Hech 17,15-16. 22-18, 1
Pablo está en Atenas, la capital cultural del mundo antiguo, la sede y centro de la sabiduría de la época.
Su celo por Cristo resucitado lo lleva a dar su testimonio en el Aerópago, el centro de la sabiduría.
Pablo hablaba de Cristo a los judío con textos de la Biblia, a estos sabios paganos les hablará con la sabiduría humana, desde su religiosidad natural. «Al Dios desconocido», decía aquel altar erigido para no fallar a alguna de la multitud de divinidades que en aquella ciudad se veneraban.
Apela al sentido de la naturaleza y de la creación, pero al llegar al punto culminante de su predicación: Jesús muerto y resucitado, Pablo encontró el rechazo, las burlas y el desprecio «de esto te oiremos hablar en otra ocasión». Los sabios aeropagitas decían: otro más de esos locos, predicadores de religiones exóticas. Pero este fracaso, casi total, fue una lección para Pablo. Ya no usará más este método; dice de su apostolado en Corinto: «… mi palabra y mi mensaje no se basaron en discursos persuasivos de sabiduría, sino en la manifestación del Espíritu y de su poder, para que la fe de Uds. no se funde en sabiduría humana, sino en el poder de Dios».
Jn 16, 12-15
Venimos escuchando el mensaje de despedida de Jesús. El habla a sus discípulos del don del Espíritu Santo. Hoy el Señor nos presenta al Espíritu Santo como el Maestro que culmina la obra de Cristo. Jesús se había presentado a sí mismo como la verdad, pero los discípulos no habían podido comprenderlo. Ahora, el Espíritu los iluminará en su camino y les hará comprender a Cristo para que puedan continuar la misión a la que los envía el Señor.
El Espíritu es indispensable para la unión con Cristo. Cristo es indispensable para llevarnos al Padre. Esto lo vivimos en la liturgia y, principalmente, en la Eucaristía. Abrámonos al Espíritu, unámonos a Cristo y vayamos al Padre. Que esta sea nuestra verdad, nuestra vida y nuestro testimonio.