Lunes de la III Semana de Cuaresma

2 Re 5, 1-15

Es obvio que la primera lectura de hoy fue escogida en relación con la lectura evangélica; esto es lo ordinario en los domingos y en los tiempos especiales litúrgicos como la Cuaresma que estamos viviendo.

La primera idea que aparece es la universalidad de la salvación que proviene de un único Dios que preside los destinos de todo el universo, contra la idea que dominaba en la época de dioses locales para pueblos particulares; dice Naamán: «sé que no hay más Dios que el de Israel».  Pero hay otra idea no expresada tan claramente como la anterior: de los pequeño y humilde puede seguirse lo grande e impensado, del consejo de una esclavita viene el que el poderoso general sea curado.  De las aguas del Jordán, río menos importante que el Abaná y el Farfar, es de donde viene la salud.  No son los ritos espléndidos los que salvarán al enfermo, sino su obediencia y docilidad.

Lc 4, 24-30

Recordemos el marco de la narración evangélica: Cristo comienza su ministerio; hasta su pueblo ha llegado la noticia de que predica de un modo muy original y de que va haciendo obras maravillosas.  Fue invitado a hacer la segunda lectura en la reunión sinagogal, en su tierra, entre los suyos.  Leyó el pasaje de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido, me ha enviado a anunciar la Buena Nueva…».  Y luego, la maravillosa «homilía»: «Esta escritura que acaban de oír se ha cumplido hoy».  «Todos se sorprendían de sus palabras y se preguntaban; ¿No es éste el hijo de José?»

A nosotros no extraña que la inmediatez de Jesús, el que sea «uno de los suyos», alguien a quien vieron crecer y trabajar, sea la causa del rechazo.  Los antiguos judíos decían llenos de orgullo: «¿Qué pueblo tiene tan cerca a su Dios como nosotros?

Pero hoy nosotros tenemos también a Cristo muy cercano, en la Iglesia, en la liturgia, en su palabra, el prójimo, sobre todo en el más pobre y el más necesitado.  ¿Lo aceptamos?, ¿lo rechazamos?

Sábado de la II Semana de Cuaresma

Miq 7, 14-15. 18-20

El pueblo ha regresado del destierro, se siente pobre y abandonado, «como ovejas aisladas en la maleza».  De allí la oración confiada al pastor de Israel.

Se le recuerdan a Dios las figuras de los grandes antepasados que fueron tan sus amigos.  Se le recuerdan sus amorosas intervenciones para convocar al pueblo, para guiarlo hasta la tierra prometida, el perdón que había concedido a los olvidos y traiciones.

Se le pide lleve de nuevo a su rebaño a los ricos pastizales de Transjordania, figuras de una vida nueva, rica en la fidelidad y el amor.

Lc 15, 1-3. 11-32

Nunca nos cansemos de escuchar la bellísima y emotiva parábola que llamamos del hijo pródigo, que más bien tendría que llamarse del «padre amoroso», o más ampliamente, del «padre generoso y del hermano cerrado, tacaño».

Usa el Señor todas las imágenes contrastantes de la actitud del hijo menor, tan desamorado, tan heridor del padre, tan dilapidador de los bienes.  Y la del padre, en expectativa amorosa del retorno de su hijo: «estaba todavía lejos cuando su padre lo vio»; su generosidad sin límites: «pronto… hagamos fiesta…»

Claro que es también un llamado a nuestra confianza en ese amor generoso, sin límites del Padre.  Es un llamado a nuestra conversión constante: «me levantaré y volveré a mi Padre…»

Es la parábola un contraste entre la generosidad del padre: «comamos y hagamos fiesta  porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida…», y la pequeñez de corazón del hijo mayor que se enoja por la generosidad del padre y se lo echa en cara: «no quería entrar»; que no reconoce a su hermano: «ese hijo tuyo…»

¿Qué nos dice esta parábola en nuestra relación con Dios?  ¿Y en nuestra relación con los demás?

Viernes de la II Semana de Cuaresma

Gén 37, 3-4. 12-13. 17-28

Como una figura profética que apunta al Señor, José es traicionado y vendido, como él es apresado y como él se convierte en salvación y vida.

José era objeto de la envidia y del rencor de sus hermanos, era el favorito de Jacob por ser el hijo de su esposa más amada, Raquel.  Jacob le había regalado una túnica multicolor.  José había contado a su padre y hermanos el sueño de las gavillas y el de los astros que predecía su grandeza.

Sabemos cómo luego José, liberado y exaltado hasta ser hecho administrador de los bienes de Egipto, será salvación de su familia y de su pueblo.

Mt 21, 33-43.  45-46

La figura era muy clara y despertó las iras de los sumos sacerdotes y los fariseos.

Nosotros podríamos oír esta parábola y aplicarla solamente a la historia de Cristo: el hijo, sacado del viñedo y muerto, y sentirnos nosotros el pueblo que sí da frutos.

Pero puede tener una aplicación a nosotros, a nuestra comunidad.  Somos al mismo tiempo el viñedo que debe producir buenos frutos y los viñadores que deben dar esos frutos al dueño, al verdadero Dueño.

¿Estamos produciendo esos buenos frutos?, ¿cómo tratamos a los que, de parte del Dueño, nos piden lo que a Él le toca?

Recibamos esta Palabra de Dios como un llamado más del Señor en nuestro camino cuaresmal hacia la Pascua.