Viernes de la XXII Semana Ordinaria

1 Cor 4, 1-5

El predicador, el apóstol, es «servidor de Cristo y administrador de los misterios de Dios».

Todo cristiano por su bautismo, debe ser servidor y especialmente los que por su ordenación sacramental han sido unidos al sacerdocio del Señor, el que dijo: «Yo no vine a ser servido sino a servir», el que «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo».

Los sacramentos, no sólo son los siete signos centrales, sino todos los modos, todos los signos y símbolos, a través de los cuales el don vital de Dios, su gracia, llega al hombre.

Nadie es dueño de esto sino sólo Dios, nadie puede ni explotarlo, ni deformarlo.  Hay que ser perfectamente fiel a  ello.

Los juicios sobre los demás, en cualquier situación, serán siempre prematuros, pues falta el juicio final y definitivo de Dios; siempre serán «arriesgados» puesto que nadie, sino sólo Dios, conoce la intención del corazón, que es lo que califica en último término la bondad o maldad de la acción.

Lc 5, 33-39

Los fariseos y los escribas, es decir la gente más religiosa de su tiempo, le preguntan al Señor sobre la práctica del ayuno.  El ayuno judío estaba muy relacionado con la espera del Mesías.  El Señor les responde comparando la situación de sus discípulos respecto a Él con la de los invitados a una boda.

Ya los futuros discípulos  -nosotros-  ayunarán, pero con otro sentido: solidaridad, caridad, unión con el Señor y su cuerpo, la Iglesia que sufre.

Y de nuevo el problema siempre antiguo y siempre actual de lo antiguo y lo nuevo, de lo que no puede ser cambiado porque dañaría las bases mismas y la dirección fundamental, y lo que debe ser cambiado para adecuarse mejor a los tiempos y a los hombres que evolucionan.  Hay que mantener la fidelidad al mensaje central e inmutable y la fidelidad al hombre actual a quien va dirigido el mensaje.

Esto pide un equilibrio continuo, un buen conocimiento de lo central y de lo periférico y un conocimiento del lenguaje de las condiciones y necesidades actuales.

Ante el Señor pidamos luz y pidamos fuerza para tener esa doble y única, fidelidad.

Jueves de la XXII Semana Ordinaria

1 Cor 3, 18-23

Uno de los problemas que vivía la comunidad de Corinto era la división en dos grupos.

Pablo había predicado primero en esa comunidad: «Yo planté,  nos decía san Pablo.  Después llegó otro predicador del Evangelio, él continuó el trabajo apostólico, «Apolo regó».  Esto trajo como consecuencia que los que habían sido llevados a Cristo por uno u otro de los apóstoles, hicieran cierto grupo especial; también trajo como consecuencia que se juzgaran las cualidades humanas de uno y otro.

Lo que cada uno decía: «Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo» venía a materializar estos enfrentamientos.

San Pablo entonces les dice: «Que nadie se gloríe de pertenecer a ningún hombre, ya que todo les pertenece a ustedes: Pablo, Apolo y Pedro, el mundo, la vida y la muerte, lo presente y lo futuro: todo es de ustedes; ustedes son de Cristo, y Cristo es de Dios».

Lc 5, 1-11

Hemos escuchado la narración que Lucas hace de la pesca milagrosa y, a su modo, del primado de Pedro.

Hoy podíamos ver a la multitud presionando al Señor, luego, como subió a la barca de Pedro, cómo se bamboleó la barca al subir Jesús.  Y desde la barca de Pedro «enseñaba a la multitud».

No olvidemos que  Jesús sigue enseñándonos desde la barca de Pedro.

Es ejemplar la reacción de Pedro a la orden de Jesús de echar las redes mar adentro.  Él hubiera podido decir: «No es ni la hora ni el lugar adecuado.  Yo sé de esto, es mi oficio».   Tal vez le hubiera podido decir: «Tú sabes bastante de carpintería, pero no de pesca».

La palabra de Pedro es: «Confiando en tu palabra echaré las redes».  Cuántas veces, no nos cansamos de pensarlo, «hemos trabajado toda la noche» y no hemos pescado nada.

Cuánto nos habremos esforzado en lograr algo en nuestra vida espiritual, en nuestro trabajo, en nuestro servicio.  El Señor, nos dirá, como a Pedro: «No temas»  y nos hará ver la perspectiva definitiva: «Eres pescador de hombres».

Miércoles de la XXII Semana Ordinaria

1 Cor 3, 1-9

Pablo hace ver el contraste entre los «espirituales» y los «carnales».

La primera falla en la comunidad que ataca Pablo, es la desunión.   Los Corintios se están mostrando movidos por criterios propios de la razón humana.  Todavía, pues, son inmaduros y niños en la vida cristiana.

Nuestra comunidad siempre puede tener peligro de divisiones, así que nos convendría releer cuidadosamente lo que hoy escuchamos.

Lc 4, 38-44

Jesús convive con amigos, vemos que fue a la casa de Simón Pedro e hizo el bien ahí, curó a la suegra de Pedro, y a muchos otros enfermos.

Al día siguiente se va a un lugar solitario.  El Evangelio nos ha presentado muchas veces al Señor en oración pública, oficial, familiar y personal, de tal modo que su «ministerio aparece como brotando de su oración».

El Señor evangeliza: «Tengo que anunciarles el Reino de Dios… para eso he sido enviado».

Jesús se nos presenta como un modelo de lo que debemos ser y de lo que debemos hacer.

Recibamos la luz de la palabra y la fuerza del sacramento y tratemos de ser en nuestra vida un reflejo de lo que es Cristo.

Martes de la XXII Semana Ordinaria

1Cor 2, 10-16

La clave para captar las realidades de Dios, para juzgar a las realidades humanas con el criterio de Dios, es el Espíritu Santo.

Él es la luz, la fuerza, el testigo fundamental y supremo.

Pablo usa una comparación muy elocuente: en el hombre lo más profundo, lo más personal, lo más íntimo, es su espíritu, su alma: «¿quién conoce lo que hay en el hombre, sino el espíritu del hombre que está dentro de él?»  Igualmente, sin el Espíritu Santo no podemos conocer a Cristo.  «Nadie puede decir `Jesús es el Señor’ si no es por el Espíritu Santo».  Juan el Bautista, Isabel todos ellos actuaron por la fuerza del Espíritu Santo.

Oímos la frase final «Nosotros tenemos el modo de pensar de Cristo».   Esto siempre es verdad, pero ¿lo hacemos verdad práctica y concreta?

Lc 4, 31-37

Los paisanos de Jesús lo habían rechazado y hasta atentaron contra su vida. ¡No lo aceptaron por su cercanía!  Hoy hemos visto otra actitud, el asombro, pues El «Hablaba con autoridad».  Se decían unos a otros: «¿Qué tendrá su palabra?»  Jesús es «el santo de Dios», portador de la vida misma divina que sana, que purifica, que va hasta las raíces del mal para curarnos.

Los milagros del Señor, las curaciones, la iluminación de los ciegos, la sanación de los paralíticos, la curación del espíritu del mal, etc., todas son «señales», que manifiestan quien es Jesús y cuál es su misión.  Los milagros tienen como función revelar el amor de Dios que busca nuestro amor.

Lunes de la XXII Semana Ordinaria

1 Cor 2, 1-5

Cuantas veces nos ha ocurrido que nos encontramos en una situación en la que nos sentimos llamados a comunicar la Buena Noticia del Evangelio, a dar nuestro testimonio, a hablarle de Dios a alguna persona, y en ese momento pensamos: ¿quién soy yo? ¿yo no sé nada? O ¿cómo lo podré convencer?

La palabra de Dios, nos recuerda hoy lo que ya había dicho Jesús: «No se preocupen por lo que van a decir… El Espíritu Santo les inspirará en ese momento lo que habrán de decir».

Debemos tener siempre presente que la fe es un Don de Dios, que nuestra misión es anunciar… proclamar el Evangelio (de viva voz y con testimonio), la conversión por la fe toca al Espíritu Santo. De esta manera, como dice san Pablo: la fe no está fundada ni en nuestra elocuencia, ni en nuestra sabiduría: es obra de Dios en la persona. De manera que nadie se puede vanagloriar.

No apagues el fuego del Espíritu en tu corazón. Habla de Dios a tus amigos y compañeros, no necesitas mucha sabiduría… necesitas solamente, como san Pablo, el fuego del amor de Dios en tu corazón.

Lc 4,23-30

Es muy común preguntar a los niños pequeños: ¿qué quieres ser cuando seas grandes? Y para orgullo de los padres los niños responden: “quiero ser como mi papá”. Si esta misma pregunta se la hiciéramos a Cristo durante su vida oculta en Nazaret, no cabe duda que respondería que Él sería lo que su Padre ha pensado para Él desde siempre. Prueba de ello es la respuesta que dio a su madre angustiada cuando se perdió en el templo: “pero no sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi Padre”, no debería haber motivo de preocupación por mi ausencia.

En nuestra vida como cristianos todos tenemos una misión muy concreta que realizar. Cristo desenrolló las escrituras (porque estaban en forma de pergaminos) y encontró justamente aquello que Dios Padre deseaba de Él. “Anunciar la Buena Nueva, proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”.

Todo esto lo cumplió Jesús a lo largo de su vida terrena y aunque algunos se empeñaban en no abrir su corazón a las enseñanzas de Cristo, como es el caso de los escribas y fariseos. A pesar de su obstinada actitud Cristo no desmayó en su esfuerzo por predicarles la ley del amor.

Por ello de la misma forma que Cristo predicaba las enseñanzas de su Padre nosotros también atrevámonos a predicar el evangelio sin temor ni vergüenza. Antes bien pidámosle confianza y valor para que nos haga auténticos defensores de nuestra fe.