cristo Señor.

Los escuchas del Señor eran gentes muy sencillas de Galilea, agricultoras, pescadoras, artesanas, y hablan y entienden sólo desde las necesidades primarias humanas; Jesús lo quiere elevar a otra vida, a  otras necesidades.

Conociendo nosotros esta vida, estas necesidades, hagamos hoy al Señor la misma súplica que acabamos de escuchar: «Señor, danos siempre de ese pan».

Viernes de la II Semana de Pascua

Hech 5, 34-42

El Sanedrín se había reunido para deliberar sobre el problema que estaba poniendo la predicación apostólica.  Hay una voz, la de Gamaliel, maestro de Saulo en el fariseísmo.  Con ejemplos de la historia reciente, presenta un principio de juicio iluminador para toda la vida de la Iglesia: «Si lo que están haciendo es de origen humano, se acabará por sí mismo, pero si es cosa de Dios, no podrán ustedes deshacerlo».  Esto se ha repetido muchas otras veces, a todos los niveles, y aplicado a infinidad de circunstancias personales, familiares o comunitarias.  Es esta lectura una invitación a mirar todas nuestras circunstancias, especialmente las que nos propongan un dilema, a la luz de esa perenne lección de vida que hoy la palabra de Dios nos ha presentado.

Jn 6, 1-15

¿Qué significa este hecho maravilloso de Jesús?  Él se nos presenta como el «Pan de Vida».  Este signo de Jesús da pie al siguiente «Sermón del pan de vida».

El pan es el alimento humano prototipo, expresa todo lo bueno; ¿no decimos ganarse el «pan», «compartir el pan»?

El pan es un producto humano muy sencillo, pero que expresa una red de colaboración y de servicio humanos.

Jesús es nuestro alimento, es decir, vida, aliento, expresión de unidad y fiesta, y lo es en todas las formas como hoy se nos hace presente: en su Iglesia, en su Palabra, en sus sacramentos, en el prójimo, en todos los acontecimientos.   Pero principalmente y como centro, en la Eucaristía: «tomó Jesús los panes y, después de dar gracias a Dios, se los fue repartiendo», apunta directamente a la Eucaristía.

Reconozcamos y agradezcamos este don del amor de Cristo y, en su seguimiento, tratemos de ser pan bueno, vital, que se parte y reparte.

Miércoles de la II Semana de Pascua

Hech 5, 17-26

Una nueva prueba para los apóstoles: de nuevo la cárcel; pero los hechos nos presentan la intervención milagrosa que los libera, y la orden: «póngase a enseñar al pueblo».

En la noche son liberados, en la madrugada ya están predicando.

Hemos oído la palabra «entusiasmo», que quiere decir: fuerza divina que mueve.

En el mundo de la publicidad y de los negocios se habla de «agresividad», es decir de una fuerza, un ímpetu, una ingeniosidad para mostrar o proponer algo.

Decía el Señor: «son más astutos los hijos de las tinieblas que los hijos de la luz».

¿Nos falta «agresividad» porque nos falta entusiasmo?  Es decir, ¿dejarnos llenar por la fuerza del Espíritu?  Considerémoslo ante el Señor.

Jn 3, 16-21

Hoy terminamos de escuchar el diálogo nocturno entre Jesús y Nicodemo.

Hay tres temas: Jesús es la expresión concreta, visible y palpable del infinito amor de Dios.  Es la carta de amor que el Padre nos envía.

Pero esta vida, que en el Padre tiene su origen y que Cristo nos comunica, tiene que ser efectivamente vida en nosotros, la podemos aceptar o la podemos rechazar.  El rechazo del amor, de la vida, es, en términos del juicio mismo de Dios.

Luego es presentado este juicio en términos de luz-tinieblas.  Cristo es la luz que viene del Padre, pero nosotros tenemos que ser luz desde El.  ¿Recuerdan el signo del cirio pascual en la noche de Pascua?

«Que así luzca su luz, para que viendo los hombres sus buenas obras glorifiquen al Padre».

Cumplamos este deseo del Señor.

Martes de la II Semana de Pascua

Hech 4, 32-37

El retrato de la primitiva comunidad que hemos contemplado hoy no es una fotografía de la situación real, pues la comunidad primitiva también estaba constituida por hombres con debilidad y pecado, sino el proyecto ideal al que toda comunidad cristiana tiene que mirar para comparar su situación real y avanzar hacia la situación que quiere el Señor.

La fe en el Señor Jesús viviente y actuante, se manifiesta en el testimonio apostólico, la predicación apoyada en los prodigios que obraban; pero estaba otro testimonio tan importante como el primero: la unidad en el Señor: «Un solo corazón y una sola alma», que se expresa hasta en la comunidad de bienes.  Hoy escuchamos el ejemplo en positivo de José Bernabé.

Nuestra comunidad ¿está tendiendo efectivamente a parecerse a ese relato ideal trazado por el Señor?

Jn 3, 7-15

Escuchamos la segunda parte del diálogo entre Jesús y Nicodemo.

Mientras Jesús hablaba de un nacimiento nuevo, totalmente distinto del primero.  Nicodemo entendía un renacer biológico.

Por esto Jesús lo dirige al motor de este movimiento, al que por su mismo nombre, Espíritu-Viento, se manifiesta como fuerza, como vida nueva, como dinamismo transformador.

Jesús habla de sí mismo y se manifiesta como el testigo supremo de Dios; la expresión viviente, tangible y sensible del Dios infinito e inefable.  Él es el Salvador y Redentor del mundo.  La imagen profética de la serpiente de bronce manifiesta a Jesús crucificado-glorificado-salvador.

La palabra nos ilumina, el sacramento nos vivifica; demos testimonio eficaz.

La Anunciación del Señor

Hoy recordamos el inicio de una bella historia: el Verbo se hace carne. En el secreto y la oscuridad del vientre de María se gesta el mayor de los misterios: la Luz que alumbra a todo hombre, en el silencio y en la oscuridad, empieza a tomar forma, carne, sangre y vida de una pequeñita.

Todo el amor de Dios se concreta en aquel pequeño Embrión sujeto a las leyes del tiempo y de la naturaleza.

Celebrar la fiesta de la Anunciación del Señor es querer acercarse nueve meses antes de la Navidad al misterio de la Encarnación. Las lecturas de este día manifiestan todas, una disposición a la obediencia y una aceptación del plan de Dios. El salmo 39 nos da el tinte de este misterio: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.  La carta a los Hebreos nos presenta a Jesús como la verdadera víctima capaz de borrar los pecados del mundo, víctima que se ofrece amorosa por nosotros. Y todo este acontecimiento también está ligado a los temores y aceptación de una jovencita que está dispuesta a dar su “fiat”, “hágase en mí”. El más grande misterio comienza en el silencio y en el anonimato.

Desde hace algún tiempo este día también se ha propuesto como un día especial para defender la vida. ¡Atención! “¡Para defender la vida!”. No para condenar. No se trata de condenar a quienes abortan o colaboran en el aborto, sino de defender la vida débil que se gesta en el seno.

La situación de aborto siempre será resultado de una situación injusta o irresponsable y tendremos que buscar que no se den estas situaciones, al mismo tiempo que colaboramos para que haya más respeto y cuidado a toda vida.

Cristo se hace semilla para participar con nosotros. Hoy contemplemos este misterio del Señor que viene a salvarnos, del que se viene a hacerse “Dios con nosotros”, y respondamos a su encarnación con nuestra lucha y cuidado por todas las formas de vida. No temamos, digamos sí con María a la vida con todos sus compromisos y todos sus riesgos.

Sábado de la Octava de Pascua

Hch 4, 13-21

En este sábado de la octava de Pascua leemos la narración que nos ofrece el evangelista san Marcos sobre las apariciones de Cristo resucitado a distintas personas y varios escenarios.

En estas cortas líneas que nos presenta el evangelista, se nos manifiesta una vez más la dificultad que se advierte en los discípulos para admitir la resurrección del Señor. Al mismo tiempo nos recuerda la misión evangelizadora que el Señor les confiere.

Aquella narración detallada que los otros evangelistas hacen sobre la aparición de Jesús a María Magdalena y a los discípulos que van camino de Emaús, aquí solamente se hace una breve mención. Pero se destaca la incredulidad de los Apóstoles y la misión encomendada por Jesús.

Según la lectura evangélica de hoy, Jesús abre los ojos a los discípulos respecto a la realidad de su resurrección y les encarga que vayan al mundo entero a anunciar esta gran noticia como fundamento de la fe en Cristo, Señor y Salvador.

Todo encuentro con Jesús resucitado acaba con un mandato de misión. Jesús se deja encontrar para suscitar apóstoles, perdonarles, quitarles el miedo y la cobardía, llenarlos de coraje y de evangélica intrepidez, eso se llama en el Nuevo Testamento: «parresía». Para enviarlos a todo el mundo a predicar el evangelio.

Ni un solo lugar de la tierra debe quedar a oscuras, sin oír el mensaje de salvación. No estamos solos ni desamparados en esta hermosa tarea. Él está con nosotros, trabaja con nosotros, nos anima, nos unge de fortaleza y esperanza. En su nombre seguimos echando la red, pues somos pescadores de hombres, y el mar es inmenso, profundo.

Llénanos de urgencia, Señor. El mundo aguarda impaciente tu Palabra de salvación. Danos audacia para anunciar tu evangelio sin desfallecer.

Marcos 16, 9-15

Los jefes, los ancianos, los escribas, viendo a estos hombres y la franqueza con la que hablaban, y sabiendo que era gente sin formación –quizá no sabían ni escribir–, se queda asombrados. No entendían: “Pero es algo que no podemos entender, cómo esta gente sea tan valiente, tenga esta franqueza”. Esa palabra es muy importante pues es el estilo propio de los predicadores cristianos, también en el Libro de los Hechos de los Apóstoles: franqueza, coraje. Quiere decir todo eso. Decir claramente.

 Franqueza. El coraje y la franqueza con los que los primeros apóstoles predicaban… Por ejemplo, el Libro de los Hechos está lleno de esto: dice que Pablo y Bernabé intentaban explicar a los judíos con franqueza el misterio de Jesús y predicaban el Evangelio con franqueza. Pero hay un versículo que a mí me gusta mucho en la Epístola a los Hebreos, cuando el autor nota que algo en la comunidad no está yendo bien, que se pierde, que hay un cierto bajón, que esos cristianos se están volviendo tibios. Y dice: «Acordaos de los días primeros, cuando, recién iluminados, tuvisteis que sostener una lucha grande y dolorosa. No perdáis, por tanto, vuestra confianza». “Recupérate”, recupera la franqueza, el coraje cristiano de seguir adelante. No se puede ser cristianos sin que venga esa franqueza: si no viene, no eres un buen cristiano. Si no tienes valor, si para explicar tu posición caes en ideologías o en la casuística, te falta la franqueza, te falta el estilo cristiano, la libertad de hablar, de decirlo todo. El coraje.

 Y luego, vemos que los jefes, los ancianos y los escribas son víctimas de esa franqueza, porque los arrincona: no saben qué hacer. «Notando que eran hombres sin letras ni instrucción, estaban sorprendidos. Reconocían que habían sido compañeros de Jesús pero, viendo de pie junto a ellos al hombre que había sido curado, no encontraban respuesta». En vez de aceptar la verdad como es, tenían el corazón tan cerrado que buscaron la vía diplomática, la vía del compromiso: “Asustémoslos un poco, digámosles que serán castigados, a ver si así se callan”. Ciertamente están arrinconados por la franqueza: no sabían cómo salir. Pero no se les ocurría decir: “Pero, ¿no será verdad esto?”. El corazón ya estaba cerrado, era duro: el corazón estaba corrupto. Este es uno de los dramas: la fuerza del Espíritu Santo que se manifiesta en esa franqueza de la predicación, en esa locura de la predicación, no puede entrar en los corazones corruptos. Por eso, estemos atentos: pecadores sí, corruptos jamás. Y no llegar a esa corrupción que tiene tantos modos de manifestarse.

 Pero estaban arrinconados y no sabían qué decir. Y al final encontraron un compromiso: “Amenacémosles un poco, asustémosles un poco”, les llaman y les ordenan, les invitan a no hablar en ningún momento ni enseñar en el nombre de Jesús. “Hagamos las paces: vosotros iros en paz, pero no habléis en el nombre de Jesús, no enseñéis”.  A Pedro ya lo conocemos: no era un valiente nato. Fue cobarde, negó a Jesús. ¿Pero ahora qué ha pasado? Responden: «¿Es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a él? Juzgadlo vosotros. Por nuestra parte no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído». ¿Y ese coraje de dónde le viene a este cobarde que negó al Señor? ¿Qué pasó en el corazón de este hombre? El don del Espíritu Santo: la franqueza, el coraje, es un don, una gracia que da el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Justo después de haber recibido al Espíritu Santo fueron a predicar: un poco valientes, algo nuevo para ellos. Eso es coherencia, la señal del cristiano, del auténtico cristiano: es valiente, dice toda la verdad porque es coherente.

 Y a esa coherencia nos llama el Señor en el envío; después de la síntesis que hace Marcos en el Evangelio: resucitado de mañana –una síntesis de la resurrección– «les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado». Pero con la fuerza del Espíritu Santo –es el saludo de Jesús: “Recibid el Espíritu Santo”– les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación», id con coraje, id con franqueza, no tengáis miedo. No –repito el versículo de la Carta a los Hebreos–, “no perdáis vuestra franqueza, no perdáis este don del Espíritu Santo”. La misión nace precisamente de aquí, de ese don que nos hace valientes, francos en el anuncio de la palabra.

 Que el Señor nos ayude siempre a ser así: valientes. Esto no quiere decir imprudentes: no, no. Valientes. El coraje cristiano siempre es prudente, pero es coraje.

Viernes de la Octava de Pascua

Hech 4, 1-12

En el evangelio de Juan hemos oído las preguntas que le hacían los jefes del pueblo judío a Jesús: ¿De dónde vienes?  ¿Quién eres?  Hoy oímos una pregunta a los apóstoles: «¿Con qué poder o en nombre de quién han hecho todo esto?»

Y como Jesús dio testimonio de sí mismo, ahora los discípulos dan el testimonio de Cristo muerto y resucitado, el rechazado, convertido en piedra angular.

Los apóstoles comienzan a experimentar, en seguimiento de su Maestro, la persecución, cárcel, tormentos, y luego lo seguirán también en la muerte.

El actor principal en los Hechos de los Apóstoles es el Espíritu Santo.  Hoy lo hemos visto actuando: «Pedro, lleno del Espíritu Santo, dijo…»  Es el cumplimiento de  lo que Jesús había prometido: «cuando los lleven ante los tribunales, no se preocupen… se les inspirará lo que digan»

Jn 21, 1-14

San Juan nos ha contado la tercera aparición de Jesús a sus apóstoles.  Es la única en Galilea.

Oímos la narración de la pesca milagrosa, eco de la que nos cuenta san Lucas al inicio del llamamiento apostólico.

Son siete los apóstoles que aparecen aquí, pero dos son los protagonistas: Pedro y Juan.  Y aparecen de nuevo las características psicológicas de uno y otro.  Juan tiene la mirada aguda, intuitiva del amor y descubre inmediatamente en el desconocido que caminaba en la playa a Jesús: «Es el Señor».  Pedro es el entusiasta, impaciente por encontrarlo: «se tiró al agua».

No hay ninguna pregunta, saben que es el Señor.

Pidamos hoy, el saber, como Juan, reconocer a Cristo en las múltiples formas como se nos presenta y el entusiasmo de Pedro para actuar conforme a nuestra fe.