Miércoles de la III Semana Ordinaria

Heb 10, 11-18

La novedad más grande del Nuevo Testamento es que la ley de Dios no es una ley escrita, sino una ley grabada en lo más íntimo de nuestro corazón. Es la inhabitación del Espíritu Santo que nos lleva con dulzura y convicción a hacer lo que agrada a Dios.

Por ello el cristiano no se deja llevar por sus pasiones, pues es el Espíritu quien conduce su vida, de manera que la ley del amor se manifieste en todo momento. Los mandamientos escritos por Moisés en la roca: No matarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, etc., quedan superados por una ley interior superior, que nos hace reconocer en cada persona a un hermano, el cual, es sujeto de nuestro amor por lo que no solo no hago lo prohibido en la ley, sino que impulsado por el amor de Dios me siento movido incluso a perdonarlo y a buscar su bien en todo momento.

Dale más tiempo a tu oración personal, que es como el «alimento» del Espíritu, y verás como la ley del amor, impresa en tu corazón, comienza a desarrollarse y se manifiesta con ímpetu.

Mc 4, 1-20

Jesús hablaba frecuentemente en parábolas, exponiendo el Reino de Dios a la gente. El Señor iba abriendo poco a poco la mente de sus discípulos y preparándoles el corazón, para que fueran recibiendo el mensaje de salvación. Algunas veces, los discípulos le pidieron explicaciones de por qué a ellos les hablaba más claro que al resto de la gente. Aunque los discípulos tampoco lo entendían todo, y tenían la mente llena de falsas ideas, estaban más cerca de Jesús y entendían mejor su manera de vivir y de hablar.

El Reino de Dios, les dice el Señor en esta parábola, es como un sembrador que sale a sembrar, y la semilla va cayendo en diversos terrenos, y va produciendo frutos de distintas formas, o se pierde entre espinas, o se ahoga entre las piedras. La semilla es la palabra de Dios; o también son las mismas personas que oyen esa Palabra.

Estas parábolas tienen hoy gran importancia para nosotros, y tenemos que agudizar los oídos y la mente para saber escucharlas y asimilar sus lecciones. Cuando leemos y meditamos estas parábolas del Reino, no debemos hacerlo en forma apresurada y sin detenimiento. Debemos preparar la tierra de nuestro corazón con el riego de la oración, y la apertura al Espíritu Santo fecundador. Es el Espíritu Santo, que nos enseña a orar y a captar las riquezas del Reino.

También podemos preparar nuestro corazón saliendo al encuentro de Jesús, que nos sigue hablando con aquel deseo, con el mismo afán con que iba a escucharlo la gente del pueblo. Sigue en el mundo de hoy la siembra de la Palabra. Hay mucha semilla que se desperdicia, pero hay también mucha que va cristalizando en buena cosecha.

La semilla del Reino crece donde hay esperanza, donde hay sed de justicia, donde hay compromiso con el prójimo, donde se lucha por la paz. Pero la semilla tiene su tiempo para ser fecundada, para convertirse en espiga, y luego en pan. Por eso también el Señor quiere que pensemos con la necesaria esperanza, es necesario no dejarse abatir, por no obtener frutos inmediatos. Nosotros sembramos y otros cosecharán.