Hech 15, 7-21
Ayer escuchábamos las discusiones de los judeo-cristianos que querían que los paganos que se cristianizaban tomaran las prácticas judías. San Pablo y Bernabé pedían una apertura. La cuestión fue llevada al tribunal supremo de Jerusalén.
Hoy escuchamos las intervenciones principales y decisivas en la discusión. San Pedro opina que sería injusto imponer a los recién convertidos el yugo de la Ley de Moisés.
Pablo y Bernabé cuentan sus experiencias. Santiago da las líneas concretas de un comportamiento cristiano: abstenerse de la fornicación, no comer lo inmolado a los ídolos, ni su sangre.
Jn 15, 9-11
Pocas veces hemos oído un trozo evangélico tan pequeño como el de hoy. Pero está todo lleno de luz que se debe hacer vida en nosotros.
Si en tres palabras quisiéramos resumirlo, podríamos pensar en «amor, obediencia y alegría».
Dios mismo ha sido definido como amor, amor que se nos ha expresado en forma cumbre en Cristo; Él nos lo ha comunicado y en nosotros tiene que ser vida efectiva; por eso el mandato fundamental cristiano es el amar al modo de Cristo: amor a Dios y amor al prójimo. Cristo es el Hijo obedientísimo al Padre: «He aquí que vengo a hacer tu voluntad», y nos expresó su amor «hasta lo último». «Nadie tiene amor más grande a sus amigos que el que da la vida por ellos». El resultado de sentirse amado y corresponder a ese amor es la alegría, alegría que alcanzará una plenitud total en el gozo eterno del cielo, pero que ya desde ahora debe ser una realidad. A la luz de esas tres realidades: amor, obediencia y alegría, vivamos hoy nuestra Eucaristía.