Jueves de la VI Semana Ordinaria

Gén 9, 1-13

Hoy escuchamos la narración de la alianza primitiva manifestada en el arco iris, alianza que representa un primer paso hacia la alianza definitiva.  Oímos también acerca de la bendición a Noé y su descendencia, que en alguna manera nos recuerda el plan primitivo de Dios sobre el hombre, en el Edén.  Como en el presente caso se trata de una restauración, por esto aparecerán restricciones.

Comienza diciendo: «Crezcan y multiplíquense»… «Todo lo que vive y se mueve les servirá de alimento»… «Pero no coman carne con sangre, pues en la sangre está la vida».  La sangre es la vida y la vida es sólo de Dios, a esto se debe la prohibición: «No coman carne con sangre».  La sangre se derramará sobre el altar.

El autor, recordando la idea de la alianza fundamental del Sinaí nos presentó ya aquí un «esbozo» de alianza con toda la humanidad. Dios tiende su arco, lo cuelga, ya no para flechar sino para unir el cielo y la tierra.

Mc 8, 27-33

Cristo quiere que sepamos quién es realmente. Por eso nos pregunta, nos interroga. Primero sobre los demás. ¿Para ellos quién soy? Luego te lo pregunta a ti. ¿Y para ti quién soy yo?

Ante esta pregunta tan directa quizá nuestra reacción es la de quien hace un gesto instintivo de reflexión para encontrar la respuesta más perfecta o la más bonita. Pero Él no quiere este tipo de respuestas. Su pregunta es directa. Va al corazón. No le interesa la respuesta del vecino sino la tuya y solamente la tuya. Entre tú y yo.

Para que nuestra respuesta sea como la de Pedro, Cristo tiene que ser el Señor de nuestra vida en lo que nosotros llamamos nuestra vida. Es decir, en el cotidiano, trabajo, escuela, en el hogar… El que lo acepta como Cristo acepta también la Cruz que Él aceptó y los sufrimientos de los que nos habla. Nuestra Cruz es la de la vida diaria, la de vivir nuestros deberes con amor aceptando el sufrimiento y dándonos sin estar siempre esperando recibir algo a cambio…  Dando aunque los otros no den, amando aunque los otros no amen.

Pero qué fácil es desviarse de lo más sencillo, tener a Jesús sólo como un profeta y ver la Cruz únicamente para las grandes ocasiones. No esperes más y vive hoy como si fuese tu último día. Que Jesús sea tu mejor amigo, tu Señor y tu Maestro. Cumple sus deseos, piensa como Él piensa y haz lo que Él hace, así bien orgulloso de ti, te dirá: acércate discípulo mío, pues tus pensamientos son los de Dios y no los de los hombres.

Miércoles de la VI Semana Ordinaria

Gén 8, 6-13.20-22

Después de los días de lluvia –el cuarenta es un número clásico en la Biblia que se presenta antes de una manifestación de Dios – aparece la figura de la paloma con el brote de olivo en el pico, que atestigua el término de la prueba y la seguridad de que hay una vida nueva.  Este será para nosotros el símbolo de la paz, pero sobre todo la señal indicadora de la presencia del Mesías recién salido del agua purificadora.  Él es señalado por el mismo Espíritu en forma de paloma como el purificador.  Al modo de Noé, jefe de la nueva humanidad, Jesús aparece como la cabeza del pueblo definitivo.  El sacrificio del Señor Jesús será recibido definitivamente como la suprema ofrenda de “suave fragancia”.  En Él se hace la alianza definitiva, alianza que se expresará infinitamente mejor con su cruz que con el arco iris, como oiremos mañana.

Recordemos la enseñanza de Pedro: “Noé construyó el arca en la que un pequeño número de personas, ocho, se salvaron.  Era una imagen del bautismo que los salva a ustedes”  (1Pe 3, 20-21)

Mc 8, 22-26

Hoy Jesús aparece curando a un ciego.  Esto es signo de que el mesianismo ha llegado a su cumplimiento, tal como lo había anunciado el profeta.

El ciego no comienza a ver inmediatamente y Jesús le vuelve a imponer las manos.  Los cristianos primitivos, al escuchar este evangelio pensarían muy naturalmente en su proceso bautismal, llamado también «iluminación»,  en el que el obispo les imponía las manos repetidamente.  La conversión a Jesús es un proceso.  Aunque se dé la gracia de la transformación inicial, se requiere luego un avance a base de pasos sucesivos.

Muchos piensan que la conversión es algo que sucede de manera instantánea y para siempre. Sin embargo la conversión es un proceso que se inicia cuando uno se encuentra con Jesús y que va progresando en la medida que permanecemos en él. Esta curación de Jesús nos ilustra muy bien este proceso. Cuando estamos lejos de Jesús somos como el ciego: no somos capaces de ver la realidad y por eso dependemos de los demás y con mucha frecuencia nos tropezamos.

En el primer encuentro con Jesús se inicia el proceso, pero esto no es total. Empezamos a ver, pero no con claridad y esto hace que las cosas se vean como no son. Ya vemos pero todavía podemos caer, sobre todo porque es fácil confundir el camino en la vida espiritual y ver las cosas como no son. Finalmente llega el momento en que se ve todo con claridad y será ahora mucho más difícil el tropezar. El mundo entonces se nos presenta con toda la belleza con la que Dios lo creo y somos capaces de ver la maldad del pecado que es capaz de destruir nuestra vida. ¿En qué etapa de la vida espiritual estás tú?

Martes de la VI Semana Ordinaria

Gen 6, 5-8. 7, 1-5. 10

Se inicia aquí el relato del Diluvio y de la familia de Noé. Recordando que todos estos pasajes pertenecen a la prehistoria de la Biblia, encontramos que el Autor Sagrado ha querido ilustrarnos con este evento (que seguramente pasó en todo el mundo conocido en su tiempo), cómo la misericordia de Dios es infinita, y aunque el hombre es rebelde a la voluntad de Dios, siempre hay hombres buenos y fieles a través de los cuales Dios salva a la humanidad. Noé, Moisés, los Macabeos, etc., son el tipo de hombres que siempre están dispuestos a vivir de acuerdo con la Ley de Dios, que saben permanecerle fieles en todo momento.

Nuestros tiempos no son muy distintos a los que vivieron estos hombres, en donde a la mano nos encontramos con la perversidad y la infidelidad del hombre. Es por ello que resulta importante nuestro texto para revisar nuestra vida y ver si somos nosotros parte de este «resto fiel», de estos hombres y mujeres que en medio del mundo que nos invita, e incluso nos empuja al pecado, sabemos permanecerles fieles. Esto es vital, pues como vemos, es a través de ellos que Dios continúa ejerciendo su acción salvífica en el mundo.

Mc 8, 14-21

¿Aún no entienden ni caen en la cuenta? Esa pregunta, hecha por Cristo a sus discípulos, refleja una situación muy humana: la dureza de mente y de corazón para aprender la forma en que Cristo se relaciona con nosotros.

Los discípulos para este momento ya habían vivido varios meses con Cristo, habían oído su palabra, habían visto milagros, habían comido del pan que había multiplicado en dos ocasiones y quizá en más. Sin embargo, aún no entendían a Cristo, no lo conocían. Nosotros que somos hijos de Dios, que rezamos todos los días, que nos llamamos cristianos, ¿conocemos a Dios? Sabemos que Él nos ama y que todo lo que tenemos y somos es a causa de Él, que de verdad nos quiere como hijos, pero a veces ante sus mandatos o invitaciones incómodas reclamamos y reprochamos su dureza. Él nos pregunta: ¿Aún no entienden?

Él permite todo para nuestro bien y nos guía con mandatos e invitaciones en ocasiones costosas no por querer fastidiarnos sino porque busca lo mejor para nosotros. Quizá aquello que nos quita o no nos otorga es para que no nos separemos de Él, el único gran tesoro, para que no tengamos obstáculos para amarle más, para evitarnos problemas que no vemos al presente. Cuando nos pide ese detalle de amor en el matrimonio que exige abnegación, cuando nos llama a ser más generosos con los necesitados, cuando nos reclama dominio sobre nuestros impulsos de enojo, coraje, orgullo o sensualidad, lo hace para ayudarnos a construir una vida más feliz y justa. Él es nuestro Padre que sabe lo que más nos conviene, no rechacemos sus cuidados amorosos por más que nos cuesten.

Lunes de la VI Semana Ordinaria

Gen 4, 1-15. 25

En la raíz del pecado se encuentra siempre el egoísmo. Este pasaje busca enseñarnos y recordarnos lo que ya Dios les había dicho a Adán y Eva y que luego san Pablo repetirá: «El salario del pecado es la muerte». Y es que en lo más profundo de nuestro ser se anida este sentimiento, que si no somos capaces de «dominarlo» con la ayuda de la gracia, nos lleva a cometer las acciones más nefastas. El egoísmo, dejado actuar a su arbitrio, nos ciega y desborda todas nuestras pasiones: el odio, la envidia, la lujuria, etc.

Desafortunadamente, la falta de gracias en muchos de nuestros cristianos, hace que se continúe en la búsqueda del poder, del placer y del tener, siendo que para conseguirlos, al igual que Caín, siempre deberán pisotear, herir y humillar a sus hermanos. El pecado hace que se pierda la identidad de «familia» de Dios. Cuando el egoísmo se apodera del hombre, no existe nadie más que uno mismo. Luchemos contra este terrible enemigo que vive en nuestro corazón, siendo generosos y viviendo en gracia.

Mc 8, 11-13

Este pasaje del evangelio nos delinea la actitud de los fariseos ante el mensaje de Jesús y quizás de muchos hombres de nuestro tiempo: piden una señal para creer.

¿Sabes por qué Jesús no le dio la señal que le pedían? Primero, porque conocía lo que había en sus corazones: “querían ponerlo a prueba”; y segundo porque sabía que aunque obrase una “señal” no creerían en Él.

¡Cuántos milagros ya había hecho: curaciones, multiplicación de panes, caminar sobre las aguas…! Y encima, pedían una señal del cielo. Eran tardos de corazón, su soberbia les cegaba, la vanidad les entorpecía y el egoísmo les estorbaba para reconocer en Él al Mesías, al Hijo de Dios. Jesús tenía como señal la cruz y la fuerza del amor. ¡Pobres hombres! El momento de gracia se les fue cuando Jesús se fue a la orilla opuesta… Posiblemente, desde entonces, su corazón quedó insatisfecho, marchito… ¡Sólo por no creer en Jesús con una fe viva y sencilla! ¡Dichosos los que creen sin haber visto! Esto era lo que más le dolía a Cristo. Venía a los suyos y no le recibían.

Tal vez hoy, muchos hombres piden “señales” a Dios para creer. Pero Dios tiene sus caminos. La cruz de Cristo sigue pesando en los hombros de todos los hombres y en particular en los de todos los cristianos. Unos la abrazan con fe y amor y son felices; otros quieren un Cristo sin cruz, hecho a la medida de sus comodidades y placeres, le gritan que si baja de la cruz creerán… Pero no existe ese Cristo. No creen en Jesús… Ojalá que cuando llegues al cielo, Cristo te diga: ¡Dichoso tú que has creído!

Sábado de la V Semana Ordinaria

Gn 3, 9-24

Con muchas imágenes de detalles psicológicos, el Génesis nos sigue presentando el origen del mal y sus consecuencias.

Se ha hecho notar que el orden del juicio va en sentido inverso al orden de la tentación: la serpiente indujo a Eva y ella a Adán; Dios juzga primero al hombre, luego a la mujer, y por último a la serpiente.

Adán acusa a Eva y, de paso, a Dios, diciendo: “La mujer que me diste…”  La mujer, a su vez, acusa a la serpiente.  Es muy normal el no aceptar nuestra responsabilidad por haber fallado, desde el infantil: “Yo no fui”

La serpiente recibe la condenación de la derrota definitiva.  A la mujer y al hombre se les aplica su castigo mostrándoles la forma dolorosa, fatigante, opresora en ocasiones, de las realidades naturales.  Y por último, toda la condenación está sintetizada en la expulsión del jardín del Edén.

El pecado es siempre separación, desgarramiento, destrucción de la armonía y el equilibrio entre Dios y el hombre, entre el hombre y la naturaleza y del hombre consigo mismo.  Sin embargo, la misericordia salvífica de Dios prevalecerá y podremos cantar: “Oh, feliz culpa”

Mc 8, 1-10

El evangelio nos presenta dos multiplicaciones de los panes.  La primera en territorio judío y para judíos; la segunda en territorio pagano y para gente que no es del pueblo de Dios.

Esta gente viene “de lejos”;  “llevan tres días conmigo”, dice el Señor.

Los gestos son los mismos: tomar los panes, pronunciar la acción de gracias, partir y repartir.  Son las mismas acciones de Cristo en la última Cena, que seguimos reproduciendo en cada Eucaristía siguiendo el mandato: “Hagan esto…”

En la primera multiplicación prevalecía el número 12, es la “multiplicación para los judíos” y hace referencia a las doce tribus, a los doce apóstoles.  Hoy prevalece el número 7, siete son los panes, siete los canastos de sobras, como siete serán también los primeros ministros dedicados a los cristianos de origen griego.  Es la “multiplicación para los griegos”.  Siete además es la plenitud, la perfección.

Viernes de la V Semana Ordinaria

Gen 3, 1-8

Una de las interrogantes más duras con las que se encuentra el hombre es la presencia del mal en su vida. La enfermedad, el dolor, el sufrimiento y la muerte, han inquietado a los hombres de todos los tiempos. El relato del Génesis nos ofrece una respuesta a esta presencia del mal y lo atribuye a la irresponsabilidad del hombre.

Para el creyente todo está en manos de Dios, pero Dios ha dejado en libertad al hombre para aceptar o negar su amor. El relato, igual que en los pasajes anteriores, está lleno de simbolismos, pero también nos ofrece en síntesis la mecánica de todo pecado: la tentación, el querer ser más que los demás, la ambición y el deseo de poder. En el fondo son las propuestas que el demonio hace también a los hombres de nuestro tiempo y son las consecuencias de quienes se dejan llevar por el pecado.

Algunos han querido ver en el árbol diferentes simbolismos, pero lo realmente importante es la realidad del hombre que niega a Dios, que quiere ponerse en su lugar y que se somete sólo a su propia soberbia. Es el mismo pecado de la actualidad que provoca los más graves sufrimientos y el mayor dolor.

La ambición del hombre y su deseo de poder lo han llevado a comerse el fruto que Dios tiene destinado a toda la humanidad, lo han impulsado a erigirse como único centro y dueño de toda la creación dispuesta para todos los hermanos. Y las consecuencias no se han hecho esperar: una naturaleza dolorosamente destruida, un panorama de hambre y desolación, una humanidad dividida y en luchas.

Cuando el hombre quita a Dios, pierde su sentido y lejos de crecer en dignidad se queda sin bases ni razones de existir. Aparece desnudo y sin sentido. El pecado, que hoy muchos quisieran suprimir, sigue siendo la principal causa de los males de la humanidad. Tendremos que revisar desde nuestros pecados personales, hasta los pecados sociales, que están destruyendo nuestras comunidades y nuestro país.

Estamos llamados a dar la vida y no a dar la muerte.

Mc 7, 31-37

Jesús, mientras caminaba hacia el lago de Galilea, se encuentra con un hombre sordo y que apenas podía hablar, condenado a la incomunicación: nada de la vida podría entrar en él, nada de la vida podía desprenderse de él. Su problema era la incomunicación.

Hay una súplica de la gente: “que le impusiera las manos” (gesto presente en muchos sacramentos para otorgar algún don, autoridad, o como método de sanación). Jesús toca sus oídos y su lengua; suspira al cielo y da una orden: “EFFETÁ” = ÁBRETE. Y al momento hablaba sin dificultad alguna.

Nos incomunicamos cuando la vida se llena de oscuridad, cuando la tristeza nos invade, cuando nos vemos abocados a la soledad. Es el momento en que la incomunicación nos conduce al ostracismo, al exilio, al confinamiento; todo por la incapacidad que mostramos ante una vida que requiere de nuestra responsabilidad y respeto, donde todo se vuelve una frontera infranqueable. Nos separamos de la vida, nos separamos de los hermanos, de la familia y de Dios.

Se hace necesario que alguien nos diga una palabra de autoridad que rompa nuestro silencio e incomunicación. “Ábrete al mundo”, “Ábrete a Dios”, “Ábrete a la fraternidad”. Es una palabra de autoridad que viene de Dios mismo, viene como “un suspiro del cielo”, como una nueva creación.

San Juan Pablo II, lo repetía constantemente: “Abre de par en par tus puertas a Cristo”, así inició también su pontificado.

La fe es la apertura a Cristo, a Dios, romper las barreras de la incomunicación con Dios y los hermanos, salir de la marginación que la soledad provoca, superar la separación que provoca la incomprensión de los pueblos, de las religiones, de los hombres. La fe necesita de una mano creadora que abra nuestro entendimiento para poder escuchar la Palabra de Dios, y poderla proclamar sin descanso.

“Ábrete” es la gran lección del evangelio de hoy, que nos presenta a Jesús como el Mesías esperado, que hace oír a los sordos y hablar a los mudos.

Jueves de la V Semana Ordinaria

Gen 2, 18-25

Una de las ideas fundamentales de Dios al crear al hombre y a la mujer, es que los creó para que se «ayudarán», pues ni el uno ni el otro, por si mismos pueden alcanzar la plenitud a la que fueron llamados. Cuando ambos, el hombre y la mujer se dedican verdaderamente a buscar, cooperar y complementar a su pareja, la felicidad, la alegría y la paz llena los corazones de ambos.

El problema se presenta cuando se nos olvida que hemos sido creados para ayudarnos y que de nosotros depende gran parte de la felicidad de nuestra pareja. Cuando dejamos que el egoísmo nos domine, se empieza a pensar solo en uno mismo y que los demás deben servirnos. Recordemos que el mismo Jesús nos vino a dar ejemplo diciendo: «No he venido a que me servían sino a servir». Es vital que nuestros matrimonios comprendan que es precisamente en el dar donde se recibe y sobre todo, en donde se crece en el verdadero amor.

Mc 7, 24-30

Los judíos se consideraban hijos predilectos de Dios y pensaban que los paganos no eran más que perros. Y Jesús contestó a esta mujer afligida repitiendo el refrán despectivo de los judíos. Nos resulta extraña esta actitud del Señor. Pero probablemente Jesús quiso probar la fe de ella. Quería probar hasta dónde llegaba su fe.

Y la actitud de ella es una enseñanza enorme para nuestra poca paciencia, para nuestra escasa fe. Porque ella insistió aun cuando en apariencia era rechazada por Dios mismo, era despreciada por Dios mismo. Y ella insistió, con humildad. Ella…, no se justificó. No le dijo a Jesús: yo soy buena…, yo no hice ningún mal… Ella aceptó lo que el Señor le dijo y manifestó humildemente su “necesidad” de Dios. A pesar de su dolor…, no rechazó a Jesús, por el contrario, le volvió a pedir con humildad, exponiéndose a ser de nuevo duramente rechazada.

Y Jesús…, hizo el signo. Jesús llegó a su vida y la transformó. Curó a su hija. El Señor quedó admirado de la fe de esa mujer pagana, y no pudo resistir esa súplica humilde, respetuosa e insistente. Una vez más Jesús encontró más fe fuera de su pueblo que entre los suyos.

El diálogo de esta mujer con Jesús es una muestra de cómo debe ser nuestra oración. Esta mujer que no era judía y no había escuchado hablar del Mesías…, ni del Reino de Dios…, ni de la promesa de salvación… Ella simplemente se dirige al Señor y dialoga con Él. Y consigue la curación de su hija porque su oración es perfecta.

La mujer tiene “fe en el poder de Jesús”. Una fe que no se debilita ni siquiera con las dificultades que encuentra. La mujer es “humilde”, se reconoce pecadora y comprende que no tiene derecho a que el Señor la oiga, pero se conforma con las migajas. La mujer tiene “confianza” en la misericordia de Jesús y en que no la va a dejar irse con las manos vacías. La mujer “persevera” en su petición a pesar de que Jesús la desalienta. La mujer “pide lo que le sale del alma”. Pide por “la curación de su hija”. El Señor no puede resistir esta oración y realiza el milagro. Este evangelio tiene que llevarnos hoy a analizar cómo es nuestra oración. Qué y cómo pedimos a Dios. Esta mujer nos muestra cómo acercarnos a Jesús, con fe, con humildad, con confianza y sin exigir. Si así lo hacemos, el Espíritu entra en nuestra vida, la cura y la transforma.

Miércoles de la V Semana Ordinaria

Gen 2, 4-9. 15-17

En este segundo relato de la creación, el autor sagrado nos presenta no solo el dato de la creación del hombre, el cual recibe el «aliento divino» (imagen del ser semejanza de Dios), sino inicia la instrucción acerca de la obediencia que el hombre debe tener a Dios.

Es importante notar como Dios le da al hombre todo, excepto un árbol. Por otro lado vemos que Dios no le prohíbe comer de ese árbol, simplemente porque a Dios se le antoja, sino que sabe que el día que coma «morirá sin remedio».

Todos los mandamientos de Dios tienen detrás de ellos no una voluntad egoísta, sino el amor de Dios por nosotros que busca que no nos dañemos. Cuando nosotros desobedecemos a Dios, nos lastimamos profundamente, algo dentro de nosotros sangra y puede llegar hasta morir. Aprendamos a tenerle confianza a Dios, pues si Él dice que moriremos, es porque así será. Evitar el pecado y obedecer a Dios, al único que beneficia es a mí. Aprendamos a obedecer… pues en la obediencia está la verdadera felicidad.

Mc 7, 14-23

En la religión judía, un punto muy importante era mantenerse puro, pues no se podía participar en el culto sin poseer ese estado de pureza. La palabra pureza no tenía para ellos el mismo sentido que le damos ahora. Hombre puro era el que no se había contaminado, ni siquiera por inadvertencia, con alguna de las cosas prohibidas por la Ley.

Por ejemplo, la carne de cerdo y de conejo era considerada impura: no se debía comer. Una mujer durante su menstruación o cualquier persona que tuviese hemorragias eran tenidas por impura durante un determinado número de días, y nadie debía ni tocarlas siquiera. Un leproso era impuro hasta que sanara. Si caía un bicho muerto en el aceite, éste se hacía impuro y se debía tirar, etc. Todo el que se hubiera manchado con esas cosas, aunque no fuera por culpa suya, tenía que purificarse, habitualmente con agua, y otras veces pagando sacrificios.  Estas leyes habían sido muy útiles en un tiempo para acostumbrar al pueblo judío a vivir en forma higiénica. Servían, además, para proteger la fe de los judíos que vivían en medio de pueblos que no conocían a Dios.

Jesús quita a estos ritos su carácter sagrado; nada de lo que Dios ha creado es impuro; a Dios no lo ofendemos porque hayamos tocado a un enfermo, un cadáver o alguna cosa manchada con sangre. Tampoco faltamos a Dios, porque comamos una cosa u otra. Lo que ofende a Dios es el pecado y el pecado, es siempre algo que hacemos plenamente conscientes, es algo que sale de nuestro corazón. No es pecado algo que hacemos sin advertirlo, porque para que haya ofensa a Dios, tiene que haber intención de nuestra parte de hacer algo que lo ofenda.

Una cosa externamente mala, puede no serlo por falta de conocimiento o por falta de voluntad de hacerla. Y por el contrario, una cosa externamente buena puede no haber sido hecha con rectitud de intención y perder todo su valor.

Nuestro Señor proclama el verdadero sentido de los preceptos morales y de la responsabilidad del hombre ante Dios. El error de los escribas consistía en poner la atención exclusivamente en lo externo y abandonar la pureza interior o del corazón.

La pureza del corazón y la santidad es una meta para todos los bautizados

Martes de la V Semana Ordinaria

Gen 1, 20—2; 4

La riqueza de nuestro texto no nos dejaría oportunidad de comentar todos sus elementos en una pequeña reflexión. Por ello, solo centraremos nuestra atención en uno de los elementos de la creación del hombre. Hemos leído que «Dios creó al hombre a su imagen y semejanza; hombre y mujer (en el texto original se lee: Varón y Hembra). Con esto el autor sagrado nos hace ver la igualdad que hay entre los dos sexos. No es más importante uno que el otro.

Sin embargo, es claro que no son iguales: Uno es el varón y otro es la hembra. Con eso nos indica que la diferencia entre ellos no está solamente en las diferencias sexuales, sino en los roles. Esto es muy importante hoy en día, en donde con el impulso de algunos movimientos se ha creado una verdadera inconformidad con los roles establecidos para los diferentes sexos, con una serie de implicaciones sociales y morales que amenazan gravemente la estabilidad social.

Es triste que algunas mujeres piensen que es menos digno el educar una familia y dedicar todo su tiempo, sus talentos, y su esfuerzo en ello, que el alcanzar una posición importante en una empresa. No permitamos que las tendencias de nuestro mundo moderno continúen desintegrando nuestros hogares. Dios nos creó iguales, y al mismo tiempo diferentes… aceptemos y amemos estas diferencias, pues son un regalo de Dios.

Mc 7, 1-13

Hoy también podemos caer en la tentación de darle más valor a los preceptos de los hombres que al precepto con mayúscula de Dios, el precepto del amor. El pueblo judío, con el tiempo, se había cargado de normas, en cuyo origen había estado el cumplimiento de obligaciones para con Dios. Pero en la época de Jesús, muchas de esas normas, eran solo signos exteriores, que perdían de vista lo verdaderamente importante. Jesús les repite las palabras del profeta Isaías: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.

A Dios no se le puede honrar sólo con manifestaciones exteriores, se le debe honrar en espíritu y en verdad. Y el Señor, no se pronuncia “contra la ley” ni “contra las exteriorizaciones de la ley”. Jesús, fue respetuoso de las leyes de su pueblo, como lo fueron José y María, pero siempre antepuso “el hombre” a la “ley”. Siempre antepuso el amor.

A la luz de este evangelio, tenemos que analizar ¿qué ve en nosotros Jesús hoy? ¿Cómo actuamos? ¿Cumplimos con los ritos sólo exteriormente, o verdaderamente lo que nos mueve es el amor?

El Señor quiere y espera de nosotros que pongamos empeño en ser limpios de corazón. Los ritos de purificación, de limpieza del pueblo judío, eran simples manifestaciones exteriores, y Jesús les muestra que lo que verdaderamente es importante no es tener “limpias” las manos, sino el corazón. Centrarse sólo en los ritos es vivir una religión exterior vacía, una religión que reemplaza a la auténtica fe. El Señor nos quiere libres, dispuestos a cambiar aquello que haya que cambiar, para no perder lo verdaderamente importante. Lo que debe gobernar nuestros actos es el amor al prójimo y la rectitud de intención en toda circunstancia.

Lunes de la V Semana Ordinaria

Gen 1, 1-19

Uno de los grandes problemas que ha tenido que afrontar la Iglesia es la relación que hay entre fe y ciencia o fe y razón. Antiguamente se pensaba que la Sagrada Escritura contenida incluso la verdad sobre la ciencia, creencia que se mantuvo hasta hace unos pocos siglos. Basados en la Escritura, aun los hombres de ciencia pensaban que la Tierra era el centro del universo y que el sol y la luna gravitaban alrededor de ella. Hoy sabemos que no es así y es por ello que hoy la Iglesia reconoce que la ciencia lleva su propio camino, lo mismo que la ciencia bíblica y en general la fe. Y es que la Biblia nos habla de un proyecto de creación y salvación de Dios, para lo cual ha usado las figuras y elementos que han tenido a la mano los escritores, cuando han escrito sobre este proyecto de Dios.

Este pasaje en concreto, no busca darnos datos concretos de cómo se realizó la creación del universo, sino simplemente hacernos conscientes de que todo es obra de Dios, que Él, por los medios y tiempos que le parecieron mejores, creó y dio forma a todo cuanto existe. Es la Invitación a creer en el Dios omnipotente y excelso a cuya voz todo tomó forma y figura. Fe y Razón, Fe y Ciencia, no se oponen, ambas provienen de la sabiduría y el amor infinito de Dios.

Mt 6, 53-56

La enfermedad y el sufrimiento han sido siempre uno de los problemas más graves del hombre. En la enfermedad el ser humano experimenta su impotencia y sus límites. La enfermedad puede conducir a la angustia, a replegarnos en nosotros mismos y a veces, incluso, a desesperarnos y a rebelarnos contra Dios. Pero puede hacernos más maduros, enseñarnos lo que es esencial en la vida. Con mucha frecuencia, la enfermedad nos empuja, como en el caso que relata el Evangelio, a la búsqueda de Dios. A un retorno a Él.

La compasión de Jesús hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de toda clase, son un signo de “que Dios ha visitado a su pueblo” y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no quiso solamente curar, sino también perdonar los pecados. Vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo. Es el médico que los enfermos necesitan. Su compasión hacia todos los que sufren lo lleva a identificarse con ellos. “Estuve enfermo y me visitaron”, les dice en una ocasión a sus discípulos.

A menudo Jesús pide a los enfermos que crean. Se sirve de signos para curar. Los enfermos tratan de tocarlo porque salía de Él una fuerza que los curaba a todos. Así, en los sacramentos, Cristo continúa tocándonos para sanarnos. Conmovido por los sufrimientos del hombre, Jesús no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: “Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades”

Jesús no curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal. Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces este nos configura con Él y nos une a su Pasión redentora.

Pidamos a María que siempre que suframos alguna enfermedad del cuerpo o del alma, ella nos ayude a acudir a su Hijo Jesús con las mismas ansías que lo hacían los discípulos del Evangelio. Ellos se sentían necesitados y enfermos y sabían que el Señor podía curarlos.